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Alrededor de la manzana

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A menudo me preguntan cuándo nació mi pasión por las máscaras y por los carnavales. No tengo respuesta. Debe de haber nacido conmigo, con el impulso que me llevó a ser una viajera impenitente. ¿De dónde me saldrá también esta necesidad de ir siempre un poco más allá? La compulsión despuntó en mi primera infancia y escapé de casa a los cinco años; no fui muy lejos, me escondí en un jardín vecino. Allí quizá empezó la aventura, las ansias de aventura, la busca de horizontes ajenos y lejanos que la máscara representa en todo su esplendor.

Al principio debí inventarme los horizontes lejanos porque ni siquiera me dejaban cruzar la calle. Pero la casa de mi infancia tenía una terraza rodeada por los techos de las casas vecinas, todas bajas. Y allá al fondo, en el mismo corazón de la manzana, una casa algo más alta lucía en lo más alto un ángel de mampostería. Un querubín que parecía convocarme. Y como todos me creían a salvo en esa terraza de altos muros, yo me escabullía por los techos en pos de esa figura mágica, pisando suave sobre las chapas de zinc y haciendo equilibrio por las cornisas como un gato. Pero nunca pude alcanzar mi meta; un patio profundo, oscuro y despiadado me impedía llegar. Solo me quedaba el consuelo de buscar nuevos desafíos. Entonces –precoz lectora de Salgari, de Jack London, de Stevenson– me inventaba viajes alrededor de la manzana urbana y cargaba la canastita de mi vieja bici con vituallas para enfilar hacia un terreno baldío de la vuelta que según el caso se convertía en isla del tesoro o en selva de la Malasia. La manzana era doble, suerte para mí, porque en el arbolado y añejo barrio de Belgrano la calle Aguilar corta justo en la calle 11 de Septiembre, donde vivíamos. Y yo zarpaba en busca de tesoros que variaban invariablemente según mis aficiones o colecciones del momento: figuritas con relieve, monedas extranjeras, estampillas, postales. Todos elementos alusivos al secreto del viaje, a los mundos distantes y desconocidos. Todos valiosos para mí. No máscaras en aquel entonces, aunque cada uno de estos elementos las prefiguraban.

Los viajes empezaron siendo un sueño, se convirtieron en pasión, acabaron en vicio. Por momentos se vuelven pesadilla nocturna: tengo que zarpar o alcanzar un vuelo inesperado y no logro juntar todas mis cosas y armar las valijas. También de la vigilia en los engorros de los aeropuertos; pero toda pesadilla, cansancio, hartazgo, se borran en el momento sublime cuando el avión despega y me siento libre de peso, feliz. Entonces tomo la revista de la aerolínea y ya empiezo a solazarme con la posibilidad de un próximo viaje. Siempre más allá, a tierras desconocidas.

Los viajes colmados de aventura que me inventaba de chica fueron tomando cuerpo a partir de mis veinte años. Gracias al periodismo y más tarde a la literatura pude desplazarme por trabajo y llegar a los países más remotos. Cumplo con mis obligaciones, generalmente fascinantes, y aprovecho para avanzar más allá en busca de ritos, de festivales, y de máscaras. Porque si somos verdaderos viajeros, y no simples turistas, todo viaje resulta una forma de exploración. Y de exploración interior. Al viajar nos abrimos al otro y en el otro a alguna zona desconocida de nuestra propia alma.

Pero nunca tanto como con el anuncio que me llegó días atrás por mail.

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Así, en cuerpo catástrofe. Lo entendí como un truco publicitario, me pareció divertido, hice clic para volar a mi fuero interno desde la comodidad de mi escritorio, y ¡oh sorpresa! encontré que Valenzuela es una ciudad en la Gran Filipina. Tendré que volar a visitarla. A visitarme, como sucede en todo viaje, pero esta vez con etiqueta personalizada. Y para mejor, barata.

Será para otro momento. Por ahora, solo consignar un incidente que quizá abrió la puerta del secreto:

Casi en las antípodas de la manzana en la que estaba nuestra casa de esquina, existía una vieja casona abandonada, siempre en venta. Se decía que había sido refugio de nazis durante la guerra; al respecto se hacían muchas conjeturas, alentadoras para la imaginación de una niña. Allí arrastraba yo a mis amiguitas, y el viejo guardián nos permitía pasar para explorar las habitaciones. Hasta que una buena mañana nos recibió con el pantalón desabrochado y todas esas cosas, entonces extrañas para nosotras, colgándole a la intemperie. Intuimos un abismo y con mi amiguita de turno escapamos corriendo. Nunca más volví a esa casa, pero muchísimos años más tarde me puse a pensar si no habría sido aquel el tesoro tan buscado: la máscara de Tengu, el rojo diablejo de nariz fálica que trae buena suerte, infaltable en las casas japonesas. Volveremos a Tengu cuando le llegue el turno.

