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La verdadera vuelta a la manzana
ОглавлениеViví diez años en Nueva York, de 1979 a 1989. Allí compré una que otra máscara africana, traicionando, pero no del todo, mi propósito de buscarlas in situ: Nueva York en la década del 80 era el ombligo del mundo. El ónfalo, al menos para mí, con todo su esplendor y las consabidas pelusas, lo más claro y también lo más oscuro a pasos de distancia. Tengo una máscara artesanal de papel maché comprada una noche de Halloween, esa fiesta de brujas que por las calles del Village estalla con toda magnificencia y locura creativa resumiendo lo que esa ciudad brinda en materia de imaginación, poder de síntesis y, como se pudo comprobar en el 2001 y por desgracia, capacidad premonitoria. Se trata de un rostro abstracto, verde turquesa con motas, que tiene dos largas orejas rectangulares en las que están dibujadas las torres gemelas; la nariz impactante de elevado puente tiene en la punta un pequeño rectángulo con un zapato dibujado. Bajo las orejas-torres gemelas y sobre la frente, la siguiente frase: “Después crearon lo que ellos llamaron civilización”, que se continúa con flechitas que descienden por el puente de la nariz hasta el zapato, para culminar a la altura de la boca con palabras lapidarias: “y le zapatearon encima”.
Simple comprobación de la polisemia, de la capacidad polivalente de las máscaras. Y de esa ciudad que todo el tiempo se redibuja y transforma.
Quedé imantada con Nueva York desde que la conocí por primera vez porque allí se daban los encuentros más sorprendentes. Por eso cuando en 1988 Roberta Allen, artista plástica y escritora brillante, me dijo con alegría que había recibido una beca para pasar un año en Australia me sorprendí. ¿Vas a dejar Manhattan por un país tan aburrido?, le pregunté. Aburrido en absoluto, me contestó, y me instó a leer The Songlines de Bruce Chatwin, el autor de En Patagonia, y conocer la sorprendente cosmogonía de los aborígenes. El mito de origen de esos pueblos se basa en el Dreamtime, el “tiempo del ensueño”, cuando los seres superiores emergieron del centro de la Tierra en lo que hoy es Australia y avanzaron creando el mundo por medio de su canto. Nacieron así las “líneas de canto” que cada tribu hereda desde hace más de cinco mil años. Cada aborigen, a su vez, hereda un tramo del paisaje y su parte del canto, y año tras año debe revivir el diseño dibujándolo en forma abstracta sobre la tierra con pétalos de flores y otros elementos naturales, y al menos una vez en la vida caminarlo cantando.
Casi ni había terminado la lectura del libro cuando Sandra Shotlaner, una de las dos únicas australianas que conocía entonces, llegó a la ciudad y me buscó. Estupenda dramaturga, Sandra había viajado con Eva Johnson, una colega aborigen (el término solo nos suena despectivo a nosotros, ellos lo reivindicaron con orgullo porque no hay duda de que estuvieron allí “desde los orígenes”), con quien tuvimos largas charlas. Eva me habló de los niños de su generación, arrancados a sus madres a los dos años para ser criados como “ingleses” en los orfelinatos. Ella recién al cumplir los 17 pudo salir de allí y reencontrarse con su hermano. Juntos buscaron y buscaron a la madre de ambos hasta encontrarla por fin años después, pero ya en su lecho de muerte. Es una historia que ahora a los argentinos, por causas aún más atroces, nos puede resultar dolorosamente familiar. Gracias a Eva Johnson entendí los repliegues de la identidad aborigen. Este pueblo originario del otro sur, casi en nuestras antípodas, debió redescubrir sus mitos y su ritos y las cosmogonías que lo unen a su tierra, y así volver a establecer las líneas de canto, recuperar el Tiempo del Ensueño. Y retomar sus sistemas totémicos, porque ellos no solo son los hijos de sus padres, son los hijos de la tierra y deben venerarla como corresponde, volviendo a cantarla. Es así de profunda su necesidad de pertenencia. Y deben recuperar los antiguos nombres, y los idiomas y lenguajes casi perdidos. Así ocurrió con la célebre Ayers Rock, la gigantesca roca monolítica −casi una montaña− que surge en medio del desierto rojo en el corazón de Australia, y a la cual los aborígenes lograron devolverle su nombre ancestral, Uluru. Eva Johnson la canta en un poema que lleva por título el nombre de su idioma también reconstruido, “Waka Waka”:
Aislada roca / que en silencio te yergues / para acariciar la tierra / mientras el agua de las lágrimas / acarrea antiguas historias / deslizándose por tus ríspidas grietas / hasta las cristalinas charcas / donde las mujeres cantan, lavan, danzan. / Ritualmente, / protege los secretos de tu ensueño.
Uluru, contó Eva cuando la conocí, era el nombre ancestral de la gran roca sagrada que no podía ser pronunciado porque acababa de morir el “heredero” de dicho territorio. Debían cumplirse los tres años de duelo antes de que otro pudiera sucederlo. También habían roto la tchuringa de ese hombre, la piedra que encierra el diseño del territorio que le corresponde a cada aborigen y que ningún blanco debe ver entera. Pero yo he visto tchuringas en el museo antropológico, le dije a Eva, y ella me preguntó con toda seriedad si en castigo por haber roto el tabú no me había golpeado la frente contra una pared hasta sangrar.
Así de rigurosas son las enseñanzas ancestrales. Opté por respetarlas desde ese momento; por eso mismo no cuento aquí ni en ninguna otra parte los secretos de las mujeres que me reveló Eva Johnson, secretos relacionados con la menstruación sagrada y con la circuncisión de los hijos varones.
Y paso a paso fue creciendo en mí la fascinación por las cosmogonías de ese pueblo solo primitivo en apariencia, al punto que el sábado 5 de noviembre de ese mismo año 1988, cancelé mis compromisos para pasar el día observando, en la Asia Society, Park Avenue y la calle 70, cómo un par de aborígenes australianos, por primera vez fuera de su país, dibujaban ceremonialmente las líneas de canto de su grupo totémico con tierras de diversos colores y pétalos de flores sobre el piso del escenario. Quizá por timidez, o más bien quizá para mantener el secreto de su línea, los abos no cantaban, pero el diseño que iban plasmando resultaba hipnótico. Todo el día duraría la confección del mapa, como un mandala tibetano o una pintura de arena navajo, por eso a la hora del almuerzo salí a buscar un bocado y tomar aire. Y ya que estaba crucé la bella Park Avenue,que hace honor a su nombre, y aproveché para ir al entonces llamado Center for Interamerican Relations (hoy Americas Society) a ver una exposición itinerante de huacos precolombinos, y ya que estaba, fui a la mansión de al lado, el Instituto Hispánico, a ver una muestra de Zurbarán, y después ¿por qué no? mientras el diseño aborigen iba lentamente avanzando crucé la calle 68 y entré al Museo de Arte Africano que allí estaba en esa época, y como esa misma noche tenía entradas para ver en Hunter College, a la vuelta de la Asia Society, unas danzas ceremoniales tibetanas (con máscaras, por supuesto), entendí que en la mágica Manhattan ese preciso día, yo y cualquiera que por allí anduviese, en dos manzanas a la redonda, podía recorrer los cinco continentes.
Mi sueño infantil quedaba cumplido. Eso sí, necesité cruzar la calle, cosa que nunca me había sido ni me volvería a ser tan provechosa.