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La sorpresa

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Al llegar al Café Lotus, lugar clave en Ubud, pueblo que es en realidad una larga calle ascendente, doblamos a la derecha en busca de una de esas cabañas que se alquilan en casa de los lugareños. Y justo antes de encontrarla, la sorpresa: el gran toro con alas, de la cremación. Tres hombres trabajan en él, ya le han cubierto el cuerpo de felpa roja, le están terminando los fastuosos adornos de cuero dorado. El toro tiene máscara de tigre y melena de ramitas bien combustibles. Y dentro de la boca abierta, entre cómica y sanguinaria, ya ha sido colocada una ofrenda. El toro será el sarcófago. Al lado está la gran torre, terminada, que hoy día solo cumple funciones simbólicas.

¿Para cuándo es la cremación?, preguntamos. Para dentro de una semana, logran respondernos en un inglés pobre, y no quisimos seguir preguntando. Porque sentimos el pudor de los occidentales ante la muerte. Bastante fuera de lugar en Bali, pienso ahora, después de haber asistido a la elaborada, intensa, inquietante y casi festiva ceremonia de cremación masiva.

Porque no fue un solo toro el que se quemó en Ubud. Para la fecha del 2 de agosto –auspiciosa, ya que las cremaciones solo pueden realizarse cuando los sacerdotes lo señalan, y también cuando se logra juntar el dinero suficiente− se estaban preparando otros ocho toros que encontraríamos en las caminatas por el pueblo.

Camino arriba, hacia los arrozales inundados, van apareciendo otros toros rojos, radiantes. Nos detenemos un poco, reímos con los niños que juegan con los enormes falos de los toros, tirando de un piolín para erguirlos. Seguimos ascendiendo por la carretera que es el pueblo y al llegar a un puente descubrimos allá abajo, en la verde hondonada, algo que parece un hirviente hormiguero. Quizá estén construyendo un templo. Corregimos, y corrimos cuesta abajo por caminitos de selva hasta el lugar donde, efectivamente, los artesanos tallan la madera y la piedra, colocan ladrillos o fabrican techitos de paja negra para los altares que son como pagodas. Nos sentimos en la Edad Media, asistiendo a la construcción de una catedral. Pero los templos de Bali son cosas del aire libre. “Estamos reconstruyendo”, nos explica el capataz, “casi cien hombres han trabajado porque se aproxima el festival de este templo que se celebra cada cien años, y es por eso que van a tener lugar las cremaciones: el pueblo debe estar libre de impurezas cuando llegue el momento”.

Nada había hecho prever esta coincidencia extraordinaria. Por suerte logramos postergar una semana nuestro retorno para asistir a los elaborados rituales.

Todo el pueblo contribuye para alcanzar la purificación. En casi todas las casas se están armando ofrendas, y en un jardín un poco escondido se vislumbran dos toros negros y dorados, de aire menos amenazador que los rojos, bellísimos con sus caras de toro descubiertas y sus cuernos de oro. “Los negros son los toros de las castas altas, los rojos, de las castas bajas, los blancos, de los sacerdotes”, nos explicará Wayan, uno de los muchos Wayan (porque las castas bajas solo pueden usar cuatro nombres, que se repiten y repiten) en una de las tantísimas y maravillosas tiendas de antigüedades. Ida Bagus Anom, el maestro tallador de máscaras, nos dirá: “Es alegre la cremación, porque ya ha pasado el tiempo del duelo y de las lágrimas. Ahora se trata de liberar el espíritu, no retenerlo más entre nosotros, liberarlo para que ascienda en su camino de transformación y renacimiento”.

El lunes empieza la ceremonia que ha de culminar el viernes. En lo alto del pueblo, más allá del puente, sobre el templo, se abre el terreno sagrado. Allí están los altares de cada muerto, como kioscos de un fiesta de cumpleaños, alineados, decoradísimos. En medio del terreno, la plataforma donde oficiará el sacerdote, y a un costado, el lugar donde se reúnen los músicos. Durante cuatro días se desarrollará en esa zona sagrada un ritual elaboradísimo, mezcla de devoción, reunión social, purificaciones y entrega de regalos a los muertos. Los cerdos que serán sacrificados chillan, atados frente a la entrada del terreno; los chicos piden juguetes que se venden ahí afuera como en una kermés; hay comida, bebida, charla. Pero todo muy pacífico: hasta el gamelán, la típica “orquesta” indonesia, toca como en sordina y sin instrumentos de viento. Solo gongs y xilofones.

