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Primera vez en Bali
ОглавлениеFue poner un pie en el aeropuerto de Denpasar, mencionar la palabra Ubud y ya un enjambre de choferes de taxi y demás medios de transporte, más o menos públicos y más o menos destartalados, me ofrecían llevarme hasta esa ciudad central y me ofrecían hoteles y hostales y pensiones y lo que fuere. Por qué elegí al que elegí solo los dioses del panteón hindú, que se veneran en Bali, lo saben. Pero ahí estaba yo, metida en ese coche que avanzaba a los tumbos por las rutas de la isla, sin saber a ciencia cierta dónde quedaba mi destino. Me sucedió tantas veces a lo largo de mi vida que solo atiné a recordar nuestra Biblia telúrica y me recité esos versos del Martín Fierro que dicen “Derecho ande el sol se esconde / tierra adentro hay que tirar; / algún día hemos de llegar... / después sabremos adónde”.
Ese adónde me empezó a resultar medio inquietante cuando pasamos por un poblado y dejamos atrás del cartel que decía UBUD. Pregunté al chofer, y su acompañante me respondió en su medio inglés que ahí nomás estaba la hostería o lo que fuere, y continuaron la marcha. El sol, haciendo honor al verso, se estaba poniendo. Por fin aterrizamos, mi bolso y yo, en medio de los arrozales y en una triste pieza de pensión. Alguna alimaña, en la noche, me tiraba besitos y yo decidí que temprano a la mañana me mudaría al pueblo. Pero la mañana siguiente trajo el esplendor de los arrozales, las mujeres de coloridos sarongs haciendo sus ofrendas y la propuesta de mudarme a una de las cabañas. El cambio resultó paradisíaco y me puse a escribir:
Visitar Bali o visitarme a mí misma, mi duda de siempre. Moviéndome de balcón a balcón como ahora, balcones a los paddies, los campos de arroz, la maravilla. Estoy en un palacio entre aguas, terrazas inundadas y verdes, ¡oh tan verdes! Quiero todo el tiempo por delante para mí y ya me hice una cita y ya saldría corriendo pero no, me quedo en esta barca muy propia, un arca de Noé a mi medida y solo entran los gekos curiosos, esas lagartijas, y yo me acuerdo de aquel fragmento de Calvino sobre el geko contra el vidrio y me acuerdo de Felisberto (aquí también flotan las velas, las bellas ofrendas) y el geko bebé que me mira tiene manchas doradas y una panza plateada y su voz es la de tirar besitos. Al menos, creo que es esa su voz, porque la primera vez que la escuché me pareció la voz de un murciélago.
En lo alto de mi cabaña el techo es como una barca invertida; me cubre, es de paja dorada y gruesas cañas de bambú. La tierra firme del frente es de cocoteros. A mis espaldas unos techos de paja, a lo lejos, de maravillosas formas. Y los campos de arroz, los reflejos, el verde tan verde del arroz en ciernes, tierno, y alguien dibujando más surcos en el agua mientras arría una fila de gansos, lentamente, como quien reza. Todo acá es rezo. Todo. Y yo en la cama en medio de la barca invertida. Rodeada del mosquitero verde, un scrim para suavizar esta realidad tan suave de suyo y a la vez poderosa.
El estado contemplativo no me duró demasiado, tampoco la escritura. Porque en Bali hay un mundo al alcance de la mano, y zarpé a los cuatro costados, al templo de los murciélagos sagrados y al de los monos; al Templo Madre, el gran templo de Besakih en la falda del volcán Agung, tierras sagradas, pero todo es sagrado en Bali, y el tiempo transcurre entre una ofrenda y otra, las matinales y las vespertinas, y en los festivales de los templos siempre suena el dulce gamelán.
Esta no es una guía de turismo, así que no me detendré en descripciones, pero pensé dos cosas en mi primera visita: si alguien que solo pudiera hacer un viaje en su vida me consultara, yo le recomendaría Bali, porque encierra un universo en su breve territorio de isla. Y pensé sobre todo y con dolor, que si los conquistadores y todos sus tremendos sucesores hasta el día de la fecha hubiesen dejado a los mayas quiché de Guatemala vivir en paz, América Latina tendría su propia Bali, con inciensos y ofrendas, y los volcanes sagrados y el gran lago de Atitlán tan parecido al de Batuán, y sobre todo esos tejidos milagrosos, de idéntica técnica: el ikat, teñido directamente en el hilo para después producir los más bellos y asombrosos dibujos geométricos, y que viste tanto a las mujeres balinesas como a las mayas.
Siendo este un diario de máscaras y yo su fiel servidora, consigno acá que lo primero que hice cuando atiné a bajar al pueblo fue comprar una entrada para esa misma noche. Representarían la sagrada lucha del buen dragón Barong con la bruja Rangda.
Y al volver avanzando por los magros desfiladeros en cuadrícula entre los paddies inundados, me pregunté cómo haría por la noche para reintegrarme a mi barca invertida. Al llegar a la zona del hostal vi a una joven extranjera, sentada en la terraza de una de las cabañas, leyendo. Desde abajo le pregunté si ella solía regresar por las noches del pueblo, y cómo. Me contestó que por supuesto, que volvía a pie con una linterna y era un lujo apagarla al llegar al arrozal para ver la noche estrellada. Le conté que tenía una entrada para la ceremonia de Barong y Rangda y ella decidió acompañarme. Era alemana y estaba en Bali para aprender a tallar máscaras en el pueblo vecino de Mas, cuna de los mascareros. Dios las cría y ellas se juntan, pensé, y así fue como en Bali entré de lleno en el universo máscaras casi sin proponérmelo.
