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Papúa Nueva Guinea
ОглавлениеEn mi primer viaje a Bali (1989), habiendo agotado mis días de permanencia en ese paraíso terrenal, llegué con tiempo al aeropuerto de Denpasar para enterarme de que mi vuelo a Sydney tenía una demorada de dos horas. Me quedé observando a los pasajeros hasta que detecté a una joven que tenía una actitud de calma amabilidad. Me acerqué a ella porque sentí que estaba imbuida del espíritu de la isla y le pregunté si no quería ir al festival en un templo frente al que había pasado yo un rato antes. Ella aceptó de inmediato. Tenía en su bolso de mano un par de esas fajas amarillas necesarias para poder ingresar a los templos, me prestó una y así fuimos a ver los bailes sagrados bajo las sombrillas también amarillas del templo y a escuchar el gamelán como un último adiós a ese país mágico. De regreso al aeropuerto tratamos de juntar nuestras últimas moneditas locales para compartir una cerveza. ¿Y esa?, me preguntó mi nueva amiga señalando la moneda extraña que tenía yo en la mano junto con las otras. Le dije que era de Papúa, y que me la había dado un amigo para la suerte porque yo había soñado con ir allí. ¿Y por qué no vas ahora?, me preguntó ella, reavivando mi deseo. Ahí no más decidí postergar mi retorno a casa y largarme a la aventura.
¿Qué hace una chica como yo en un lugar como este?, me pregunté un par de días más tarde, no sin cierta ironía y bastante aprensión, mientras marchaba cuesta arriba y cuesta abajo por las altas montañas del corazón de Papúa Nueva Guinea. Iba tras un supuesto guía, un aborigen de aspecto amenazador y dulce mirada, armado de un enorme machete. Yo había llegado a esa isla en el confín del mundo simplemente para conocer, y mi temor radicaba precisamente en la imposibilidad de conocer lo que más podía interesarme.
Mi guía, sin hablar palabra siquiera de ese horrible pidgin english allí llamado tok pisin, me iba mostrando bajo la llovizna una de las aldeas locales. Bella chozas de paja tejida como canastas, en un paisaje casi alpino con bananeros. Paisaje que quita el aliento, pero yo mi aliento lo tenía reservado para otras emociones y ¿qué hacía, entonces, siguiendo una ruta escueta por la que habrían transitado montones de turistas?
Está bien: la fauna local bastaba para sorprender a cualquiera, con sus canguros de árbol y los más bellos y extraños pequeños marsupiales de la tierra, animales de otras eras, y aves del paraíso, y los casuarios, esas aves feroces que pueden matar de una patada, el enorme casuario que allí funciona como por aquí el Rolex o el BMW, como un símbolo de estatus.
Pero yo quería otra cosa. Había hecho el viaje en Air Niugini desde Sydney, pasando por Port Moresby (pronúnciese Port Mosby), la fea capital, para ver a los hombres decorados con los rostros como obras de arte del más puro fauve que imaginarse pueda mente alguna. O, mejor aún, los mudheads, esos guerreros que bailan con máscaras-yelmo de barro, especie de gran nido de hornero con facciones seudohumanas y aterradoras, hechos en sus orígenes precisamente para eso, para aterrorizar al enemigo.
Pero aun en esas latitudes del desconcierto, donde habría de encontrarme con estrellas de mar de color azul iridiscente y bandadas de murciélagos que oscurecían el cielo, los hombres de colores o de barro no son cosas de todos los días, como se podría inferir al ver las fotos.
“Usted espera asistir a un sing-sing”, me dijo con más desprecio que piedad la estilizada y rubia australiana vestida con ropa de safari dueña del lodge donde fui a parar más allá de Mount Hagen, en las Western Highlands, las Tierras Altas del Oeste, para decirlo en traducción. “Esas son pretensiones de extranjeros, los sing-sing son algo muy especial, y fuera de la fiesta anual en agosto no es nada fácil encontrarlos, y además los aborígenes prohíben la asistencia de foráneos. Eso sí, cuando hay muchos pasajeros en el lodge solemos organizar una representación muy realista. Pero usted ahora es la única huésped, comprenderá que no podemos movilizar a la gente”.
Comprendí, pero no puedo decir que supe resignarme. Eso que había emoción y actividad en la zona: una guerra tribal. El escueto pasquín local advertía lo siguiente:
“Hay toque de queda en las áreas de Tambul-Nebilyer y Waghi, y está prohibida la portación pública de armas ofensivas tales como lanzas, arcos y flechas, hachas y cuchillos”.