Ahora que lo pienso, ahora que me pongo a escribir sobre el probable nacimiento de una seducción… por las máscaras, aclaro, quizá la raíz haya sido más íntima y muy anterior. Me veo ante una tristísima ventana que da al patio de aire y luz de un departamento interno. Tengo dos añitos apenas y la cabeza vendada como una pelota (¿habrá sido esa mi primera máscara?) porque me habían operado de mastoiditis. Entonces contemplaba por horas la ventana ciega de la pared de enfrente hasta que se producía el milagro. De golpe la ventana se abría y la vecina del departamento A (Florida 930, quinto piso) se descolgaba por esa ventana y haciendo equilibrio por una amplia cornisa llegaba hasta mí trayéndome los dones. Ella era Lina Wille Bille, la austera pero ágil y generosa mujer del dueño de Gong, una boîte de moda en aquel entonces, y traía hasta mi ventana la magia del cotillón: matracas, cornetas, globos, antifaces. Quizá aquellos antifaces decorados con lentejuelas y purpurina fueron los detonadores de algo que hasta el día de hoy me arranca del sufrimiento y la tristeza, me deslumbra y me despierta un incondicional fervor.

Porque, ¿cuándo nace una pasión?

Es probable que crezca de a poco; en mi caso la puedo rastrear en mi fascinación por todo lo lejano, en las lecturas, sobre todo, y en las distintas colecciones que fui juntando de chica, hasta banderines y etiquetas de hoteles de esas muy antiguas que se pegaban en las valijas y en los arcaicos baúles ropero. Oh, los baúles ropero del llamado “cuarto de plancha”, en la terraza de casa, un verdadero desván. Cerrados con llaves inhallables, tan llenos de inaccesibles secretos. Una manera de estar en todo el mundo sin moverme de casa, eso era el desván. Lo mismo vengo armando ahora en mi estudio, pero aquellos baúles-ropero representaban la inversa: una manera de llevarse la casa por el mundo.

Palabras portmanteau llamaba Joyce a esas que combinan significados. Baulropero. Así las máscaras. Y así las pasiones, porque nada es tan unívoco como parece.

No son solo las máscaras. Son también los libros que las mentan, las muestran, las reconocen. Los busco y atesoro; en las ciudades que visito entro en las librerías y dejo que el olfato me guíe hasta algún hallazgo. Al igual que mi antropóloga en La travesía:

Hay algo en una librería cualquiera que ella busca denodadamente sin preguntar a vendedor alguno. Libros sobre máscaras, ya se sabe, pero nada de los secos tratados de su especialidad, no, quiere libros con muchas fotos, en colores si posible, de máscaras en uso, de esos instantes cuando el ser humano se hace dios y diablo, y baila. Máscaras como escudo ante lo desconocido, arma mágica para enfrentar fantasmas volviéndose un fantasma.

Investí de antropóloga a la protagonista de La travesía, esa novela que defino como una “autobiografía apócrifa”, quizá porque mi vocación errada haya sido precisamente esa, la antropología. Desde mi preadolescencia leía libros sobre los mundos desconocidos, los pueblos que ahora llamamos originarios, las civilizaciones perdidas, las variadas religiones. Recuerdo haber leído a Joseph Campbell, quien dijo que “la metáfora es la máscara de dios”. Quizá invertí los términos y entendí que también puede decirse que la máscara es la metáfora de dios, y quedé capturada para siempre en su hechizo.

Bruce Chatwin, en su recopilación de textos sobre el nomadismo, cita a Verlaine cuando dice que Rimbaud tenía “suelas de viento”. Temo que, haciendo medio honor a mi apellido, ese también es mi caso. Tras las máscaras y sus rituales sagrados y sus carnavales profanos (sagrados a su modo) he recorrido miles de kilómetros y con esfuerzo he acopiado especímenes, no necesariamente valiosos pero siempre de uso y por lo tanto significativos. Me he metido en algunos de los más insólitos andurriales del mundo y he armado una muy nutrida biblioteca sobre el tema.

En este libro me propongo revivir retazos de esa travesía.

Diario de máscaras

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