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Capítulo 7

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Cinco días después, Mikhail estaba en la terraza que había en su despacho del yate, tomándose una copa con Lorne Arnold.

El resto de los invitados estaban bañándose y tomando el sol en la cubierta principal. Él estaba tan acostumbrado a ver a mujeres medio desnudas que casi ni las miró. La única que llamó su atención fue una pelirroja que se movía, elegante como una gacela, entre las sombras. La piel clara de Kat se quemaba bajo el sol, pero su palidez la distinguía del resto de los morenos invitados.

–Kat es todo un hallazgo –comentó Lorne con cautela, observando que esta se sentaba a leer un libro.

Mikhail apretó los dientes. «No lo sabes bien», pensó con frustración. Había intentado alejarse de ella, pero eso tampoco había funcionado. Era como un puzle al que le faltasen varias piezas: incomprensible y exasperante.

–Muy natural, cariñosa, fresca... –continuó Lorne, sin molestarse en ocultar su apreciación.

–Muy fresca –replicó Mikhail.

–No veo que le prestes demasiada atención...

–Kat prefiere que no le hagan mucho caso –le contestó él, preguntándose cómo era posible que hubiese ido a dar con la única mujer que no reaccionaba ante aquello.

Mikhail, que estaba acostumbrado a que las mujeres se acercasen a él con ganas de complacerlo y entretenerlo, no sabía qué hacer con una que prefería guardar las distancias.

Lara se sentó al lado de Kat a la sombra.

–Tengo demasiado calor –protestó la esbelta rubia.

Kat no se molestó en sugerirle que se diese un baño tal y como iba, en topless y con una minúscula braguita, ya que sabía que Lara no querría estropearse el maquillaje ni el peinado. Ella, por el contrario, se bañaba y nadaba varias veces al día, ya que no soportaba pasarse el día sin hacer nada. El agua le encrespaba un poco el pelo, pero dado que había salón de belleza en el barco, no era un problema.

–Esta es la última noche de los invitados –le recordó Lara–. ¿Qué te vas a poner para ir a la discoteca de Ayia Napa?

–Ya encontraré algo –respondió ella sin más.

Vio a Mikhail en la terraza de su despacho con Lorne. Alto, moreno, muy guapo, inescrutable e impredecible. Prácticamente la había ignorado después del encuentro que habían tenido en su despacho. Era educado cuando tenían compañía y se comportaba como si fuesen pareja, pero había intentado no volver a tocarla. Era normal, después de lo que había hecho ella. Le había dicho una cosa y después había hecho otra. Mikhail debía de estar harto de aquello y ella también. Era como si tuviese una doble personalidad, una que seguía recordando su turbulenta niñez con una madre que era una devorahombres, y la otra parte que le recordaba los estrictos límites morales que había intentado inculcar a sus hermanas al tiempo que les servía de ejemplo. El sexo solo por placer no entraba en sus parámetros y no se sentía avergonzada por contenerse y respetar sus principios.

–Espero que no te importe, pero he pensado que a lo mejor necesitabas algo de ropa, y te he dejado uno de mis vestidos encima de la cama –le dijo Lara sonriendo de oreja a oreja.

En los últimos días, Kat había aprendido a relajarse un poco al lado de la secretaria, que se esforzaba mucho en aconsejarla. Se había dado cuenta de que Lara se había ocupado de los invitados de Mikhail en otras ocasiones y era consciente de que le había usurpado su puesto. Por eso le había sorprendido tanto su amabilidad, aunque había resultado una sorpresa muy agradable, sobre todo, en comparación con la frialdad con la que la trataba Mikhail.

–Seguro que tengo algo... –le dijo Kat.

–No has traído nada para ir a la discoteca –le aseguró Lara–. Y querrás encajar... por una vez.

–Hace mucho tiempo que no voy a una discoteca –comentó Kat en voz baja, ignorando el comentario despectivo acerca de su estilo–. Tengo treinta y cinco años, Lara.