Esa noche una vez más el bondadoso Barong, deidad solar algo payasesca y tierna con su gran máscara de leonino dragón que castañetea los dientes, tocado de dorada filigrana recortada en cuero y cuerpo de largos flecos, portado por dos hombres para darle extensión, se enfrentará a la bruja Rangda, viuda negra con ojos saltones inyectados de sangre, feroces desmesurados colmillos y larguísima lengua también de dorada filigrana de cuero. No pueden existir el uno sin el otro, el yang sin el yin, la luz sin la sombra, y en la pelea eterna nunca habrá un vencedor porque no podríamos calibrar el bien, ni siquiera definirlo, si no tuviera como contracara el mal, que lo resalta y valoriza. Por eso mismo todas las esculturas de feroces deidades hinduistas que protegen la entrada de las casas en Ubud tienen delantales a cuadros blancos y negros: el bien y el mal entrecruzados, como siempre sucede en esta vida.
Y en la noche de la ceremonia, a la luz de las antorchas y bajo el sencillo tinglado, Barong y Rangda luchan solos hasta que los seguidores de Barong aparecen en escena e intentan herir a la bruja con sus krisses; Rangda entonces revierte el ataque y ellos caen en trance y sus propios cuchillos rituales se tornan en su contra, pero claro, protegidos por Barong no pueden autoherirse y así queda la cosa, en equilibrio, si bien siempre inestable y repetitivo.
Años después escribiré en una novela:
Joe tiene la piel oscura. Con él por momentos ella logró sentirse amada y bondadosa, como si él usara la máscara de Rangda y ella fuera Barong. En una inversión de géneros ella fue Barong, el dragón bienhechor, aquel que no tiene ni fuerza ni existencia sin la fuerza y existencia de la bruja Rangda. Sus poderes se oponen: Rangda amenaza y mata al menor descuido, Barong protege y resucita. Luchan y se complementan y ambos son igualmente sagrados porque en la necesaria lucha logran integrarse.
Hay en Bali gran número de máscaras, caras sorprendentes. Y la representación del Ramayana, el llamado topeng, exhibe entre ellas a Hanuman, el mono blanco muy humano que acompaña el ketchak, un baile sobre cocos ardientes.
Esta pequeña isla de Indonesia, cuatro veces más chica que la provincia de Tucumán, con cuatro millones y medio de habitantes y, dicen, treinta mil templos, vibra de vida porque todo allí está en conexión directa con el espíritu y, al menos en apariencia, la mayor actividad de sus gentes es la de fabricar ofrendas. Pequeñísimas canastitas diarias donde colocar un bocado para los dioses en cada puerta de entrada, gigantescas y bellas torres como pagodas de flores y frutas que las mujeres vestidas con los colores más puros y radiantes llevan sobre sus cabezas en procesión a algún altar distante. Todo parecería estar rezando allí, de la manera más liviana, menos dogmática. El animismo en Bali, con mezcla de budismo y de creencias mágicas, muestra su cara más feliz, y sus máscaras, aun las más feroces, irradian algo así como alegría.
Al igual que nuestros chané y ciertos pueblos africanos, el árbol del que será extraída la madera para fabricarlas es venerado, recibe oraciones y ofrendas, y a él se le piden disculpas, so pena de que el espíritu del árbol de ofenda y contamine la máscara. En este caso un árbol está preñado cuando produce algún nudo especial; se cuida mucho de no lastimarlo con la poda y por supuesto se le brinda todo tipo de ofrendas a su espíritu. Durante su elaboración, la máscara que luego será consagrada demanda ceremonias sublimes (uso el adjetivo pensando en Kant, y también en Macedonio Fernández cuando dijo que la diferencia entre lo bello y lo sublime es que lo bello no conversa con la muerte; todo en Bali conversa con la muerte, de la mejor manera que es la de la integración). Una vez pintada, más ceremonias se requieren para cargarla. Y nunca, nunca, será expuesta. Cuando no está bailando se la guarda en una bolsa de seda del color acorde a la intención que se le asigna, y se la coloca en una canasta como nido. Si las ceremonias no han sido oficiadas con la devoción que corresponde hay veces que hasta la misma canasta se contamina y deben proceder a descargarla. Aun sin haber sido consagrada la máscara puede cargarse, hasta las hechas para su venta a los turistas, porque según afirman: “Al fin y al cabo si usted tiene una casa atractiva alguien va a querer habitarla”.
No sé si mi máscara de topeng estará habitada; se la compré al maestro de mi vecina alemana, el renombrado Ida Bagus Anom. Es una máscara solar muy sonriente, y quizás solo puede admitir algún espíritu simple y botánico porque no está pintada. La elegí por varias razones: es una talla precisa que explota las vetas de la madera a la perfección, y su precio es razonable; las máscaras pintadas son mucho más costosas por los días de trabajo que exigen para laquearlas y decorarlas. También porque me saturé con las coloreadas, es éste un drama que me ocurre cada vez que veo cantidad de máscaras juntas. Será una forma de autodefensa. La que sí estaba habitada es una máscara de afable tigre proveniente de Kalimantan que compré también en Bali. Habitada al punto que los aduaneros australianos me la querían confiscar por culpa del comején de la madera; juré que no la sacaría de su embalaje protector antes de llegar a Buenos Aires, donde la pobre tuvo que pasar una semana en el congelador para liberarse de sus molestos y muy materiales habitantes.