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Reflexiones sobre el cine en Colombia con Focine al fondo


Desde la década de los veinte los esfuerzos por establecer una cinematografía nacional colombiana han sido incontables. Estos esfuerzos se han polarizado casi siempre hacia la creación de una industria y solo ocasionalmente han intentado ser aplicación de reflexiones sobre una identidad o expresiones de una posición estética. Sobra decir que esta cinematografía nacional no ha cuajado nunca, ni como industria ni como estética, si bien la producción, más o menos constante, de los últimos años y el número apreciable de personas dedicadas a la actividad cinematográfica permite que, de alguna manera, se hable de cine colombiano.

Esa producción reciente muestra, indudablemente, una creciente y visible profesionalización. En los aspectos técnicos el país cuenta ahora con un número cada vez mayor de personas con experiencia y habilidad, adquirida sobre todo en la producción de comerciales, si no en el bajísimo nivel de la programación televisiva. En el campo creativo hay ya una hueste de realizadores formados en diversas escuelas cinematográficas de todo el mundo o simplemente en la praxis, la mayoría de los cuales vive en la permanente frustración que produce la carencia de oportunidades de trabajo. Incluso en el único sector boyante de la producción cinematográfica, el de la publicidad, solo unos pocos elegidos encuentran acceso. La factura de videos para los usos más disparatados, programas por encargo o para ser ofrecidos ocasionalmente a la televisión (casi siempre como pequeñas notas al servicio de los privilegiados que tienen espacios-feudos en la misma), audiovisuales didácticos o promocionales y ejercicios independientes de expresión sin retribución económica en el medio electrónico se han convertido en la única posibilidad de actividad para muchos de los que pusieron el ideal de su vida en articularse a través del cine. El cine marginal y el documental político y antropológico, que en los años sesenta y setenta logró hablar con lenguaje propio y llamar la atención internacionalmente, fue frenando su ritmo de producción hasta venir, casi, a desaparecer.

La idea muy clara pero muy poco profundizada de que el cine es un medio importante para el país (ya no se puede decir indispensable si por cine entendemos la producción en celuloide) llevó al Estado colombiano a la creación de una entidad de fomento, Focine. Como muchas cosas en esta nación, Focine comenzó a vivir sin una reflexión seria previa, sin una clara delimitación de los aspectos aparentemente contradictorios que el cine comporta y sin una conciencia de la amplia gama de actividades que la cinematografía abarca, menos aún de cuáles de ellas eran su campo. No basta decir que es necesario fomentar el cine si primero no se aclara qué se entiende por cine. No basta decir que necesitamos un cine nacional si no tenemos muy claro qué entendemos por él y no nos explicamos a nosotros mismos para qué lo queremos. Focine nació, pues, con graves ambigüedades en su seno. Los que las percibieron desde el principio pensaron, tal vez, que era posible corregirlas con el tiempo y casi nadie cayó en cuenta de que ciertos males congénitos resultan incurables.

La primera ambigüedad es la que siempre ha caracterizado al cine: ¿arte?, ¿industria?, ¿medio de comunicación?, ¿vehículo audiovisual? ¿Necesita Colombia una industria de cine? ¿Necesita un medio de expresión ágil y moderno para describir su propia realidad? ¿Necesita un lenguaje a través del cual se manifiesten concepciones estéticas? Estas disquisiciones que pueden aparecer abstractas exigen una clara y delimitada toma de posición: si se quiere una industria que le dé trabajo a mucha gente, una fábrica de productos que rinda económicamente, entonces el Estado debe “fomentar” el cine como una empresa. Para ello es necesario que ponga medios económicos a disposición exclusiva de aquellos proyectos que aparezcan seguros en su rentabilidad e impulse solo el trabajo de productores que sepan llegar directamente a la taquilla. Si, por el contrario, el reconocimiento del Estado es que Colombia necesita imágenes propias, documentales e historias de ficción en las cuales el país vea reflejado su rostro, películas en las cuales aparezcan planteados los problemas, los anhelos, las propuestas más candentes y vitales para nuestro pueblo o si, por otra parte, la intención es la de crear una estructura para que se ejercite y realice el talento, para que artistas nacionales sensibles, originales y expresivos puedan actuar permanentemente, entonces este Estado debe hablar de apoyo, de “subvención”, de poner medios a disposición de algo que se considera relevante, sin ser valorado en términos de rentabilidad.

No se trata de optar de modo excluyente por una de estas dos políticas, pero sí de tratarlas diferenciadamente. Algunos de los conflictos frente a Focine han tenido origen en la falta de formulaciones claras en este campo. Ciertos ataques a la institución surgen porque esta ha financiado películas que luego no han producido ni un centavo, por haberse encaprichado (en opinión de los atacantes) con proyectos de “artistas” en lugar de concentrase en la gente que sí conoce el gusto del público amplio y sabe hacerlo responder. La contraparte afirma que con dinero del Estado se está financiando basura, obras de consumo intranscendentes y que las normas de selección para las producciones son una muy clara forma de censura, que excluye de partida los proyectos con posiciones políticas críticas o con temas que resulten incómodos o peligrosos. No hace falta decir que gran parte de los productos que se dicen comerciales y rentables han sido fracasos económicos totales y que muy buena parte de los que han buscado ser expresión estética no han logrado un índice mínimo de valor artístico, para no hablar de ciertas fórmulas mixtas indigeribles, que son útiles solo para reflejar el estado de conciencia y la situación de inseguridad insuperable de sus realizadores.