La gente lleva sus mejores atuendos. Mujeres de blusas de encaje negro y sarongs dorados, hombres de sarongs impecables y un perfecto tocado en la cabeza (en realidad, todos debemos usar sarong como muestra de respeto). Hay procesiones que van llevando ofrendas a los dioses o parten en busca del agua sagrada, mientras en casi cada casa se mata un chancho para elaborar las ofrendas comestibles –los dioses absorberán la esencia, la carne será para los humanos o los perros, según las circunstancias–. Y las ofrendas decorativas caladas en las blancas tiras de grasa.

Así se llega a la mañana del viernes.

Los nueve toros ya están alineados en la calle más ancha de Ubud: frente al Palacio y bajo el banyan, el árbol sagrado. Toros y torres, en toda su intrincada colorida decoración, cubiertos de ofrendas, esperan el momento de la partida. Ya han sido montados sobre enormes plataformas de bambú armadas como dameros. Después de las abluciones y las bendiciones, los hombres de negro sarong y vinchas blancas se van colocando en los cuadrados del damero. Son entre treinta y cuarenta por toro, y a la voz de mando levantan sobre sus hombros la enorme plataforma y salen a la carrera. Un hombre monta sobre cada toro que es el sarcófago, la multitud grita.

Todos van detrás en son de fiesta, casi, y al llegar a los cruces de camino con bestial esfuerzo, a los gritos y casi descontroladamente, toda esa estructura que es el gran toro o la torre y sus portadores gira un par de vueltas para desorientar a los espíritus maléficos; esos nefastos invisibles no saben contornear una esquina, razón por la cual al entrar a las casas balinesas solemos darnos contra una pared que debemos contornear. Y también, a qué negarlo, esas vueltas cumplen la función de despedida, porque el espíritu del muerto no encontrará más su camino de retorno y se verá obligado a seguir viaje hacia su liberación.

Después de la carrera, montaña arriba, la multitud llega (llegamos) al cementerio. Allí ya está todo dispuesto: los sutiles techitos que cobijarán el sarcófago, los tanques de kerosén para iniciar el fuego. Los músicos con sus gongs recobran el aliento mientras los deudos y los familiares se encargan de los toros: les bajan las alas, les sacan la tapa a eso que es, en esencia, un tronco ahuecado y empiezan a colmar el interior con ofrendas y sarongs, y a rociarlos con agua sagrada.

Hay un remanso. Es el momento más conmocionante porque se ha hecho el silencio. Estamos frente a unos cúmulos de tierra sin marca y unos pocos hombres del mismo color sepia de la tierra se han puesto a cavar. De golpe del fondo del pozo salen los aullidos, ululantes, que festejan al cuerpo recién desenterrado en su mortaja de esparto, ya casi momificado. A las corridas el cuerpo es envuelto en una estera nueva y trasladado a toda velocidad al vientre del toro que aguarda. Y sin aviso alguno se enciende el fuego.

Primero lentamente, después con avidez, el fuego va devorando todo eso que fue madera y cuero dorado, y máscara de tigre o cuerno de oro, que fue ofrendas y perfumes y un ser humano que ya no es más.

Y allí estamos, la pequeña multitud observante, y lo único que nos aleja un poco de los alados toros ardientes es ese humo que se hace cada vez más denso entre los grandes árboles, convirtiendo el espectáculo en algo fantasmal mientras cae la tarde.

Después, deudos, oficiantes y el pueblo entero se retirarán a sus casas, o a desmontar los altares en el terreno sagrado. Lavarán sus sarongs. No quedará nada de la cremación, ni toros ni torres, ni techitos, ni plataformas. Solo algunos huesos calcinados que los deudos recogerán al día siguiente para llevarlos en solemne procesión y depositarlos en una urna que es como una cunita. Los de las castas altas se dirigirán al mar y los demás al río, para que el agua complete el trabajo del fuego. Ahora del muerto o de la muerta solo quedará su memoria y los buenos recuerdos; sus deudos no tendrán más pesar, el espíritu ha sido liberado para siempre. El pueblo se ha quedado purificado y podrán iniciarse los festivales del templo.

Y nosotros los observadores, que fuimos bienvenidos porque el lugar donde se lleva a cabo un ritual de semejante envergadura se transforma de suyo en el centro del mundo −y no es concebible un axis mundi sin extraños y afuereños− sentiremos que por esos pocos días alcanzamos a tocar una puntita del misterio. Estamos agradecidos.

Diario de máscaras

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