La secretaria la miró con incredulidad.

–¡Pero eso significa que eres mayor que él! Yo solo tengo veintiséis.

Y probablemente fuese mucho más adecuada para él, pensó Kat. Lara era muy guapa y se mostraba en topless sin ninguna inhibición. Lo más probable era que pudiese complacer a Mikhail mucho mejor que ella. Oculta tras las gafas de sol, Kat estudió a Mikhail y se le encogió el corazón al imaginárselo con Lara... o con cualquier otra mujer. Debía de ser porque soñaba con él todas las noches y tenía incómodos sueños eróticos que hacían que se despertase sudando y con las sábanas revueltas.

Unas horas después, ataviada con el vestido corto de color rojo y recién salida del salón de belleza, Kat se miró en el espejo de su habitación e hizo una mueca. Para su gusto, enseñaba demasiada piel, ya que el vestido le dejaba la espalda y gran parte de las piernas al descubierto, pero ¿acaso su opinión contaba? Se sentía incómoda en el lujoso mundo de Mikhail y no quería ir a una discoteca con los más jóvenes de sus invitados, donde estaba segura de que iba a desentonar... ¿Como una mujer de una cierta edad vestida con ropa de adolescente? A Kat le preocupó el aspecto que iba a dar con aquel vestido. De repente, deseó estar en casa y se sintió mal por estar allí, llevando una vida tan superficial en la que lo único que parecía importar era el aspecto y la diversión. En esos momentos su hermana pequeña, Topsy, estaba en casa de vacaciones, con Emmie, y aunque ella las llamaba casi todos los días no era lo mismo que verlas en persona y ponerse al día. Las tres semanas que le quedaban en el gigantesco palacio flotante de Mikhail le parecieron una condena de cárcel.

Kat se sentó junto a Lara en la sala vip en la que, a varios metros de distancia y sentado a otra mesa, Mikhail, cuya actitud parecía la de un rey, estaba rodeado de botellas de champán y bellas mujeres que rivalizaban por llamar su atención. Estaba en su salsa.

–¿Siempre es así con Mikhail? –le preguntó Kat a Lara.

–Tienes que entender que siempre ha estado muy solicitado, desde que era un crío. Gusta a las mujeres porque hay pocos hombres muy ricos, guapos y jóvenes a la vez. Todas quieren que se case con ellas, pero él no quiere casarse.

–No me sorprende –respondió Kat, levantándose para ir al cuarto de baño.

Mientras tanto, dos mujeres que iban vestidas de manera muy sexy hacían ante Mikhail y sus acompañantes una ridícula y sensual danza del vientre. Kat se puso de mal humor al verlas, se sintió mayor para tantas tonterías. Mikhail levantó la cabeza y ella notó que la miraba con los ojos brillantes. Le hizo un gesto para que se acercase, como si fuese una camarera, su perrito faldero o algo peor. Kat se puso tensa e ignoró la señal. Y su ataque de nostalgia la golpeó todavía con más fuerza. No quería estar en Chipre, en una discoteca llena de personas ricas y aburridas. Ni tampoco quería volver al yate de Mikhail. No pertenecía a aquel ambiente y echaba de menos a sus hermanas.

Se había convencido a sí misma de que recuperar su casa bien merecía el sacrificio y no había empezado a tener dudas hasta entonces. Mikhail le estaba amargando la vida. No recordaba haber sido nunca tan infeliz y tenía la autoestima por los suelos. Un rato antes, la había mirado de los pies a la cabeza y había fruncido el ceño, pero no había dicho nada. No obstante, era evidente que no le había gustado su aspecto y, a partir de ese momento, ella se había dado cuenta de que había sido un error ponerse aquel vestido rojo. Pero ¿por qué le importaba tanto la opinión de Mikhail? Dejar de sentirse humillada estaba solo en sus manos y había llegado el momento de actuar. Agarró su bolso con fuerza. Tenía el pasaporte dentro. Stas estaba apostado a la salida y se acercó a él con la cabeza alta y los ojos encendidos, con una renovada energía.