Porque esta ambigüedad del ente de fomento se refleja, de modo terriblemente problemático, en los proyectos mismos. Focine fue creado para posibilitar una producción nacional de cine, objetivo que en parte ha logrado. Pero en la creación irreflexiva de esta institución no se tuvieron en cuenta dos ramas tan esenciales al medio como la de la producción: la distribución y la exhibición. Es teoría que parece obvia, pero su mala práctica es la causa de problemas muy concretos. En el país la distribución y la exhibición son particularmente problemáticas, por estar sometidas a una monopolización absorbente y cuasitotal, una monopolización que en los años veinte (cuando el cine mudo facilitaba las cosas) destruyó sin piedad los amagos de creación de una industria nacional y que en nuestros días sigue siendo el único y verdadero motivo de que el cine colombiano esté siempre al borde del abismo.

La primera cara de Jano de ese monopolio es común a muchos países: el control multinacional de la distribución, del cual son víctimas gran número de cinematografías, no solo las del tercer mundo sino, también, producciones potentes y tradicionales como la italiana y la francesa. La otra cara es un problema nacional: la exhibición concentrada por completo en una sola industria, que no permite sino escasas e inservibles alternativas y que hace su negocio en íntimo contacto con las multinacionales de la distribución. La suerte del cine colombiano depende en un alto porcentaje de los intereses de una industria privada y esta industria es solo un fragmento de un potente grupo financiero, para el cual el hecho cinematográfico es solo un concepto abstracto y unas columnas de cifras. El Estado colombiano no tomó en cuenta estas condiciones al crear a Focine y se lanzó así a la absurda aventura de financiar un número relativamente grande de películas, para las cuales desde el principio no había prácticamente ninguna posibilidad de ser distribuidas y exhibidas, incluso si hubieran tenido verdadero apelo comercial.

Es, pues, comprensible la esquizofrenia absoluta en que debe moverse un realizador de cine en Colombia frente a las condiciones mismas que el medio le ofrece. Con frecuencia la compulsión es la de hacer cine, hacer una película sea la que sea. Para poder llevarla a cabo, entonces, no se puede partir de una idea que se considere importante o de una declaración personal, o de una expresión estéticamente válida, sino que hay que buscar un tema pensando de antemano, primero, en el número posible de espectadores, segundo, en lo que pueda convencer a los distribuidores para que la pongan en sus bodegas y tercero, en que contenga algo que logre mover a los exhibidores a prescindir de uno o dos días de Chuck Norris, Stallone o Robocop, para dar paso fugaz a esta cinta colombiana “afortunada” en una sala que la verá morir prematuramente. Las demás nacen muertas: en la mayoría de los casos la dolorosa actitud de partida de un productor y de un director incluye el reconocimiento de que, con mucha probabilidad, su película no tendrá jamás ni siquiera estas mínimas posibilidades. Por ello resulta más patético aun el esfuerzo de adobar la obra con elementos taquilleros, de sacrificarle verosimilitud u honestidad frente al tema o los personajes, a dos o tres fórmulas banales y probadas. En ello los realizadores son como ovejas intentando congraciarse con sus verdugos, a pesar de saber de antemano que el matadero no lo eludirán con nada. Cine Colombia, ¡los que van a morir te saludan!

Frente a estos intentos no faltó el esfuerzo por hacer algunas películas de prestigio y respetabilidad, cuyos problemas de distribución y exhibición eran aproximadamente los mismos pero que contaban con una salida de honor de algunas perspectivas económicas: los festivales internacionales y la ocasión que estos ofrecen de limitadas distribuciones en el extranjero. Algunas de estas cintas lograron el objetivo, no carente de importancia, de poner a Colombia en el mapa del cine, algo que hasta entonces solo habían logrado las producciones marginales y de agitación política. En esta política puede contarse la esperanza puesta en las coproducciones, una forma de cine que solo en muy pocas ocasiones ha obtenido un resultado final que pueda llamarse cine colombiano.

Después de la gran euforia inicial y en medio de la producción, de hecho, de un número de películas nunca visto antes en Colombia, vinieron la crisis de reconocimiento, las acusaciones, la burocratización, la inestabilidad laboral, los intereses políticos, las fórmulas a medias y, finalmente, una parálisis de la que no se acierta a salir. La idea de producir masivamente mediometrajes para televisión buscaba, ante todo, una reactivación del aparato productivo. La ausencia de las presiones de taquilla permitió que, después de unos cuantos ensayos ineptos, varias de estas películas lograran un nivel de interés temático y de calidad de lenguaje que estaba ausente de la mayoría de los largometrajes para cine. Pero estas cintas siguen siendo híbridos cuya existencia se limitó a una sola exhibición inadecuada en los canales de televisión y cuya posterior circulación está severamente impedida por su estructura misma.