Guerra quizá por culpa de los misioneros blancos que tanto desalentaron las ancestrales ceremonias moka, ahora llamadas sing-sing, “canta-canta” en tok pisin. Porque la ceremonia moka es una forma de retribución, de reparación, de regalo y a la vez una enorme manifestación de poder. Una forma elegantísima de enfrentarse con el enemigo en la cual no impera la violencia, todo lo contrario, donde el otro no queda vencido sino aplastantemente apabullado, viéndose a su vez obligado a reunir durante años elementos y cerdos y dinero y caracoles kina que son una forma del dinero, y cantidad de guerreros danzantes y comida para poder ofrecer a sus adversarios un sing-sing aún más esplendoroso.
Yo había hecho el viaje para ver algo de eso, y ahí estaba jadeando detrás del guía, recorriendo un poblado de aisladas chozas vacías. Los habitantes estaban cultivando papas dulces en las faldas de la montaña, con las caras lavadas o más o menos, sin rastro alguno de colores ni de bellas máscaras de paja colorida y trenzada con arte, especiales para el gran festival de la batata.
Al atardecer volví a la gran choza-hotel para tomar unas cervezas y recibir un premio consuelo: videos de la zona. Petrus Picks, nativo local, contestaría mis preguntas. Mi primera pregunta fue: ¿no habrá un sing-sing por acá, mañana o pasado? Y obtuve una respuesta negativa, naturalmente. Más tarde, Petrus puso la cassette titulado Primer Encuentro y pude ver cómo los hombres de esas mismas montañas ríspidas fueron “descubiertos” recién en l935, fecha en la cual debieron abandonar de un porrazo lo que los documentalistas llamaron la “edad de piedra”. No conocían ni el metal ni la rueda. Para no mencionar la filmadora a manivela con la que los registró uno de los buscadores de oro australianos que hasta allí llegó sin proponérselo. Todo parecía ir a pedir de boca entre aborígenes convencidos de enfrentarse con los espíritus de sus antepasados y los dos hermanos blancos seguros del poder de sus rifles, hasta que se armó la gresca y empezó la matanza de nativos.
Salté como un resorte y apagué el televisor en un ataque de furia. No quería ver esa horrible y tan repetida muestra de poder del blanco sobre los nativos. Me puse a echar pestes y Petrus entendió lo dicho y también lo no dicho, porque un largo rato después de golpe reconoció que en realidad sí, había un sing-sing de cuatro días, que empezaba al día siguiente, uno grande que su gente, los Mendi, le ofrecería a una tribu vecina. Pero para poder llevarme debía pedirles permiso a los ancianos de su tribu.
Petrus reanudó entonces el desfile de videos mansos y a la vez extraordinarios sobre cotumbres de la zona, y entre una casette y otra yo le rogaba −sin demasiadas esperanzas− que fuera a pedir permiso, y él con nativa inmutabilidad aseguraba que iría. En eso golpearon a la puerta y asomó la cabeza un hombre local de cordial actitud y aspecto feroz (tez muy muy oscura, barba hirsuta) que a manera de presentación dijo “I, security”. Entendí que era el guardia nocturno, lo invité a pasar y le ofrecí una cerveza –tenía a mi disposición la heladera llena− y me senté a ver más videos mientras ellos conversaban en su idioma. Hasta que Petrus me dijo que el guardia, su tío, era uno de los ancianos de la tribu y aceptaba que yo asistiera a la ceremonia moka, el sing-sing, como la llaman los blancos.
Y fue así, por arte de la magia generada por la sensación de afinidad y solidaridad que me despertaban esas gentes (quienes no pueden entender por qué los blancos tienen todas las riquezas y ellos, ancestrales dueños de esas tierras tan ricas donde crece el mejor café del mundo y hay minas de oro, no tienen nada), aterricé en la que considero aun hoy la experiencia de maravillamiento más intensa de mi vida.
A la mañana temprano nos encontramos con Petrus en el pueblo de Mount Hagen donde, después de largas tratativas, un camión nos llevó hasta el pie de una montaña y trepamos por el mismo amplio camino de tierra roja por el que habrían de subir los guerreros emplumados y pintados. La gente ya estaba instalada alrededor del terreno ceremonial: una meseta pelada en lo alto de esa cordillera tropical y frondosa. El paisaje casi al borde de las nubes era de intensa belleza, pero los seres humanos implicados en la ceremonia tenían una belleza más deslumbrante aún, también hecha de montaña y de tierra y de hierba y de pájaros. Al ingresar en el terreno ceremonial el grupo de mujeres vino a saludarnos, con su paso rítmico y perfecto, como habrían de saludar después a los contingentes de guerreros.