–¿Puedes pedirme un taxi para ir al aeropuerto? –le preguntó, sabiendo que no podría salir del local sin más.

Stas se quedó inmóvil un instante.

–Por supuesto –le contestó–. Dame cinco minutos para que lo organice.

Después de tomar la decisión de volver a casa lo antes posible, Kat se sintió mucho más feliz, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Iría a casa, encontraría un trabajo y otro lugar donde vivir, se dijo mientras se refrescaba en el cuarto de baño. No necesitaba que Mikhail hiciese nada por ella, no necesitaba que le diese una casa que ella había perdido por culpa de sus propios errores y que no había hecho nada por conservar.

Cuando salió del baño, Stas la estaba esperando para acompañarla a través de las puertas de salida, pero después la sorprendió abriendo otra puerta que había en el pasillo. Kat dudó.

–¿Adónde me llevas? –le preguntó con el ceño fruncido.

Mikhail estaba esperándola, parecía furioso.

–No me vas a dejar.

Kat lo fulminó con la mirada.

–¡Claro que sí! –le dijo ella.

–Antes lo hablaremos, milaya moya –respondió Mikhail, bloqueándole el paso con su cuerpo alto y delgado.

Kat pensó que, al fin y al cabo, le debía una explicación. Probablemente había sido poco realista pensar que podría marcharse sin más, porque Mikhail Kusnirovich jamás aceptaría un gesto tan descortés, pero no era su dueño y ella no había renunciado a su vida ni nada por el estilo cuando había firmado aquel maldito contrato con él.

–No soy tu prisionera –le dijo, levantando la barbilla–. Puedo marcharme cuando quiera...

–¿Y adónde planeas ir a estas horas en un país extranjero? –le preguntó él con dureza.

–Puedo esperar en el aeropuerto a que haya un vuelo. Tengo entendido que los vuelos a Londres son bastante frecuentes –comentó ella, tragando saliva con tanta fuerza que le dolieron los músculos de la garganta.

En realidad, no tenía suficiente dinero en su cuenta bancaria para pagar un vuelo a casa, pero había pensado llamar a Saffy y pedirle que se lo comprase ella.

Mikhail contó hasta diez en silencio, pero no funcionó, no consiguió aplacar su agresividad. Que Kat estuviese dispuesta a marcharse sin más le había sentado como un tiro y no podía creérselo. Ninguna mujer lo había abandonado nunca, pero no le extrañó que aquella fuese la primera en intentarlo. Allí estaba, decidida, con los bonitos ojos verdes mirándolo de manera desafiante y enfadada y la barbilla alzada de manera combativa, retándolo a llevarle la contraria. Kat era una persona muy inestable. Tal vez debía haberle prestado más atención en los últimos días, en vez de dejarla a un lado como un proyecto difícil, tal vez debía haber hablado con ella antes, pensó furioso... Pero ¿hablar con ella de qué exactamente? Había tenido muy pocas conversaciones serias con mujeres fuera del trabajo. No le gustaba hablar. No era capaz de empatizar con los demás y nunca salía con ninguna mujer en serio... Lo que significaba que no había mucho de lo que hablar.

–No quiero que te marches –le dijo en voz baja.

–Seamos sinceros... si Stas no te hubiese avisado, no te habrías dado cuenta de mi ausencia –comentó Kat en tono seco–. Esta noche estás rodeado de mujeres...

–Pero no quiero a ninguna –le aseguró Mikhail sin dudarlo–. Te quiero a ti.

A Kat le divirtió que admitiese aquello.

–Pues te estás equivocando en la manera de conseguirme.

–Contigo no hay manera de hacer nada bien. Si ni siquiera tú sabes lo que quieres, ¿cómo voy a dártelo yo? –le dijo él con impaciencia.