A este intento de buscar nuevas soluciones se han añadido otras, como la creación de lugares alternativos de exhibición, donde eventualmente el cine colombiano encuentre un mejor tratamiento (algo que en la práctica no ha tenido lugar), el apoyo al estudio del cine en facultades de comunicación o, incluso, una escuela de cine en todo el sentido. La nueva administración de Focine busca restablecer la respetabilidad después de los escándalos, con propuestas tan problemáticas e inútiles como asignarles a los concursos de guiones temas fijos, obviamente tomados de la literatura, como en los viejos tiempos del Film d’art cuando la presencia de Mounet-Sully o Sarah Bernhardt eran la garantía de no estar trabajando en algo indigno. Todas estas cosas, fruto de inepta buena voluntad, resultan ineficaces por la misma razón que anotábamos al principio: la falta de un concepto global, de una reflexión acerca de lo que se pretende con el cine colombiano y cuáles de las actividades que crean imágenes en movimiento requieren apoyo, fomento o subvención y por qué razón. La escuela de cine, por ejemplo, presenta gravísimos interrogantes si se piensa que los eventuales egresados reforzarán las filas de frustrados y desocupados del cine y que será casi imposible mantener el nivel técnico y académico que una institución de esta clase de regular calidad requeriría, sin una inversión gigantesca que sería, también ella, altamente cuestionable.

Esta necesaria concepción global que hasta ahora no existe, implica una mirada nueva y diferente acerca de los medios audiovisuales, su interrelación, sus posibilidades futuras, la tecnología de su producción y su difusión. Ello exige, ante todo, un claro concepto, una política estatal lógica de los medios, de su función en nuestra sociedad y, sobre todo, de cuál tarea le concierne al Estado en esta red de técnicas cada vez más interconectadas e inseparables. Hacer independientemente una política cinematográfica, una política televisiva y una política de prensa resulta hoy obsoleto, multiplica esfuerzos y malgasta recursos. Es llamativo que en Colombia la televisión sea ya una especie de unidad sellada, donde labora un ghetto de personal técnico y “creativo”, casi completamente aislado de la gente que se considera “de cine”. Si esta logra entrar alguna vez a estos canales, se le exige que se adapte y “haga televisión”, lo cual no quiere decir que allí se practique un lenguaje “televisivo” verdadero y definido. En el manejo caótico del medio entre nosotros este lenguaje se reduce a una serie de manías y malos hábitos inveterados, imposibles de eliminar.

El ejemplo de la lucha de una institución del Estado, Focine, frente a otra institución del Estado, el Instituto de Radio y Televisión (Inravisión), con el fin de obtenerles un espacio de emisión a unas películas miradas como cuerpos extraños apenas tolerados en una programación es el mejor ejemplo de la miope y desinformada actitud imperante. A ello, naturalmente, ha llevado el que la televisión colombiana es, más que nada, un feudo de intereses políticos en lo “informativo” y una suculenta tajada de intereses económicos privados en el área del “entretenimiento”, factores que parecen haberla monopolizado y fosilizado para siempre y que hacen casi imposible una actitud distinta en su manejo. Los factores culturales y educativos están prácticamente ausentes de un medio que, solo teóricamente, es un servicio público.

Para los canales colombianos de televisión se inventó una estructura absurda que, entre otras cosas, no permite su utilización adecuada como vehículo de difusión de creaciones cinematográficas, ni colombianas ni internacionales. El esquema de celdas o espacios aislados (como un burdel donde se cede un espacio por horas), fruto del desafortunado sistema de licitaciones, hace que no pueda darse nunca una programación homogénea y equilibrada, una programación que tenga en cuenta a mayorías y a minorías y ofrezca espacios contrastados. Cada espacio inicia de nuevo la transmisión y todo se clasifica por medias horas, por horas o por rellenos mínimos de espacio.

El cine debe acomodarse a esta absurda camisa de fuerza del tiempo disponible, del bombardeo publicitario y del turno del siguiente programador que apremia. Nunca, con la limitada excepción de los “puentes”, se permite la variable elasticidad que puede exigir un determinado programa. Entonces lo que se llama programación termina siendo una colcha de retazos que une de modo muy casual unos espacios que sus “dueños” defienden, con todos los medios posibles, como propiedad privada y derecho adquirido inajenable.

Por esta razón la televisión colombiana, a diferencia de otras televisiones del mundo, incluso las peores y las más comerciales, no permite incluir al cine como parte esencial de su esquema. Por eso mismo no ha contribuido nunca a una capacitación del espectador en el lenguaje cinematográfico más elemental, antes bien, ha destruido el conocimiento de ese lenguaje que generaciones anteriores poseían sin ningún problema. El esperanto repetitivo de las series americanas, la primitividad absoluta del lenguaje de las telenovelas y la manipulación histérica de la publicidad no tienen aquí alternativa (a no ser la ocasional del cine de los “puentes”, con una selección de películas aleatoria, saltuaria, desorganizada e inútil en todo sentido).

