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La mansión de Araucaima de Carlos Mayolo

Sin carne ni sangre


Las condiciones erráticas, caprichosas, injustas e ineptas con las cuales tiene que luchar el cine colombiano son conocidas. Por eso es un acontecimiento que una cinta nacional sea exhibida dentro de un esquema un poco menos salvaje, que se le dé un teatro de cierto nivel técnico y que, por lo menos una semana antes, se le conceda cierta publicidad en la prensa. Visa USA, A la salida nos vemos y otros de los difíciles esfuerzos de nuestros cinematografistas no fueron tratados así. Por eso quisiera comenzar alabando el hecho de que La mansión de Araucaima reciba un poco más de consideración y respeto.

La segunda aclaración es que, pese a que La mansión no sea una película que yo considere satisfactoria, ello no implica de ninguna manera una invitación a no verla. Todo lo contrario. Carlos Mayolo y sus colaboradores han hecho una película de nivel internacional, profesional e interesante en muchos aspectos, sin duda alguna mejor que una gran parte de los productos que corren semanalmente por los teatros, mejor incluso que películas de directores de gran renombre internacional que nos llegan ocasionalmente (ejemplo la penosa Antonieta de Carlos Saura que nos dio la televisión en estos días, los esperpentos de Almodóvar o aquel Asalto holandés que en Hollywood quisieron inmortalizar con un Óscar). Creo que hay una cierta obligación de apoyo y solidaridad con los largometrajes colombianos. Esta obligación no es la de cerrar los ojos a sus defectos sino la de enfrentarse con ellos, la de escuchar lo que nos quieren decir, la de no ignorar algo que, en fin de cuentas, ha surgido con el dinero mismo de los espectadores.

La mansión de Araucaima ha surgido, una vez más, del más paralizante de los complejos del cine latinoamericano. Frente a una literatura de acogida universal, el lenguaje en imágenes cree tener que seguir las huellas de esta, acogerse a su sombra para poder ser atendido y tomado en serio. Se dice que esta historia fue escrita para Buñuel, pero precisamente Buñuel es una de las poquísimas, si no la única figura del cine de este continente que supo siempre imponer su propio mundo por encima del pretexto de sus puntos de partida literarios.

Un crítico francés describe lacónica y precisamente lo que diferencia a una obra literaria de su adaptación al cine: Marcel Proust comienza El camino de Swan con la famosa frase: “Durante mucho tiempo me iba a la cama temprano”. El guion que adaptaría esta frase a la pantalla diría: “Interior noche. Él se acuesta”.

La literatura interiorizada, reflexiva, la que edifica con conceptos y palabras, la que juega con tiempos, la que metaforiza por encima de los límites de lo real y lo concreto, la que inventa términos y les imprime ritmo y sonoridad a las palabras tiene que conformarse con verse reducida en la pantalla a un simple sustrato argumental (cuando es posible filtrarlo) o con equivalencias inapropiadas en un lenguaje diferente.

La diferencia más esencial entre la narración de este tipo de literatura y la del cine es la perspectiva muy fuerte del autor. Al leer un libro vemos y oímos solo lo que el escritor quiere que veamos y oigamos, hay una persona interpuesta que nos está describiendo una realidad y, por tanto, puede jugar con ella, transformarla y deformarla cuanto quiera. En el cine existe también una perspectiva de autor, alguien que nos muestra y selecciona lo que debemos ver. Pero nuestro encuentro no es con sus palabras y su mente sino con la realidad misma, manipulada si se quiere, pero realidad. El espectador puede escoger, dentro de ciertos límites, si acepta o no la perspectiva del autor sobre lo que está mostrando. Vemos y oímos mucho más de lo que el autor quiere que veamos y oigamos. Un novelista no podría describir nunca todo lo que se puede ver en un encuadre de película. En la novela el encuentro es con el autor, sus prejuicios, su lenguaje, su punto de vista, en el cine la realidad no miente aún en las peores manipulaciones.

Una buena parte de la literatura contemporánea tiene su fuerza en la capacidad de manipular las palabras y jugar con ellas, es una celebración del material con que está construida. El placer, la fuerza que se pone en las palabras hace que las metáforas, las imágenes gigantescas o absurdas sean aceptables. Pero otra cosa es tener que enfrentarse a la concreción objetiva de esas imágenes. Hay personajes y situaciones que solo la lengua escrita puede hacer vivos, pero que vistos en imagen directa se gastan con facilidad. Desprovistos del lente a través del cual se miran en una novela, aparecen como puro capricho. En el cine las cosas y los seres adquieren todo el peso de la realidad y las alas de la imaginación se cortan. Hay descripciones que son mucho más sugestivas cuando se imaginan que cuando se reconstruyen de manera naturalista.

