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Las cuatro direcciones
Оглавление¿Por dónde empiezo para mentar las máscaras?
Me rodean, aun estáticas están vivas. Yo también estoy viva y así andamos, comunicándonos. En mi estudio saludo a las cuatro direcciones como corresponde al ritual y me asombra la distribución que el azar ordenó atendiendo a la disponibilidad de espacio. El estudio es en realidad un gran galpón; mi casa supo ser una pequeña fábrica de ductos para aire acondicionado, abandonada y astrosa cuando la conocí. Amé a primera vista el galpón de chapas, atiborrado de escombros. Los demás no importaba; horrible como era sabía que tenía potencial sin excesivo gasto. No en vano viví en Nueva York y asistí a las transformaciones de los espacios industriales en el Soho. No podía aspirar a tanto, claro que no, pero este galpón...
Hoy las paredes están semicubiertas por bibliotecas; hay cuatro ventanas que llegan hasta el piso, dos puertas de vidrio. A lo largo de los años las máscaras fueron encontrando sus variados lugares y acabaron colonizando el territorio. Reinan por sobre libros, ventanas, piano y muebles varios. En lo alto. El azar ha ido colocándolas atendiendo a los puntos cardinales –grosso modo, porque hay mezclas y ellas siempre están dispuestas al cambio–. Hoy los diablos están al sur, la mayoría de las máscaras mexicanas al norte, al este las de África y las de Oriente al Occidente. El mundo dado vuelta.
Es así como ofician las máscaras.
Cada una de mis máscaras es para mí como un libro. Me cuenta muchas cosas, algunas más interesantes, fascinantes, novedosas que otras. Hay coleccionistas de libros que buscan incunables, primeras ediciones, libros de artistas. Yo busco historias en las máscaras, y no me importa si lo que consigo es algo así como una edición de tapa blanda.
Por menos valiosas que sean las máscaras de mi colección, nunca me las he endosado ni siquiera para probármelas. Como suele decirse hablando de otro tema, les tengo tanto respeto que no las toco.
Una amiga en Nueva York tiene una máscara “Cara falsa” de los indios iroqueses. Dice la leyenda que esos seres anduvieron recorriendo nuestras tierras hasta que se toparon con la pared del fin del mundo, por eso siempre tienen la gran boca y la nariz torcidas. El certificado de autenticidad que acompaña a la máscara, curiosamente enternecedora, dice lo siguiente:
FALSE FACE, máscara de danza ceremonial usada para curar a la humanidad de ciertas aflicciones, para prevenir futuras enfermedades y, ubicada al aire libre, para desviar los vientos destructores. A pesar de que este Ayudante no ha sido ungido, sería groseramente inadecuado darle un uso espurio en una danza simulada o de cualquier otra forma. Ha adquirido usted un objeto de gran significación para el pueblo iroquoi. No lo denigre.
¿Sagradas aunque profanas? ¿Qué son las máscaras?
Entre tantas otras posibilidades, son un viaje.
Para encarar estas narraciones sentí que se imponía hacer una ofrenda. Urbana y simple, pero necesaria. Al fin y al cabo, escribir sobre máscaras es una forma de calárselas y salir a bailar con ellas, devolviéndolas a la vida, porque la palabra confiere un nuevo aliento. ¿Y quién puede pretender entender las máscaras, abarcarlas en toda su miríada de significados?
Caleidoscópica la máscara, transformativa; performativa al igual que los verbos jurar o prometer, que con el simple enunciado ya realizan la acción. Las máscaras son así, prometen mucho y cumplen por demás, inesperadamente. Como las del teatro Noh −hay tres sobre la segunda ventana: un Okina, el viejo; una Onna-men usada por el onnagata, ese hombre que personifica a una mujer; un Otoko-men, el joven−. Son hieráticas solo en apariencia porque cambian de expresión con el más leve movimiento de la cabeza del actor. Si el actor mira ligeramente hacia arriba la máscara parece feliz, y triste cuando inclina la cabeza. Todo es cuestión de sombras. Casi siempre es cuestión de sombras con las máscaras.
Entonces, sin proponérmelo, encontré una forma simple de pedirles permiso y congraciarme con ellas para poder seguir escribiéndolas. Porque al pasar frente a una tienda de artículos autóctonos la vi, desatendida, desmerecida frente a unas primas putativas radiantes y nuevas, hechas para el turismo. Se trataba de una máscara chané, usada quizá en algún lejano pin-pin del chaco salteño y no destruida como exige el ritual. Estropeadita, la pobre; había perdido casi todas las plumas que le rodean el rostro, coronándolo. La compré a precio excesivo sin saber bien por qué, y medio arrepentida, ya en casa, entendí la razón, y con suma paciencia y cuidado fui reponiendo una a una las pequeñas plumas en los orificios preexistentes, y lo hice de forma metódica pero algo ecléctica, porque no usé plumones de ave como corresponde, sino breves y leves plumas de un verde vibrante que el azar había puesto en mi camino. Las plumitas esmeralda pertenecen a un pequeño plumero que encontré tirado en las calles de Nueva York tiempo atrás; me atrajo por el color; en principio lo adosé como penacho a otra máscara pero no le correspondía. Ahora sí, ahora corresponde perfectamente. Le robé muchas plumitas pero él es ubérrimo y no se nota. En cambio ella, la máscara, por fin reemplumado su contorno, cambió de expresión. La devolví a su lugar en una ventana y le nació una sonrisa interior, imprevista, y sus ojos que no están, que son dos simples ranuras, le brillan que es un gusto.