El resultado de este sistema es visible y preocupante: en un teatro de la ciudad pude observar cómo la gente se enfurecía frente a Full Metal Jacket de Stanley Kubrick porque en determinadas ocasiones la cinta hace pausas y usa muy tradicionales fundidos a negro, que la gente toma como una falla en los proyectores. La hipotética exhibición de una cinta como Stranger than Paradise, con sus largas pausas en negro, podría motivar el incendio del teatro. Es el retorno a etapas anteriores al tren de Lumière. El teórico cinematográfico soviético Lotman, en su artículo “Cine y problemas de la estética cinematográfica” (citado por Sight and Sound a propósito de El Espejo de Andréi Tarkovski), hace una consideración que tiene mucho que ver con esta situación: “El arte no solo transmite información, sino que rearma al espectador por medio de la percepción de dicha información, creando su propio público. Una estructura compleja del ser humano en la pantalla hace a las personas en el público intelectual y emocionalmente más complejas. Y, al contrario, una estructura primitiva crea un espectador primitivo. Este es el poder del arte cinematográfico y en ello está su responsabilidad”.

Creo que al considerar el cine colombiano, o latinoamericano y sus eventualidades, no está bien limitarse solo a problemas de producción y de distribución, e incluso de estética y lenguaje y descuidar el estado de conciencia del público, las capacidades de recepción alteradas por los medios que ese público consume. La política estatal de comunicación, en la cual debe estar comprendido el cine, no solo debe ocuparse con que tal o cual cine, conveniente, adecuado y útil para los colombianos deba ser impulsado, sino intentar captar qué tipo de cine los colombianos están en capacidad de ver, en su actual estado de conciencia.

Lo que pretendía decir a este propósito es que, en este esquema de televisión, no puede haber un lugar natural, constante e integrado para el cine colombiano, ya que ni siquiera lo hay para el cine en general. Si se exceptúan los mediometrajes producidos por Focine y presentados en un programa “para iniciados” (aficionados al cine y no la gente común, interesada en lo que estas películas puedan contarle), solo uno que otro largometraje nacional ha encontrado el camino a las pantallas caseras y esto solo porque los programadores encontraron en ellos algún elemento asociable con el material que el televidente está acostumbrado a ver, por ejemplo actores familiares en telenovelas.

Películas como Cóndores no entierran todos los días, Canaguaro, Visa USA, El día que me quieras o Carne de tu carne y, mucho menos, viejos “clásicos” como El río de las tumbas o documentales independientes como Nuestra voz de tierra, años después de su producción, no han aparecido jamás en los televisores. Y siendo Tiempo de morir (the movie!) un subproducto del video televisivo, la versión en celuloide no obtendrá nunca la oportunidad de ser confrontada por los televidentes. Es posible que los programadores hayan buscado presentarlas alguna vez, pero es obvio que si los productores se plegaran a las ridículas ofertas de dinero que aquéllos les hacen, esa exhibición sería más una intolerable humillación que un servicio al cine.

La pregunta es, entonces, si es necesaria o siquiera posible una industria cinematográfica en cuanto tal, en un país donde no ha existido antes y no se ha contado con la debida infraestructura o si, en su lugar y sin tener que quemar etapas ya superadas, puede partirse de un esquema diferente para la producción de imágenes en movimiento. Que estas sean necesarias basta deducirlo de su constante utilización y consumo, aunque en esta avalancha de imágenes el cine en cuanto tal, en su forma tradicional, representa solo una proporción muy pequeña. Se trataría de reemplazar esa industria por una estructura abierta de producción donde las opciones técnicas sean diversificadas, de acuerdo con las intenciones y posibilidades de cada proyecto y con el público al que se pretenda dirigirlo.

A esta estructura es necesario que corresponda una, igualmente abierta, de distribución y difusión, una multiplicidad de canales donde lo que se realice encuentre sus destinatarios naturales, no necesariamente masivos. La ventaja de las nuevas tecnologías es, precisamente, que eliminan el concepto de comunicación masiva y permiten un acceso selectivo a los diversos sectores e intereses. Pero no se trata ahora de diseñar este esquema, sino de recordar que es deber del Estado reflexionarlo y proponerlo y no seguir permitiendo, como hasta ahora, que las nuevas posibilidades mediales —el video, el satélite, el cable, la técnica láser, la fibra óptica— invadan el país de modo totalmente turbulento y caótico, sin prestarle a la nación el verdadero servicio que de ellos puede reportar y permitiendo que se pongan, finalmente, al servicio de intereses privados astutos y orientados por la ganancia.

Colombia fue uno de los primeros países donde el video casero invadió los hogares y, hasta ahora, no existe prácticamente ninguna utilización educativa, cultural o informativa que se sirva del medio. Focine no ha sido capaz, hasta ahora, de crear una distribución propia y organizada en casetes de los propios productos creados con su financiación. La proliferación de antenas parabólicas, instaladas sin criterios y contra todo derecho, no ha hecho más que multiplicar el flujo de las peores telenovelas, intensificando los más negativos esquemas de recepción y en nada ha promovido alternativas o enriquecido la información y la cultura.