–Sé muy bien lo que quiero: quiero volver a casa –anunció ella, echando la cabeza hacia atrás.

–Típico de una mujer –rugió Mikhail–. Encendéis la mecha y luego salís corriendo.

Aquello indignó a Kat.

–¡Yo no salgo corriendo!

–Por supuesto que sí –le aseguró él–. Me deseas lo mismo que yo a ti, pero es evidente que no eres capaz de enfrentarte a algo tan sencillo.

–¡No es tan sencillo! –replicó Kat furiosa, sobre todo, porque Mikhail parecía muy seguro de sí mismo y ella estaba cada vez más confundida.

–Lo es. No eres capaz de manejar tus propias inhibiciones sexuales. Eres como una niña en todo lo relativo al sexo. Das un paso al frente y dos hacia detrás. Si no supiera que no hay ninguna malicia en tu comportamiento, diría que estás jugando...

–¿Cómo te atreves? –inquirió ella, enfadada con sus críticas–. ¡Te advertí que no me acostaría contigo!

–Mientras sigues respondiendo a mis miradas y caricias –le recordó Mikhail con tenacidad–. Te aterra tener una relación sexual normal con un hombre... ¡Ese es el único motivo por el que sigues siendo virgen!

–¡No es verdad! –negó ella con vehemencia.

Le ardían las mejillas y le salía fuego por los ojos. ¿Cómo se atrevía Mikhail a decir aquello si no sabía nada sobre ella?

–¡Me niego a que los hombres me utilicen como utilizaban a mi madre! –añadió.

–¿A... tu madre? –repitió él, frunciendo el ceño–. ¿Qué tiene eso que ver?

Kat parpadeó rápidamente, casi tan sorprendida como él de haberle dicho aquello. Su distanciamiento con los hombres estaba basado en un miedo que se remontaba a su inestable niñez, cuando Odette se había quejado de manera constante de que en cuanto un hombre se acostaba con ella, perdía el interés y la dejaba.

–No quiero que me utilicen solo por mi cuerpo. Solo te interesa el sexo –protestó.

Mikhail se dio cuenta de que se había metido en una de esas discusiones de pareja que siempre había evitado como la peste. Era evidente que solo estaba interesado en el sexo, pero ¿qué tenía eso de malo? Siempre le había parecido que el sexo era algo sano, hasta que la había conocido a ella y se había convertido en una prueba de resistencia.

–A mí también me han utilizado muchas mujeres –le dijo con frío cinismo–. Por sexo, por dinero, por mis contactos. Nos ocurre a todos. No te puedes proteger de esas experiencias y es de débiles huir de ellas...

–¡No es de débiles!

Pero Kat se había quedado completamente desconcertada cuando Mikhail había admitido que a él también lo había utilizado el sexo contrario. También la desconcertaba haberle hablado de su madre y en esos momentos se temía que Mikhail hiciese la misma deducción que ella había hecho. ¿Tan claro había dejado que quería de él algo más que sexo? De repente, rezó por que Mikhail no le diese demasiadas vueltas a sus palabras, porque las emociones que habían hecho que quisiese huir eran demasiado íntimas y nuevas como para compartirlas con nadie, y mucho menos con él.

Mikhail estudió el rostro de Kat, espiró y dio un paso al frente. En un movimiento rápido, la tomó en brazos e ignoró su grito ahogado antes de sentarla en el sofá de piel que tenía detrás.

–Siéntate y habla conmigo, después... Cuéntame cómo es posible que tu madre siga influyendo en ti...

Mikhail se sintió benevolente al ofrecerle aquella incomparable invitación. Estaría dispuesto a escuchar lo que fuese con tal de que Kat no se marchara y, además, estaba deseando saber por qué aquella mujer le enviaba tantos mensajes contradictorios.

