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Vanuatu
ОглавлениеDe mis ínfulas exploratorias infantiles me quedaron las ganas de descubrir un país nuevo cada día. Un poco como Macedonio Fernández, que se proponía escribir una nueva novela antes de cada almuerzo. Siguiendo este magno ejemplo, lo de descubrir un país se puede lograr –se podría, de manera metafórica y con talento y entrega− si una escribe nuevas ficciones a diario. Cosa poco probable, si bien posible. En la dura realidad, en cambio, esa que nos hacen creer que existe, aunque Vladimir Nabokov sugirió escribir siempre la palabra entre comillas, en la cotidiana “realidad”, entonces, casi me sucedió en una ocasión.
Corría el año 1997 y descubrí un país: Vanuatu. No porque el pobre no existiera antes de mi llegada, sino porque no figuraba ni por asomo en mi atlas interno o el de quienes me rodeaban. Cosas de la ignorancia, dirán ustedes, y es cierto. Pero me temo que era una ignorancia compartida. Imagino unos cuantos lectores sorprendidos; Vanuatu, se preguntarán levantando una ceja, ¿con qué se come?
Pues se come con salsa mil islas, o al menos unas 360, que es el número que conforma el archipiélago, y se adereza con sales de los mares del sur. El Pacífico Sur para ser exacta, al sur de donde Gauguin enloqueció con los colores.
Los llamados ni-vanuatus no son polinesios, pero están a un paso de la Polinesia. Son melanesios, hablan cantidad de idiomas diferentes, se entienden entre sí en un esperanto nacido del inglés, con resabios de francés y hasta de castellano, que en otras regiones del mundo se llama pidgin y allí bislama.
Vanuatu significa “nuestra tierra” aunque según otros significa “tierra eterna”, o mejor aún “país que se mantiene en pie”. O quizá el significado sea bastante más complejo y nuestros banales idiomas occidentales no puedan captarlo del todo, y menos en un solo vocablo. Vanuatu a simple vista es un edén hecho de atolones de coral, rodeado de mares de mágicos y transparentes matices, con nativos cordiales. Esas islas fueron en su momento, y por largos siglos, las Nuevas Hébridas; pasaron de manos inglesas a francesas, alternativa o conjuntamente, y en una intensa si bien breve Guerra de los Cocos lograron por fin su independencia en 1980.
Viajé hasta allí desde Nueva Zelanda vía Fiji de ida y Nueva Caledonia de regreso. Mi meta era una isla del archipiélago, la segunda en tamaño: Malakula, nombre que saltó al frente cuando lo leí en la vidriera de una oficina de turismo en Auckland, Nueva Zelanda, donde había ido invitada a un simposio.
De inmediato asocié Malakula con máscaras, al recordar un artículo leído muchos años atrás en la National Geographic donde contaban, con deslumbrantes fotos, que los nativos de esa isla, de las (entonces) Nuevas Hébridas, montaban un teatro en la jungla para dirimir las vicisitudes y problemas de la tribu, armándose las más bellas máscaras con lo que la naturaleza tenía para ofrecerles. Entré sin dudar a la oficina de turismo, pregunté por Malakula para sorpresa del agente de viajes y compré el pasaje de Air Vanuatu decidida a volar en pos de unas máscaras y un teatro.
Los encontré por separado. Viajé sola y abierta al azar, como tanta otras veces. Es, o era, maravilloso navegar por el mundo sin los facilismos de navegar por internet. El mundo abierto a los descubrimientos, a aquello que va surgiendo en el camino. De lo inesperado brotan las grandes sorpresas, los mejores hallazgos.
No hay como perderse para encontrar/se mejor.
Pero no tanto, entendí en mi primera noche en Port Vila, la pequeña y vivaz capital del archipiélago. Avanzaba sola en lo oscuro por un descampado en pos de esa sala de teatro anunciada en el periódico local cuando se me ocurrió que quizá la caminata no era muy prudente que digamos... Volver atrás o avanzar, a esa altura, resultaba más o menos igual. Las palabras de Macbeth en una traducción abominable pero clara vinieron a mi mente: “Vasto lago de sangre me circunda/y ya de sus orillas tan distante/tanto da retroceder como ir avante”.
Con buen criterio opté finalmente por retroceder, y una vez de regreso en el hotel me enteré de que la función no estaba programada para esa noche sino para la siguiente, de ahí la ausencia de luz al final de ese túnel de oscuridad que era el descampado.
Wan Smolbag era el nombre del conjunto teatral, al que fui a ver sin problemas la noche siguiente para encontrarme con una comedia espontánea, actual, a cara descubierta y en cubierto idioma apenas inteligible para mí, el bislama.
Me consolé pensando que en Malakula me esperaba la verdad, es decir los misterios de esas islas remotas donde en el corazón de la selva se conserva lo que ellos llaman la kastom, la costumbre, es decir, los ancestrales ritos y los bailes. Y hasta la isla de Malakula partí en una avioneta al mejor estilo tercermundista, con bultos de mandioca que se nos caían encima en los pozos de aire y algún chancho vivo y maneado −pero debemos reconocer que en esa región del mundo el chancho es animal casi sagrado y su colmillo curvo figura en el pabellón nacional−.