Es notorio ver el estado de abandono en que el país tiene a la televisión educativa, mientras que las programadoras comerciales inflan su nulidad con inversiones millonarias. Y, sin embargo, en buen número de los programas de esa televisión educativa uno siente una creatividad, un aliento, una inteligencia y un potencial que están ausentes de la programación principal y que no se despliegan como es debido solo por la pobreza de recursos a la que se los somete. Algo semejante podía observarse en el canal regional de televisión de Antioquia en su primera época.

El fomento de ese talento, de esa creatividad, de esas ideas debe ser el objetivo de una institución que, en mi opinión, debe dejar de centrarse exclusiva y estrechamente en el cine-celuloide y comenzar a promover intensamente una actividad audiovisual que tenga objetivos culturales y relevantes. Culturales porque, a diferencia del cine comercial, la televisión comercial no requiere fomento sino control y organización.

Claro que la apertura a una concepción más amplia de la actividad audiovisual no la limita a aquellas cosas que aparecen “importantes”, “didácticas”, “artísticas” o culturales. Tal vez por insistir en lo urgente de ese uso de la imagen no he recalcado suficientemente el otro, en el cual está incluido “el cine nuestro de cada día”, el que nos permite disfrutar del lenguaje cinematográfico en creaciones que producen placer, que activan nuestra emoción, que nos hacen reír y llorar, que concentran nuestra entusiasmada atención en el antiguo goce de escuchar historias e identificarnos con ellas y sus personajes.

Otra de las constantes paradojas en este tema es que el cine colombiano, y en general el latinoamericano, pese a provenir de una región del mundo con notabilísima literatura, tienen dificultades evidentes en contar historias por medio del cine. En mi opinión es esa misma tradición literaria, retórica en su peor forma, lo que les cierra el camino a historias puramente cinematográficas, contadas con el insuperable grado de realidad que otorga la imagen del cine, con personajes vivos y reales que sienten, sufren y se alegran y en quienes podamos leer o proyectar nuestras propias circunstancias. Una literatura de paisajes, de mitos, de metáforas, de fantasía y de juegos de lenguaje, de objetos que no significan lo que son sino alguna otra cosa, resulta menos adecuada al cine de lo que podría pensarse.

Los mitos literarios se ven en pantalla acartonados, falsos, intolerablemente simbólicos. El síndrome García Márquez ha resultado canceroso para el cine latinoamericano, para el que los europeos han hecho sobre Latinoamérica y particularmente paralizante para el colombiano, que después del premio Nobel se siente inhibido para contar historias simples, cotidianas, sencillamente directas o de complejidad realista y psicológica, y se siente obligado a acudir al legendarismo trascendental cuando sus intenciones son las de hacer arte cinematográfico.

Este síndrome es el que lleva a las instancias burocráticas a querer convertir nuestro cine en una ilustración de nuestras glorias literarias o patrióticas, a buscar compulsivamente “grandes temas” pensando que solo ellos le darán carta de nobleza al cine colombiano y que el nombre de un premio Nobel en los créditos es la clave para abrirnos festivales y distribución internacional. Es un error que se ha cometido una y otra vez en muchos países desde las primeras décadas del cine, apadrinando con nombres como los de D’Annunzio o Bernard Shaw películas que a duras penas recuerdan los especialistas como referencia. En cambio los Ladrones de bicicletas y su mundo gris y cotidiano, sin realismos mágicos, dejaron una huella que nunca pudo emular ni de lejos su ya olvidada fuente literaria.

La inseguridad de esas instancias burocráticas en un campo que, como el del cine, conocen apenas los lleva a buscar apoyo en connotaciones ajenas. La insistencia en “versiones” y transcripciones literarias le ha quitado mucha flexibilidad al nacimiento de ideas fílmicas propias en Colombia

Pero uno de los aspectos más paradójicos de la inadecuada política de fomento en Colombia es que la actividad de Focine, más que impulsar, ha terminado estatizando la creatividad cinematográfica en el país. La empresa asumió dos formas, ambas problemáticas, de realizar su tarea. Por una parte se convirtió en una institución parabancaria, en una corporación financiera, de una manera que, en caso de ser necesaria, debió ser asignada a un ente especializado en préstamos y garantías. El cine, bueno o malo, necesita dinero y, para efectos de producción industrial de consumo y entretenimiento no tiene nada de reprochable financiar un proyecto que ofrezca rentabilidad y cuya inversión sea recuperable. Los millones prestados por Focine a proyectos insignificantes desde todo punto de vista y cuya inversión no pudo ser recuperada de ninguna manera muestran claramente lo inadecuado de la institución para llevar a cabo este tipo de operaciones.