Mientras Mikhail abría la puerta para hablar con Stas y después se sentaba a su lado, a ella se le llenó la mente de imágenes incómodas. Él pidió champán y ella intentó contener los desgraciados recuerdos de su infancia. Kat casi nunca pensaba en su madre, Odette, la mujer a la que había querido sin ser correspondida hasta que ella también se había convertido en una adulta, porque su indiferencia todavía le dolía. A Odette siempre le había gustado hacerse la víctima y Kat había tenido que presenciar más cosas de las debidas acerca de su complicada vida amorosa. Hacía mucho tiempo que había enterrado aquellos recuerdos para continuar con su vida y no se había dado cuenta hasta entonces, al obligarse a sacarlos a la luz, de que le parecían distintos. De repente, se sintió como una tonta por no haberse dado cuenta antes.

–¿Kat?

Mikhail estaba estudiando sus ojos atormentados y su ceño fruncido y estaba empezando a exasperarse cuando llegó el champán.

Ella se humedeció los labios con la burbujeante bebida y dio gracias de poder tener algo en la temblorosa mano.

–Mi madre, Odette, fue una modelo de mucho éxito, pero, probablemente, no una buena persona. Nuestras vidas eran un caos porque todas sus relaciones se rompían –admitió Kat a regañadientes–. Se casó con mi padre para tener seguridad y se divorció cuando empezó a tener éxito en su carrera. Dejó al padre de las gemelas cuando este se arruinó, pero, aun así, de lo que hablaba siempre cuando yo era niña era de cómo los hombres la utilizaban y después la dejaban. No me había dado cuenta hasta ahora de que, en la mayor parte de los casos, fue ella la que los utilizó.

Mikhail bajó la mirada para que Kat no se diese cuenta de que aquello le divertía.

–¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?

–Nada –admitió Kat, avergonzada de haber permitido que la actitud autocompasiva de su madre la influyese durante tantos años sin que ella se percatase.

Odette había pensado que tener sexo con un hombre era tener una relación, y que tener un hijo con él lo haría comprometerse. Y había sido aquel enfoque tan superficial lo que había hecho que ninguna de las relaciones de su madre hubiese prosperado.

–¿Todavía quieres volver a Inglaterra?

Ella lo miró a los ojos y se le encogió el estómago. Eran los ojos más bonitos que había visto en toda su vida. Era un hombre muy peligroso, admitió aturdida, porque había elegido el momento perfecto para hacerle aquella pregunta. No quería separarse de Mikhail en esos momentos, todavía no estaba preparada para cerrarle la puerta a lo que podía descubrir acerca de él. Había estado huyendo sin darse cuenta, pero la lógica le decía que la vida era para vivirla, errores incluidos, y que, en cualquier caso, ella no estaba siguiendo el ejemplo de su madre.

Kat levantó la cabeza.

–Todavía no... –confesó, vaciando su copa.

–Volvamos al yate –le sugirió Mikhail con voz ronca, más desconcertado que nunca con el funcionamiento de la mente de Kat, pero satisfecho con el resultado.

La tomó de la mano y la levantó del sofá.

–¿Y tus invitados?

–Están demasiado ocupados pasándoselo bien, no notarán mi ausencia –le respondió él.

El calor de su cuerpo y el olor de su cara colonia invadieron a Kat, que se ruborizó al darse cuenta de que Stas miraba sus manos unidas, pero supo que para Mikhail no había nada de romántico en aquel gesto. Por una vez, podía leerle el pensamiento al millonario ruso. Sabía que mientras la tuviese atada físicamente a él no se marcharía a ninguna parte, era así de básico. Kat deseó poder ser igual de fría. Él era presa del deseo, pero ella estaba empezando a enamorarse...

Cuando Mikhail abrió la puerta de su habitación, Kat casi no podía respirar de la tensión nerviosa, pero entonces fue él quien la sorprendió retrocediendo para marcharse a su propia habitación.

–Ha llegado el momento de tomar una decisión, milaya moya –le dijo en tono sensual–. Si me quieres, ya sabes dónde estoy.

E-Pack Novias de millonarios octubre 2020

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