Las mujeres lucían su particular pintura facial de fondo rojo, con las rayas azules y blancas que −lo supe más tarde, cuando a mi vez me pintaron la cara− simbolizaban las lágrimas y la lluvia. Tenían sus collares, y un amplio pectoral con el gran caracol kina, símbolo de riqueza, y los pechos al aire y faldas de fibras vegetales. El paso de las mujeres era de una delicadeza extrema, pero el de los hombres no le iba en zaga. Esos guerreros brutales, oscurísimos y barbados, de caras pintadas para denotar ferocidad, iban entrando en grupos como de treinta, en perfecta formación de hileras sucesivas con un paso liviano, casi aéreo, y el canto más primitivo, más ululante y elemental que jamás había yo escuchado, al ritmo de sus pequeños tambores kundu en forma de reloj de arena.
Al rato nomás empezó a vibrar la montaña con una fuerza que se repetiría a lo largo del día. Un nuevo contingente de guerreros iba llegando. Algunos empuñaban lanzas apuntando al frente y traían los rostros y las barbas pintados en negro, amarillo y rojo con diseños geométricos en total armonía con las plumas que coronaban sus cabezas. Caras pintadas de aspecto feroz y altos tocados de plumas bellísimas como joyas, implantados sobre las llamadas “pelucas” de fibra vegetal negra, que se balanceaban al compás del baile, también del baile in situ que no habría de detenerse mientras durara la ceremonia, logrando así que los largos “delantales”, piezas de fibras vegetales teñidas y tejidas con arte, se mecieran con suma gracia a un mismo compás.
La palabra es armonía. Armonía y una belleza extraña hecha de fuerza, y una energía que me hacía saltar en mi lugar y querer seguirlos mientras daban tres vueltas alrededor del terreno ceremonial.
Varios de estos grupos seguirían llegando, hasta completar unos doscientos guerreros que al cabo de su despliegue de ferocidad armoniosa se integrarían a la hilera que iba cercando el terreno. Una mujer pintada venía siempre en el centro de la primera fila del contingente de guerreros.
Sin lanza o tambor, las manos juntas y los codos alzados, la joven iba marcándole el ritmo a todo el grupo. Porque la esencia de ese paso iniciado con la punta del pie consiste en provocar la perfecta ondulación del grupo. Como un pequeño mar de colores: ondulan las plumas, y los largos delantales-taparrabos de los hombres, y las hojas que completan la retaguardia del atuendo.
Y yo no podía menos que ondular con ellos y sonreír de oreja a oreja con una felicidad nacida de esa energía que me traspasaba. Al rato nomás mi sonrisa me daba miedo, o resquemor, o pudor: no solo era la única blanca allí. Era la única persona ajena a las dos tribus que estaban interactuando. Y sonreía sin saber si se trataba de una ceremonia profundamente trágica, o agresiva, o simplemente solemne.
Al llegar le había preguntado a Petrus si asistiríamos a un ritual religioso. Él había negado, pero yo sabía que esas cosas no se dicen, que el animismo perdura en Nueva Guinea, y no se dice. Razón por la cual trataba a mi vez de ponerme sería, y pedir con gestos mil permisos para sacar alguna foto, pero la sonrisa me ganaba y al rato ya estaba riendo y saltando, llena de maravillamiento.
Al promediar el ritual los ancianos de la tribu empezaron a acercarse para saludarme, me tomaban la mano y me la sacudían y no la largaban. Pienso que supieron captar el deslumbramiento de alguien que recibía sus despliegues con el corazón, como una ofrenda.
Esas caras de colores, esos delantales de fibras tejidas con los dedos, parecidas a las yiscas wichis pero más coloridas, esos tocados compuestos de plumas de ave de paraíso pelirroja, de plumas del ave de paraíso Rey de Sajonia, que son azules, largas y aserradas, de negras plumas de casuario, blandas y mórbidas como la pluma de avestruz. Un arte para ser vista en movimiento, aunque ellos no tengan concepto de arte y sí de algo quizá más sutil: la capacidad de integrarse a los ritmos de la naturaleza.