Por otra parte, se creyó que un instituto cinematográfico estatal debía asumir las funciones de mogul, posar de empresa de iniciativa privada cuyo capital le permite intervenir, dirigir, poner condiciones, elegir temas, dictar, como cualquier Harry Cohn o Louis B. Mayer. Esta actitud resultó fatídica y, desgraciadamente, se sigue ejerciendo de una manera u otra. Es la que mueve a decirle a un director que “el tipo de películas que usted hace no nos interesa en este momento”, o “ponga a tal o cual actor en lugar de este”, o “este tema no parece conveniente por ahora”. Es el estilo que impone temas fijos para concursos, como “exaltación de los valores nacionales” o “película oficial para celebrar el centenario de La vorágine”, en forma de mecenazgos generosos surgidos del capricho de algún burócrata. Un modo que impide la creación de un mecanismo bien organizado y libre en lo posible de intervención ideológica, que le facilite a la libre creación su ejecución práctica. Esta pose de productora única, casi siempre con un “zar” del cine en su vértice cuya benevolencia hay que conquistar, ha hecho de Focine una especie de UFA de mala muerte, donde la libertad creativa se ve controlada y restringida por los que manejan un capital que no es suyo y en la que tienen voz, voto y poder decisorio personas que, en la mayoría de los casos, no tienen otra autoridad para juzgar un producto artístico que un casual nombramiento burocrático y político.

Esta situación, decíamos, es paralizante porque, al lado del multinacional de la distribución y del nacional privado de la exhibición, se ha convertido en un tercer monopolio, el tercer elemento monolítico y de dificilísimo acceso de la estructura del cine colombiano. El Focine productor ha inhibido la existencia de la producción privada colombiana casi hasta la desaparición total. Los productores de las películas colombianas son, en realidad, productores ejecutivos de la única gran empresa productora. Esto significa que, en Colombia, fuera de Focine no hay salvación y que poquísimos han intentado la aventura de hacer un cine por su cuenta y riesgo, que es lo que debería ser la norma. La razón de ser de Focine debería ser el estímulo, el apoyo, el ofrecimiento de alternativas y condiciones favorables a estas producciones independientes. Así se evitaría el fantasma de un cine “oficial”, amañado y controlado pero con medios a disposición, opuesto a un cine libre pero siempre en las márgenes de la producción, siempre amenazando la no existencia.

Esta es, en mi opinión, la razón por la cual el cine hecho en Colombia en los últimos años ha contado con ciertas posibilidades técnicas y con condiciones de producción que otros países como el nuestro quisieran tener (sin que quiera decir que esas posibilidades y esos medios sean espléndidos) y, sin embargo, el resultado logrado está lejos de hacer que el país sea tomado suficientemente en serio en el contexto de la expresión fílmica mundial. Siempre me he preguntado por qué países como Perú y Bolivia tienen un récord de películas significativas y apreciables mucho mayor que el que puede ofrecer Colombia y creo que se deba a una mejor aplicación del esfuerzo individual y privado, a que en la producción de esas películas no meten la cucharada tan intensamente burócratas, políticos ni figuras culturales de prestigio. Es un cine de gente de cine hecho con sensibilidad de cineastas y no un cine con complejo de culpa que se pasa pidiendo padrinazgos.

Sabemos que la utilización del cine puede perseguir metas muy diferentes, desde las meramente instrumentales y pragmáticas, pasando por las del entretenimiento ligero hasta las de relevancia humana, política y estética. Estas últimas son casi siempre fruto de la expresión personal de un artista. Es claro que, si bien es necesario reconocer la existencia de las primeras formas y su relativa importancia social, es la última la que debe ser objeto prioritario del apoyo estatal. El primer tipo de cine está situado casi siempre en límites variables y contingentes, en el campo de lo que se consume y desaparece, y es en el segundo donde, casi siempre, surgen las cosas de valor permanente, llámense arte o como se quiera. Sucede, sin embargo, que es en ese sector de la creación donde suelen darse las estructuras complejas de las que hablaba el soviético Lotman. Debido a esta complejidad, este cine requiere una atención más intensa e implica un nivel de recepción más maduro y más difícil de encontrar. No tiene nada que ver con lo que se cataloga simplísticamente como elitismo o intelectualismo, pero exige un tratamiento especial y unas posibilidades distintas a las del cine, digamos, “de estructuras simples” y hasta “primitivas”. El esquema de distribución y exhibición existente no es adecuado para este tipo de películas y por ello se ven condenadas a la desaparición instantánea, en caso de que hayan logrado siquiera ser realizadas. Es cierto que Focine se ha esforzado por crear condiciones alternas, como ya lo dijimos, pero no basados en un análisis concienzudo y organizado de las posibilidades. Los circuitos alternativos no solo necesitan proyectores y silletería sino una filosofía, unas facilidades concretas de trabajo, una organización.

Distinto al cine de estructuras complejas o no siempre identificable con él es el cine de identidad colombiana, el cine que refleja la realidad nacional, colectiva o individual, el cine que rescata los modos de ser regionales y el espectro cultural del país, el que identifica valores y antivalores y asume una actitud crítica frente a la organización social, el que toma posición ante hechos concretos o ante vicios o virtudes permanentes, el que propone, sacude, polemiza, se indigna o entusiasma por cosas y hechos que para nosotros son identificables y comprensibles, el que parte de los elementos, imágenes y sonidos que tienen que ver con este país para crear propuestas estéticas, ideas, narraciones. Un cine de colombianos, fundamentalmente para colombianos, pero también accesible y comprensible en otras esferas y con una gama de posibilidades sin límite, solo circunscritas por las personalidades y las dotes de quienes en él se expresan.

