Читать книгу Páginas de cine - Luis Alberto Álvarez - Страница 13
ОглавлениеEl obispo llega a Apartadó de Víctor Gaviria
La documentación de una esperanza
En estos días en un foro realizado con motivo de la presentación de una muestra de noticieros de los hermanos Acevedo, se diagnosticó que el documental estaba en peligro de muerte inminente, en la clínica del siempre moribundo cine nacional. Recuerdo que una vez una directora de Focine afirmó ante la prensa, con toda la boca, que el cine colombiano estaba haciendo progresos evidentes, ya que había disminuido considerablemente el número de los documentales y aumentado el de las películas argumentales. En realidad, si la cosa ha de medirse por las opciones fáciles e indignas que rigieron durante la mal nacida época del “sobreprecio”, puede decirse que el término documental alcanzó un desprestigio tan grande, que uno se sentiría tentado a apoyar a la dama. En manos de aprovechados sin talento que producían engendros de diez minutos como tortura inicial de las películas de los teatros, el cine colombiano bajó a abismos insondables de estupidez y falta de sensibilidad. Paradójicamente, fue el cine documental, particularmente el de Marta Rodríguez y Jorge Silva, la única forma cinematográfica que logró poner a Colombia en los mapas de la historia del medio y, con pocas excepciones, la única que ha producido obras permanentes amén de un testimonio auténtico de ciertos aspectos de nuestra realidad.
El problema del documental es, fundamentalmente, que se le niega un espacio y que es tratado con absurda negligencia y desinterés por las políticas de fomento. En el panorama actual de los medios solo la televisión está en capacidad de difundir ampliamente este tipo de cine, pero la estructura que domina la nuestra hace casi imposible que se interese por algo más que simples reportajes de consumo rápido, imágenes completamente prescindibles de una realidad de suyo compleja y llena de posibilidades. Los canales regionales se prestarían a la producción y difusión del documental de buen nivel mucho mejor que los nacionales. Estos últimos han centrado su encargo público en miserables telenovelas, en indigestiones deportivas, en concursos para débiles mentales y en noticieros histéricos y desinformadores. El problema de la televisión regional es que ha decidido emprender este mismo camino, porque lo financiero ha ido bloqueando gradualmente lo que fuera creado con fines sociales, educativos e informativos. Sin embargo, vemos que las posibilidades no se han extinguido por completo, pese a las fuertes limitaciones. Esta semana un nuevo programa de Augura en Teleantioquia reveló cómo la información en imágenes puede adquirir cualidades de valor permanente, puede llegar a ser arte y elevar, de repente, el nivel de una programación bastarda y rutinaria. El documental de la productora Tiempos Modernos sobre la creación de la nueva diócesis de Apartadó y la llegada del nuevo obispo es una hermosa pieza de cine cuyo valor va más allá de lo periodístico inmediato (como lo habían sido ya la película de Iris sobre Armero y sus contornos después de la avalancha y la excelente Son del barro, lo que prueba que hay ya una cierta manera de mirar, una cierta escuela documental llena de talento y de fuerza expresiva).
El documental sobre el obispo de Apartadó, dirigido por Víctor Gaviria, no es una yuxtaposición de tomas casuales, unidas por una “edición” saturada de entrevistas banales, cosidas con “insertos” como diapositivas pintorescas. No es, ni mucho menos, la puesta en show de un periodista, micrófono en mano, obstructivo e inoportuno, pegado como con un cordón umbilical a una cámara trastabillante manejada por alguien a quien no le importa lo que sucede frente a ella. La concepción de este documental es de una clara simplicidad, en la cual cada imagen sabe exactamente lo que quiere expresar. Hay una idea de base desde el principio y es que la llegada del obispo es para la región y para sus gentes un símbolo de esperanza, de identidad, algo que adquiere un significado nuevo frente al caos y a la desesperación que ofrece lo cotidiano. Es hermoso cuando un niño sonriente pierde de repente la sonrisa e intenta decir muy seriamente cuál es la situación problematizada del lugar donde vive. La cámara no cede a la tentación de “denunciar” situaciones de miseria ni a la pornografía de la violencia. Los seres humanos y los sitios donde habitan son mirados con una enorme ternura. Su pobreza es presentada con una enorme dignidad y sus ojos revelan una enorme carga de humanidad, de nostalgia y de deseo de lo mejor. En este contexto lo religioso no aparece como una alienación sino como un aglutinante, como una manera de responder a la inhumanidad. Y esta religiosidad que une, que hermana, la vemos a través del pueblo, de los sacerdotes y también de comunidades como la evangélica que practican su confesión insertados en la misma realidad.