Hay un orden en las llamadas pelucas (que algunos dicen encierran el espíritu de los antepasados), en la composición de los tocados y en la elección de las plumas. Hay un arte profundo y elemental en los decorados del rostro, todos distintos y a la vez armonizados porque se trata de resaltar el individualismo humano en su consustanciación con los pájaros y los animales de la selva.
Estos hombres tienen las orejas y la nariz perforadas como con sacabocados. Por allí pasan cañas de bambú, flores, plumas, aquello que a cada uno le parece más vistoso. La decoración física es tomada muy en serio en las Tierras Altas de Nueva Guinea, por eso los cuerpos brillan aceitados y las piernas están pintadas con arcilla, como medias.
Se trata de una seriedad no exenta de humor.
Cierto grupo de jóvenes con atuendos más informales, digamos, anda por allí haciendo cabriolas. Sabina Kilipuka, que se me ha acercado quizá porque es la única, aparte de Petrus, que allí habla inglés, me explica que esos son los payasos y no pertenecen la tribu; han sido contratados especialmente. Será muy divertido, promete, verlos pasado mañana cuando los ancianos maten los chanchos y los asen, cosa que les despierta un entusiasmo loco.
Solo pude ver los cincuenta postes a los que se amarrarían otros tantos chanchos. Tribu rica, los Mendi, a sus huéspedes les iba a llevar como dos años poder amasar la fortuna necesaria para retribuir este moka.
“No es rico el que más tiene”, me susurró Sabina. “Es rico el que más da. Vas a ver qué ricos somos aunque después nos quedemos sin una pluma”.
Y me explicó el alto valor de esas plumas especiales: se necesitan cinco aves de paraíso naranja disecadas, varias plumas de ave de paraíso azul, cinco chanchos y un casuario para comprar una esposa.
Estábamos sentadas a cierta distancia de los bailarines-guerreros, agotadas. Calculé que serían alrededor de las cuatro de la tarde; la ceremonia parecía estar apagándose. Un hombre se instaló a nuestro lado con la peluca y las plumas de uno de los bailarines; con esmero y hasta con ternura empezó a desarmar el tocado, a guardar pluma por pluma en envoltorios hechos de hojas secas de banano. Cuando levantó la vista para mirarme pensé que había llegado hasta allí para permitirme observar de cerca ese lujo de colores y texturas. Sabina me había dicho que no se podían tocar las plumas por temor a engrasarlas, pero el hombre entendió mi deseo y me las acercó: pasé con enorme cuidado el dorso de la mano por ese temblor que es como la piel de una finísima chinchilla y sonreí agradecida. Sabina aclaró que a esa hora se imponía desmontar los tocados por temor a la lluvia. Al día siguiente al alba los armarían de nuevo en una nueva combinación siempre geométrica, siempre deslumbrante.
Me iba a ser imposible retornar al día siguiente, debía seguir viaje a Madang. La australiana dueña del lodge se indignó cuando supo por dónde había andado su huésped. Son peligrosos; no debió de haber ido, me conminó, y después se quejó porque no le avisaban de esas ceremonias. Como para avisarle, pensé, y aproveché para decirle que el peligro y el bruto miedo (¡era cierto!) lo había pasado la noche anterior ahí mismo en su cabaña comunitaria, con tabiques entre un cubículo vacío y el otro, solita yo y sin electricidad en medio de las aterradoras fantásticas máscaras del río Sepik, los muy variados espíritus de esa tierra casi ignota, las posibles alimañas y la guerra tribal adyacente. Pudo cerrar bien la puerta con traba, me dijo la australiana. La puerta sí, claro, pero imposible reforzar las paredes hechas con paja trenzada, como canastos, a merced del primer machetazo…
Y al día siguiente hube de partir a Madang, pequeña y bella ciudad al borde de un mar increíble, pero esa es otra historia que tiene más relación con la vida de turista que la de viajera. Y por razones tanto temporales como económicas no pude remontar el río Sepik como era mi sueño, pero me sentía completa gracias al sing-sing de las Tierras Altas. Dicen que el ritmo de la danza, el ritmo de la naturaleza, perdura en uno aunque la danza se haya acabado. Para grabármelo antes de dejar las Western Highlands, una mujer de los Mendi me pintó la cara con el azul y blanco del agua y los rojos del fuego. La pintura la tenía en una hoja, se sirvió de un palito a manera de pincel, pero en honor a la extranjera empleó pinturas acrílicas en lugar de las habituales tierras. Mi cutis no se sintió demasiado agradecido, en cambio mi espíritu hasta hoy conserva rostro de colores, el rostro de la montaña, el rostro de la vida.