Esta, en el fondo, es la trampa en la cual Carlos Mayolo (y con él una respetable compañía de cineastas de todo el mundo) ha caído al hacer su adaptación literaria. Considero que Mayolo es uno de los pocos talentos verdaderamente interesantes y llenos de posibilidades que ha producido nuestro minusválido cine colombiano. Es hábil en lo técnico y tiene un mundo personal sugestivo, así como la capacidad de mirar lo insólito, de darles vida a sus personajes de la pantalla, de integrar experiencias colectivas regionales y nacionales. Tiene, por otra parte, varias veces lo he dicho, la tendencia a querer situarse forzosamente en géneros y formas de la historia del cine y una serie de prejuicios esquemáticos sobre el medio y su público, cierta pose pedante característica del grupo caleño en el cual se mueve y del que mejor sería que declarara su total independencia.

Carne de tu carne había sido una promesa fallida, una película que se tiraba por la borda cuando comenzaba a cuajar. La mansión de Araucaima es una película más consecuente, mucho más elaborada, pero también mucho menos interesante. Los personajes de La mansión no son creaciones de Mayolo, no son personas cinematográficas sino los esquemas literarios de Álvaro Mutis. La situación de base es un teorema abstracto y repetido muchas veces, el de la casa que alberga seres extraños encerrados en el recinto y que no salen ni quieren salir. Mayolo ha buscado en esta historia este “gótico” que le fascina (una seudofascinación, en mi opinión, impuesta desde fuera por la actividad cineclubística y las revistas de cine) y ha querido crear, una vez más, la mezcla entre el género cinematográfico literario anglosajón y el elemento “tropical”.

Si en Carne de tu carne el paisaje, los lugares, las personas resultaban un atractivo e inédito retrato del Valle del Cauca, en La mansión todo resulta paisajismo, tierra de nadie. La finca de tierra caliente no tiene una presencia de personaje en la película; sitio, clima, decorados resultan abstractos, sin personalidad propia, sitio de vacaciones de la Corporación Nacional de Turismo y no elemento cultural esencial. En este recinto se mueven también personajes de ninguna parte, un paquete abstracto, literario, de seres, difícilmente creíbles, poco trabajados, que dejan indiferente. Tras lo grotesco no aflora nunca la angustia real y, ni siquiera, lo siniestro.

Los dos actores brasileños, cuota de coproducción, tienen una cierta fuerza natural, pero están abandonados a sí mismos, hasta en el lenguaje, algo que se intenta justificar con un gancho de argumento. Vicky Hernández es una parodia de sí misma, sobreactuada, vagando por los corredores involuntariamente cómica como una diva de Bajo el cielo antioqueño. Uno recuerda la fuerza que había sabido imprimirle Mayolo en Carne de tu carne y recuerda la veracidad con que hablaban y se movían los personajes de Aquel 19, salidos de un mundo que el director caleño conoce verdaderamente. Adriana Herrán es más tragicómica todavía, inexpresiva, inútil, intentando hacer algo con esta especie de Alicia en el país de Polanski de una historia sin sustancia. Que su joven acompañante de las escenas iniciales (y de Carne de tu carne) no entre a la casa con ella y se integre al cuerpo principal de la película es un beneficio inapreciable que Mayolo nos hace. Un nivel casi tan bajo tienen Buenaventura como franciscano de opereta y el estrambótico piloto. Solo el mismo Mayolo, como el mayordomo neurótico, logra conformar un personaje de una cierta complejidad y fuerza.

Rodrigo Lalinde ha bañado todo esto en una luz cálida, atractiva, para nada “gótica”, que lo confirma como el más dotado de los fotógrafos activos en este país. Hay que decir que la película no tiene ninguno de esos momentos de amateurismo embarazoso que tienen casi todos nuestros largometrajes y que recuerda un poco a ese tipo de producciones postcinema-novo brasileñas, con ciertas ganas de decir cosas esenciales o a las películas belgas o noruegas que le sirven de ensalada a la carne de los festivales. No es para nada la bofetada que pretendía ser, el comentario inquietante y metafórico sobre nuestra realidad, la película “malvada” de un enfant terrible. Mayolo podría hacer algo semejante si se concentrara en sus propias posibilidades, si descubriera su propio rostro y su propio mundo bajo estos esfuerzos de darle “nivel” y “cultura” al cine colombiano.

No conozco la novela de Álvaro Mutis, que en ciertos círculos goza de una reputación casi cultural. No se trata, pues, de decir que La mansión de Mayolo es “fiel” o “infiel” al texto o que la obra se presta o no para ser llevada a la pantalla. La pregunta es si Mayolo ha hecho o no una película vital, interesante, un aporte a nuestra historia en imágenes. Para mí el resultado es decepcionante, literario, descarnado, aunque, sin duda, alguna, digno. La mansión de Araucaima es una película tan buena como inútil, una de esas cosas que, desgraciadamente, no cambia nada y se hunden con facilidad en el olvido. Siendo solo el segundo largometraje de Mayolo y, pese al ritmo insoportablemente lento y caótico de nuestra producción, puede decirse que el futuro sigue estando abierto.

El Colombiano, 23 de octubre de 1988

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