Normalmente este cine debería despertar el interés de nuestros espectadores y resulta obvio decir que, si no lo hace, ello se debe al condicionamiento de la recepción creado por los medios comerciales y a la situación de absoluta desventaja en que se encuentran estas películas frente a la difusión y propaganda masiva del cine de las multinacionales. Colombia ha tenido siempre una conciencia muy escasa de su memoria cultural, particularmente en lo que a imágenes se refiere. Es un país retórico donde no se confía sino en la palabra, mientras más demagógica mejor. Recientemente esa retórica “de la palabra”, como en todo el mundo, se ha ido desplazando en buena parte hacia la retórica visual y ya hemos comenzado a elegir gobernantes exclusivamente por lo que proyectan en la pantalla chica, después de un intenso entrenamiento con los productos de consumo doméstico (Andrés Pastrana). Estas imágenes son, sin embargo, estereotipadas, de lectura primitiva, casi cifras. Por otra parte, la televisión sigue siendo parlanchina hasta el exceso (en Colombia, desde su comienzo hasta hoy, ha sido solo una extensión de la radio) y la manipulación de ella proviene ante todo de la palabra (¿cómo se explica, si no, que personajes como Pacheco, con una componente visual nula, se impongan en la conciencia de la gente?).

Es una imaginería colombiana legítima lo que falta, un mundo visual que nos identifique, de un modo equivalente al que poseen México, Perú o Brasil. Es notorio que, si bien tenemos pintores de reconocimiento internacional, estos producen por lo general imágenes indiferentes a la realidad nacional, sofisticaciones para el mercado internacional del arte (con excepción del período iluminado de Botero en el cual, realmente, pintó a Colombia). Solo en los últimos años una exposición de la fotografía colombiana reveló una imagen concreta de Colombia en el último siglo y en fotógrafos como Melitón Rodríguez comenzó a ser posible rastrear rasgos de identidad nacional en la expresión artística, que el cine no ha sido casi nunca capaz de producir.

La atención a este campo sería una tarea fundamental de Focine y tiene dos aspectos. El primero es el del apoyo a un tipo de producciones que reflejen de manera auténtica la realidad nacional, no imágenes oficiales, folclóricas o promocionales, no cuadros “típicos”, ni costumbrismo, ni tampoco antropología gélida. Mucho menos lo que anotábamos antes, un cine de “valores nacionales” por concurso o con la intervención controladora del mogul cinematográfico del Estado. Se trata de montar una antena sensible al tipo de talentos que producen estas cosas y brindarles un apoyo especial, por la simple razón de que se trata de obras que no funcionan bien en los esquemas de consumo normal de imágenes y necesitan una producción, una distribución y unos canales de difusión cuidadosamente preparados, y porque, por lo general, no son lo que se llama “rentables”.

El otro aspecto, más importante de lo que normalmente se cree (Focine ha colaborado exiguamente en este campo, pero considerándola actividad secundaria), es el del rescate del patrimonio visual, no solo el fílmico, del país. De acuerdo con la nueva concepción que planteábamos al comienzo, es necesario borrar las fronteras entre los diversos medios audiovisuales y evitar la multiplicación de esfuerzos en este campo. La gente que, en parte con mucha seriedad y con enormes logros, se ha dedicado a rescatar el patrimonio fotográfico es distinta a la que está empeñada en crear un archivo fílmico; y cuando alguien adquiera conciencia de que hay que organizar seriamente lo que va quedando del pasado en grabaciones magnéticas de imagen y sonido y también en registros discográficos, será de nuevo de otra gente y se creará una institución diferente. ¿No sería más importante crear una sola institución con departamentos especializados? La historia de la fotografía colombiana existe y tiene valores apreciables. La del cine es compleja, irregular, difícil, desalentadora, pero tiene un cuerpo. La televisión tiene treinta años de historia continua que deben ser documentados con sus propios medios y no solo como descripciones y referencias en textos escritos.

En todas estas imágenes está nuestra memoria visual. El esfuerzo de la Fundación Patrimonio Fílmico es apreciable, pero da la impresión de que Focine no comprende suficientemente su importancia y de que otros miembros fundadores, como Cine Colombia, no toman demasiado en serio la urgencia que hay en muchos materiales. Es necesario crear legislaciones de depósito que garanticen una permanencia a lo que se haga de ahora en adelante, es necesario que las poquísimas obras claves de nuestra cinematografía sean restauradas antes de que se pierdan definitivamente y que se trate como un tesoro valioso todo registro visual del pasado, aunque nunca haya pretendido ser arte ni en realidad lo sea. Hoy resulta dificilísimo tener acceso a las pocas películas que han buscado adecuadamente plasmar nuestra imagen en la pantalla. Sería necesario contar con ellas para discutirlas, criticarlas, para usarlas como guías de lo que puede seguir haciéndose.