Lo que me esperaba en Norsup, Malakula, era una cama en una habitación con otras nueve camas deshechas, ocupadas, en la única guest-house del pueblo. Yo había entendido rest-house cuando llamé desde Port Vila a Norsup para hacer la reserva e imaginé muy otra cosa, por eso decidí sacrificar mis últimos pesos locales e irme a un resort en Gualá. El resort resultó ser un conjunto de exiguos bungalows en el islote de enfrente, bello por cierto ante el mar increíble. Esa misma tarde no dudé en aceptar la invitación del joven gerente factotum del lugar para ir al kava bar, con el integrante masculino de la joven pareja de ingleses que eran los únicos otros huéspedes. Y con todo respeto tomé mi shell, el medio coco de kava, esa bebida levemente soporífera que ya había probado en Fiji sin más problema que el sabor a barro, y me alejé unos pasos del nakamal, ese mínimo quincho pomposamente llamado kava bar, porque sabía que es tabú que las mujeres beban kava bajo techo.
La kava, una bebida ritual, merece un capítulo aparte. En más de un sentido, porque cuando volvimos al comedor, la única choza (perdón, bungalow) con luz eléctrica, empecé a sentirme tan pero tan mal que el factotum local tuvo que prácticamente llevarme en brazos hasta mi choza privada iluminada a kerosén. Una vez en mi “bungalow” corrí el pequeño tronco que oficiaba de cerrojo para impedir que el viento abriera la puerta, y pensé que moriría allí mismo donde nadie pero nadie en el mundo sabía que yo estaba. Me acordé, por suerte, que la kava, siendo amarga, se contrarresta con lo dulce (la eterna compensación de los opuestos). Encontré un sobrecito de azúcar, lo tragué como pude y me tiré sobre el camastro a la espera de que el remolino me llevara a esferas menos zarandeadas. Y a la mañana siguiente me desperté totalmente fresca, asombrada de la confianza que esos melanesios tan distintos y distantes me despertaban, ya que me había quedado dormida sin resquemor alguno casi a la intemperie, no solo en medio de la selva sino sobre todo de la más feroz y desconocida borrachera. Y pude ir por la tarde con la parejita inglesa a la isla mayor a conocer a los big nambas, una de las dos etnias oriundas de Malakula.
El chief de Wala, que nos acompañaba, me explicó con todo orgullo la kastom local. Ellos pertenecen a la tribu de los big nambas del norte de la isla, mientras los small nambas viven más al sur, aunque ahora ya confraternizan y se entremezclan. Conviene aclarar acá que namba significa, ¿cómo decirlo?, “estuche peniano”: especie de canastita hecha con una hoja de plátano que muy púdicamente envuelve el órgano masculino y se sujeta a un ancho cinturón de corteza. No son un adorno, no, son la única pilcha, y hay que reconocer que los hombres así vestidos y con el cuerpo a veces pintado quedan más elegantes que las mujeres con sus breves polleritas de rafia y sus pelucas haciendo juego. Al menos a mí me gustaron más. No es que vayan así todos los días a pasear por la selva o a trabajar los campos. Es el atuendo de los días festivos, cuando debidamente enmascarados ingresan al terreno ceremonial a conferenciar con los espíritus de los ancestros tocando los magníficos, gigantescos tam-tams, los tambores de tronco ahuecado. No quise preguntar cómo serían los small nambas si ellos llevaban los big, pero el jefe de Wala me leyó el pensamiento y me explicó, o eso entendí, que la diferencia consistía en que ellos le agregaban unas ramitas al atuendo pero no por eso renunciaban a la practicidad de una prenda de vestir tan escueta y accesible que en cuando se ensucia o se gasta es de inmediato reemplazada por otra casi sin incidencia en la vegetación circundante.
En el corazón del monte los big nambas ofician ceremonias hasta hace poco secretas, ahora abiertas −en parte− a la curiosidad occidental. Se trata de una nación que se va recuperando a sí misma, y a los nambas no les vienen mal los pesitos del magro turismo que llega hasta allí para verlos desplegar, no sin cierto orgullo, sus costumbres, que los misioneros blancos tildaron durante siglos de herejía. En tanto mujer me siento hermanada con ellos. A nosotras también se nos tildó de brujas cuando intentamos decir nuestra palabra y celebrar costumbres que iban a contracorriente de la costumbre patriarcal.
Pude admirar sin distraerme una representación de las danzas rituales actuada para nosotros con bastante gracia, y como en otras oportunidades entendí que el milagro de Mont Hagen no se me daría dos veces en la vida. Al son de los tambores bailaban las máscaras que eran conos de paja trenzada, con un rostro vagamente humano y penachos de coloridas plumas. También pude disfrutar las vituallas servidas en grandes hojas verdes a manera de platos, y con una hoja tiesa a manera de cuchara comí el lap-lap, un puré espeso de mandioca y coco. Sin embargo y corriendo el riesgo de ofenderlos, no acepté la kava. Lo hice en defensa propia. Para entonces ya me habían informado que ese brebaje místico, no alcohólico ni alucinógeno ni fermentado, pero algo narcótico, provenía del Piper methysticum