Читать книгу Diario de máscaras - Luisa Valenzuela - Страница 8
El tiempo de la máscara
Оглавление¿Qué son en verdad las máscaras? ¿Objetos de uso, esculturas, obras de arte, piezas coleccionables? Nada de eso, nada de lo otro. Como en los pases de prestidigitación, nada por acá, nada por allá y de golpe: todo.
La máscara es un puente entre los mundos, el palpable y el imaginario.
Un vehículo que nos transporta al no-tiempo sagrado.
Una oración hecha materia.
Es un intermediario para hablar con los dioses, un escudo ante lo desconocido.
Es en sí misma un rito de exorcismo, de limpieza, de curación, de alegría desenfadada. O del más puro maleficio.
Es un texto en código.
Es la alegría de poder ser simultáneamente uno mismo y el otro.
Y mucho más.
Cualquier definición resulta incompleta; las máscaras, al igual que el lenguaje, abarcan lo múltiple cuando permitimos que se abran a la compleja ambigüedad. Cuando intentamos precisar, definir, la cosa se complica.
Decimos que el ser humano, el Homo sapiens, es un bípedo implume que pertenece a la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates, dotado de razón y de lenguaje articulado. Faltaría agregar –y lo recomiendo– “creador de máscaras”. Porque les son inherentes y nos diferencian de los animales a la vez que nos asemejan y aúnan a ellos.
Las máscaras son la dualidad hecha materia.
“La máscara mezcla hombre y bestia, dioses y objetos inanimados. La máscara yuxtapone hombre y seres y objetos separados por las diferencias. Las máscaras están más allá de las diferencias; no solo las desafían o las borran, las incorporan y las arreglan de manera original. En una palabra son otro aspecto del doble monstruoso”, escribe René Girard en su libro La violencia y lo sagrado.
Por su parte, Roger Caillois en Méduse & Cie alega que la máscara es universal al hombre, mucho más que la rueda o cualquier otro artefacto, pero solo se accede a la civilización abandonando la máscara. Se cree acceder, porque desde las más remotas épocas prehistóricas las máscaras son un reflejo del espíritu humano y de su lento avance civilizatorio. Algo de eso entendió Girard cuando escribió “Transformación de lo real en irreal, [la máscara] es parte del proceso por el cual el hombre se oculta a sí mismo el origen humano de su propia violencia, atribuyéndola a los dioses”.
Los seres humanos conocen las máscaras desde tiempos remotos. Lo atestiguan las pictografías de la cueva de Trois Frères, en Ariège, Francia, y también las de las cavernas a orillas del río Urubamba, en Perú, como tantos otros petroglifos, donde aparecen hechiceros que se investían con cabezas de ciervo o de huemul para atraer a las presas. Es decir, que utilizaban ya los subterfugios del simulacro y también entendían eso que hubo de llamarse “magia simpática”, tanto imitativa como contagiosa, la creencia de que lo similar convoca a lo similar, o bien que las cosas que han estado en contacto siguen ejerciendo influencia mutua una vez separadas.
Dicen los especialistas que las máscaras de Corea, utilizadas hasta hoy en representaciones de teatro danzado, chamánico o no, pueden ser rastreadas hasta unos cinco mil años antes de Cristo. Y en Egipto, gracias a antiguos frescos, sabemos que la mayoría de los sacerdotes portaban máscara. Los oficiantes de Anubis, guardián de los cementerios, llevaban –lo hemos visto mil veces reproducido– cabeza de chacal negro, porque el negro no representaba la muerte sino la fertilidad. Y a la entrada de las tumbas los sacerdotes de Anubis realizaban la ceremonia de apertura de la boca y de los ojos para devolverle al difunto la capacidad de ver, hablar y comer en la otra vida: ojos y boca abiertos, como una máscara. En cambio Thot, dios del poder alado, maestro de sabiduría, de las artes y las ciencias, padre de la doctrina hermética y de las palabras sagradas de la escritura jeroglífica, se identificaba con el ibis y por lo tanto sus sacerdotes usaban esbelta máscara de ave.
Desde su más temprana edad, la de piedra, el ser humano intentó derivar un sentido de este magma que es el universo y buscó personificar sus fuerzas gracias al uso de máscaras en rituales y celebraciones, haciendo así visible lo invisible. Ya sea para despertar a la tierra después de un largo invierno, para asegurarse buena caza y buenas cosechas e incentivar la fertilidad en todos sus aspectos, o para aplacar y homenajear a los dioses, para celebrar a los muertos y a los vivos, la máscara siempre tuvo y tiene un rol preponderante. También para divertirse en los carnavales tan diversos.
Sabido es que la palabra persona, en su acepción más profunda, significa “máscara”. Del latín persōna, es un término que según ciertos filólogos fue tomado por los griegos del etrusco phersu para acuñar prósôpon (delante del rostro), nombre que se le daba a la máscara en las tragedias. De allí derivó “per sonare”, como dicen algunos que decían los romanos refiriéndose precisamente a las enormes máscaras con bocina que se usaban en el teatro griego para proyectar la voz.
Las máscaras son umbrales: entidades liminales entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el desenfreno. El desenfado también. Son una de las primeras manifestaciones del arte allí donde nunca existió la palabra arte; ni la palabra máscara, si vamos al caso. Están vivas a la par de quien las porta, han servido para personificar las fuerzas de la naturaleza y para ahuyentar o asimilar los miedos, son instrumentos de enseñanza social y de contención, son el todo en cada pieza individual.
Cuando la máscara no está en uso se dice que duerme. Cuando un oficiante, sacerdote, bailarín o actor se la cala, la máscara despierta. Y despierta a su usuario, transportándolo a otros mundos.
En muchas culturas se entiende que las máscaras son de inspiración divina. Los dogón de Mali opinan, señala Michel Lieris, que “cuando un artista está inspirado ya no es más un simple ser humano. Se dice que no está más solo, que está habitado por un kungo-fe, una cosa de la cabeza, y ya no tiene por qué responder a las reglas sagradas de las interdicciones. Los principios cotidianos se invierten, la creación se impregna de una fuerza sexual, y el artista y su creación se ven insertados en un dominio, el Bamanaya, en realidad una fuerza que reagrupa las formas para entrar en contacto con el secreto, con el más allá”.
Un kungo-fe, “una cosa de la cabeza”, eso también es la máscara que pone fuera lo que sentimos por dentro.