Toda la primera parte del documental es la preparación, la expectativa, las amplias y hermosas llanuras recorridas con mirada positiva, es la gente. Es, además, la mirada de alguien que contempla con admiración y enorme respeto esta realidad. Las bandas de guerra, el locutor de la emisora local, los niños, los sacerdotes, los evangélicos están plenamente en su ambiente, no son temas folclóricos, ni se exhiben con el usual estilo periodístico “a lo Yamid Amat”, mirándolos por encima del hombro y convirtiendo todo en telón de fondo de su propia pedantería egolátrica. Esta sencillez se mantiene incluso en la parte oficial. Cuando los obispos invitados descienden del avión la cámara capta sus rostros no como los de “personajes importantes” sino como los de seres humanos en los que es posible percibir una calidez. En la banda sonora se escucha lo que se dice, sus saludos y sus timideces e incluso el director nos distrae hacia la imagen aparentemente banal de las maletas que son bajadas del aparato, como recordándonos que también ellos tienen sus efectos “personales”, como manteniendo el sabor de lo familiar. Hay un tono de alegría auténtica en esta escena, tantas veces repetida en noticieros, pero que aquí tiene otra perspectiva.
Cuando, finalmente, aparece la imagen del obispo, siempre presente en la mente hasta este momento, pero a quien no habíamos visto todavía, el beso a la tierra cobra un significado nuevo, no como repetición de algo que se ha vuelto costumbre, sino como gesto íntimo y significativo de alguien que va a dedicar su existencia a una tarea terriblemente difícil y arriesgada, en una región con un presente inhumano y un futuro amenazado, pero que no ha dejado de creer en el bien. La calidad de esta película logra transmitir lo que es tan escaso en las informaciones comerciales, la emoción verdadera, lo que pasa por la mente de aquel de quien se está informando.
Este tipo de documental requiere, naturalmente, una técnica diferente a la de un noticiero. Es necesaria una presencia larga e intensa y el registro de mucho material, del cual se pueda hacer después, con gran cuidado, una selección, un verdadero “montaje” cinematográfico y no una “edición” aleatoria. Son necesarias muchas imágenes y que estas imágenes sean contempladas largamente y con sensibilidad, descubrir el alma que late en ellas. Este es el secreto de los grandes documentalistas. Una limitación muy grande está en el uso del video, la única técnica accesible actualmente a nuestros documentalistas. Estos aparatos electrónicos son un equipo pesado, poco flexible en todo sentido, que registra imágenes de mucho menor profundidad y atmósfera que las que da la película de cine y que por ello mismo dificulta desplazarse con rapidez, improvisar, buscar momentos privilegiados y captarlos in fraganti. La disponibilidad de material y de laboratorios para cine en 16 mm, ideal en muchos sentidos en un país como este, sería el mejor regalo y el instrumento más adecuado de expresión para nuestros cineastas. Focine debería asumir la creación de estas posibilidades, que son mucho más importantes para el país que las grandes coproducciones o las escuelas de cine, porque serían fuente de memoria visual de la nación en la más digna manera. El 16 mm sigue siendo el formato de producción de los mejores documentales del mundo y de las producciones más importantes de la televisión. La cámara de video se emplea solo para estudio o para información rápida de noticias donde la fuerza de la imagen no juegue un papel importante. Las tres películas que mencionamos, esta del obispo de Apartadó, Armero: crónica de una tragedia de Juan Guillermo Garcés y el Son del barro de Carlos Bernal y Beatriz Bermúdez serían mucho mejores y, además, mucho más accesibles, incluso internacionalmente, que no confinadas al ghetto del video y condenadas a un paso efímero por las ondas televisivas y, tal vez, a ser borradas cuando alguien necesite urgentemente un casete. Sugeriría que estas tres cintas y otras como Lunes de feria de Juan Escobar y María Regina Pérez y alguna más que no recuerdo o conozco (a lo mejor algunas de Cali o la Costa), obtengan una más amplia difusión y sean analizadas en sus interrelaciones, como ejemplo de una escuela documental nacida de la televisión regional (a veces obstaculizada y censurada por ella), pero que es uno de los pocos fenómenos prometedores del cine reciente colombiano.
El Colombiano, 28 de agosto de 1988