Читать книгу E-Pack Novias de millonarios octubre 2020 - Lynne Graham - Страница 13
Capítulo 9
ОглавлениеQué quieres hacer hoy? –le preguntó Mikhail a la mañana siguiente mientras la envolvía en una suave toalla.
–Pensé que tenías que trabajar...
–¿Tu último día aquí? –añadió él arqueando una ceja.
Kat se sintió como si le hubiese clavado un puñal en el corazón, consternada. Había pensado que Mikhail no se acordaría de que se había terminado su mes allí. ¡Qué tonta había sido! Era evidente que sabía qué día era tan bien como ella, y eso le recordó que tenía que hablar de algo con él antes de que se separasen.
–¿Podríamos ser dos personas normales y corrientes, para variar? –le pidió, pensando que le sería más sencillo hablar con él fuera del yate, ya que Mikhail no querría montar una escena en un lugar público.
–¿Normales y corrientes? –repitió sorprendido.
–Para pasear por la calle sin un escolta que llame la atención, mirar escaparates, ir a tomar un café a algún lugar que no esté de moda... Cosas normales y corrientes.
Mikhail se encogió de hombros.
–Por supuesto.
La lancha los dejó en el paseo marítimo. Stas y sus hombres los siguieron, pero a una buena distancia. Mikhail se había puesto unos pantalones cortos y una camisa que no se había abrochado hasta arriba y condujo a Kat de la mano hacia el centro de la ciudad. Ella miró los escaparates y entró en una tienda de regalos, donde insistió en pagar un pequeño búho de cristal que sabía que a Topsy le gustaría para su colección.
–He decidido que no me gustan las mujeres independientes –le contó Mikhail mientras ella miraba los anillos que había en el escaparate de una joyería–. Aquí no te interesa nada. Con esos precios, tienen que ser falsos...
–No soy una esnob...
–Yo sí –dijo él sin dudarlo–. ¿Cuál te gusta?
–El verde –le confesó Kat, sorprendida por la pregunta.
–No soportaría verte eso en el dedo –se burló él, llevándosela de allí–. ¿Dónde quieres que nos tomemos un café?
Kat eligió una tranquila terraza con bonitas vistas al mar y sillas cómodas. Mikhail puso gesto de resignación y se instaló en una de las sillas, que crujió bajo su peso.
–¿Y qué tiene de emocionante venir aquí? –inquirió, deseando saberlo.
–De eso se trata. No es emocionante ni elegante, sino normal y tranquilo –le respondió Kat, sabiendo que tenían que tratar un tema espinoso antes de marcharse de allí.
Mikhail pensó que Kat se parecía tan poco a sus anteriores amantes, que era normal que estuviese fascinado con ella, por eso intentó no fruncir el ceño mientras la veía beberse otra de sus desagradables bebidas de chocolate, que tenían que ser malas para la salud. ¿No le importaba su bienestar? ¿Tampoco le importaba ser tan pobre como era? Cualquier otra mujer con la que se hubiese acostado ya habría intentado sacarle algo antes de despedirse de él...
Por fin había llegado: el momento de la despedida. Echaría de menos a Kat, y no solo en la cama. Echaría de menos su habilidad para retarlo, su rechazo a todo lo que el dinero podía comprar, incluso su amabilidad con los trabajadores y los invitados, aunque no echaría de menos su obsesión por esos programas de televisión tan absurdos que veía. Y echar de menos a una mujer, incluso considerar que había una mujer capaz de darle algo más que un par de semanas de diversión, no era una experiencia conocida para Mikhail. Siempre había creído que después de dejar a una mujer encontraría a otra que lo atraería todavía más. Continuaría con su vida como hacía siempre, por supuesto que sí.
Y ella haría lo mismo, se dijo, convencido de que Lorne intentaría ponerse en contacto con ella en cuanto se enterase de que ya no estaba con él. Lorne Arnold se había quedado impresionado con Kat... Y estaba esperando su turno. Mikhail apretó los dientes e intentó no imaginarse a Kat en la cama con Lorne, separando sus largas piernas y gimiendo al llegar al clímax. Sintió náuseas. ¿Por qué le molestaba tanto aquella imagen? No era posesivo con las mujeres, nunca lo había sido, ni sensible tampoco. Cuando se terminaba, se terminaba. No era un hombre inestable e irracional, como su padre, que se obsesionaba con una mujer y se emborrachaba cuando la perdía. Él no se emocionaba, no se encariñaba con nadie... tampoco sufría ni se decepcionaba. Nunca era vulnerable. Aquel era un riesgo que solo corrían los tontos y él nunca había sido tonto.
–¿En qué piensas? –le preguntó Kat al verlo tan serio–. Pareces enfadado.
–¿Por qué iba a estar enfadado? –inquirió él, molesto porque Kat lo conocía demasiado bien.