Pienso en obras nacidas de la curiosidad y del deseo de experiencias nuevas como Bajo el cielo antioqueño. En los pocos minutos que hoy son accesibles se ve una voluntad narrativa y, sobre todo, se reflejan necesariamente nuestras ciudades de los años veinte, su gente, sus contradicciones. Pienso en La canción de mi tierra, llena de graves defectos pero con imágenes entrañables y de la cual, desde la vez en que la conocí proyectada, hace unos diez años, se ha perdido definitivamente por lo menos un rollo. Pienso en los noticieros de los hermanos Acevedo y en los posteriores de Lizarazo, Romani y Camilo Correa, libros de historia incorruptibles, imágenes de hechos que son importantes para nosotros y que organizados e inteligentemente puestos a disposición de los colombianos son material invaluable. Pienso en José María Arzuaga cercano y lejano, ese español en cuyas películas problematizadas por la falta de producción adecuada y por la primitividad de los medios aparece de cuerpo entero la Colombia de los años sesenta, en personajes y ambientes que reflejan maravillosamente y sin afeites nuestra realidad. Pienso en Jorge Silva y Marta Rodríguez y su pacientísimo acercamiento a la realidad, en el juego subreal de La langosta azul, en la promesa cinematográfica frustrada percibida en Angelita de Andrés Caicedo, en la estimulante insolencia de Oiga, vea, en el talento exuberante e irregular de Carlos Mayolo, en Cuartito azul, en el admirable proceso autodidáctico de Víctor Gaviria, en los momentos en que Pepe Sánchez o Lisandro Duque abandonan sus manías inveteradas y logran expresar de modo potente a nuestra gente...

Y pienso en muchas otras cosas semejantes que no alcanzo a registrar aquí. Eso es patrimonio fílmico y está estrechamente conectado con el fomento de la producción y la exhibición de nuevas películas. En realidad, es inseparable de él.

Al tener a Focine como fondo de estas reflexiones no hago sino afirmar que creo en su importancia o, mejor, en su necesidad. Su creación fue un acierto y un paso gigantesco y su disolución implicaría un imperdonable retroceso. En el panorama mundial se ha llegado a la situación de que ningún cine que no sea el de los Estados Unidos puede prescindir de la intervención y el apoyo estatal. La invasión masiva e indiscriminada de los productos norteamericanos a nuestros países ha llevado, incluso, a hacer desaparecer casi por completo la exhibición de películas antes siempre presentes, como las francesas, las italianas y las británicas, ha vuelto definitiva la ausencia de las de otros países y hasta ha confinado a un cine sin competencia en su sector, como el mexicano, a la condición de ghetto en las orillas. Naturalmente que este sistema le cierra por completo su propio territorio al cine latinoamericano y es el causante de que los esfuerzos colombianos de producción se desalienten por completo y no alcancen nunca a aquellos a los que están destinados.

Un instituto de cinematografía y fomento al cine no es, pues, un capricho que malgasta los recursos del Estado en hacer paternalismo con los que quisieran pasarse la vida jugando con una cámara. Es un asunto que tiene que ver con la imagen que el país tiene de sí mismo, con la posibilidad de que algún día pueda mirarse en un espejo auténtico y no en las distorsiones de los ajenos. Es la necesidad de hacer posible un medio que es instrumento no solo de arte sino de información, de expresión política, de registro histórico y de actividad educativa.

Para que funcione adecuadamente debe ser un instituto técnico especializado, en el cual los análisis de situación y las decisiones estén basados no en intuiciones de buena voluntad ni en juegos de azar, sino en conocimiento serio de los medios y de la sociedad en la cual se aplican. Esto solo se puede obtener con un equipo equilibrado de artistas, técnicos y administradores con experiencia en el campo y dándole a la entidad una agilidad fuera de las clásicas e inmóviles estructuras burocráticas y, por supuesto, al reparo de las cuotas políticas. Lo que esta entidad hace en realidad, que es administrar dineros recaudados para ser aplicados en la actividad cinematográfica, exige una presencia fuerte pero técnica y organizada de los cinematografistas y unos mecanismos a través de los cuales ellos puedan hacer efectiva su participación en las políticas y las decisiones. Todo ello suena utópico, tan utópico como siempre ha sonado el establecimiento de una cinematografía nacional viva y activa. Sin embargo es necesario ponerla como meta si se quiere que la expresión cinematográfica tenga futuro en Colombia. Y es necesario tenerla en cuenta como una nueva paradoja, esta vez creativa y necesaria: en el país habrá que hacer películas que, al mismo tiempo, prescindan de Focine y dependan de Focine. Que prescindan en el proceso creativo, que puedan surgir sin intervenciones ni decisiones ajenas a las de sus creadores y que reciban de Focine las ventajas de una estructura, de una organización, de unas políticas que garanticen esa libertad creativa. Que así sea.

Publicaciones parciales: Magazín Dominical de El Espectador, N.o 271, 5 de junio de 1988; Suplemento Dominical de El Colombiano, 12 de junio de 1988

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