Solo habían pasado unas horas desde que se le había olvidado utilizar protección por primera vez en su vida y aquel momento había roto completamente su equilibrio. ¿Cómo podía excitarlo tanto una mujer? Necesitaba distanciarse de ella, necesitaba mandarla a casa para poder estar tranquilo.
–No sé, pero no te veo contento –le dijo ella, sin saber lo que le pasaba.
Mikhail tenía un lado oscuro al que no conseguía llegar, pero no solía estar nunca de mal humor.
–Estoy bien –insistió él mientras se proponía en silencio hacer una lista con las cosas que no le gustaban de Kat.
Hacía preguntas incómodas e insistía incluso cuando su descontento era evidente. Se acurrucaba contra él en la cama, aunque eso en realidad fuese entrañable. Tal vez no fuese un tipo sensible, pero no podía poner ninguna objeción al cariño tan natural que Kat le había demostrado. Por otra parte, a ella le gustaba ducharse con el agua demasiado caliente y también le gustaba comer cosas demasiado dulces. ¿Podía considerar aquello como defectos? ¿Desde cuándo era tan mezquino? ¿Desde cuándo necesitaba motivos para dejar a una mujer? Le compraría una joya para demostrarle su aprecio. Sacó el teléfono para organizarlo.
Kat suspiró en cuanto vio el teléfono en su mano.
–¿De verdad es necesaria esa llamada? –preguntó en tono amable.
Mikhail apretó los dientes y añadió algo más a su lista de defectos.
–Da... lo es.
Kat asintió y deseó que Mikhail no estuviese pensando siempre en su trabajo. Había sido una ingenua al esperar que bajase la guardia un poco en su último día y accediese a hablar de algo serio con ella. ¿De verdad había creído que Mikhail se pondría romántico y le diría que quería que se quedase con él unos días más? ¡Qué sueño tan tonto! Lo que tenía que hacer era volver a casa y recoger sus cosas de allí. Emmie le había dicho que pronto quedaría libre en el pueblo una pequeña casa con terraza. Así que había llegado el momento de decirle a Mikhail lo que había pensado acerca de Birkside. Estudió su rostro mientras este hablaba por teléfono y su mirada se ablandó, no podía ser práctica con él. Adoraba aquellas pestañas tan gruesas, el único elemento que suavizaba un rostro tan duro, pero no solo le gustaba su físico y que fuese tan buen amante. Le encantaba su ética profesional, su generosidad con las obras benéficas adecuadas, su franqueza, su actitud liberal.
–Tenemos que hablar de una cosa –anunció.
–Podemos hablar cuando estemos en el yate –murmuró él mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo.
–¿Ya te quieres marchar? Si ni siquiera has probado tu café –le dijo Kat.
–Hay algo en la taza –le informó él–. No se me da bien lo normal y corriente... Lo siento.
Kat se encogió de hombros.
–Está bien. No te voy a llevar a juicio. Necesito hablar contigo acerca del acuerdo legal al que llegamos...
Mikhail frunció el ceño.
–Eso es agua pasada...
–No, no lo es. Ahora no puedo aceptar la casa –le dijo ella, haciendo una mueca–. Dadas las circunstancias, me sentiría como si fuese en pago a los servicios prestados en la cama.
–¡No seas ridícula! –exclamó él–. Te ofrecí la casa y tú la aceptaste, eso es todo.
–No la he aceptado y no la voy a aceptar –insistió ella–. La casa vale miles de libras y es demasiado dinero para lo que yo he hecho por ti.
–Esa decisión tengo que tomarla yo, no tú –la contradijo él, mirándola con frialdad.
Kat sintió frío de verdad y se puso recta. Estaba decidida a no rendirse porque, por una vez, sabía que tenía razón y que Mikhail estaba equivocado.
–No aceptaré que pongas la casa a mi nombre. Lo he pensado bien y te lo digo de verdad, Mikhail. Todo ha cambiado entre nosotros desde que llegamos a aquel acuerdo y no estaría bien seguir con él.
Mikhail echó su silla hacia atrás y se puso en pie, enfadado.
–Te voy a devolver la casa... ¡Punto final!
Por el rabillo del ojo, Kat vio que Stas se apresuraba a pagar la cuenta mientras observaba con cautela a su jefe. Ella se ruborizó al darse cuenta de que las personas que había en la mesa de al lado los estaban mirando.
Se acercó a Mikhail antes de que él se marchase sin ella.
–Tenía que decirte lo que pensaba –añadió.
–Pues ahora ya sabes lo que pienso yo –replicó él–. Deja de jugar conmigo, Kat. ¡Me pones enfermo!
–No estoy jugando contigo –protestó ella desconcertada.
Pero era evidente que pensaban de manera diferente acerca de aquel tema y cuando la lancha los llevó de vuelta al yate, Mikhail se apartó de ella nada más subir a bordo. Kat le había dicho lo que tenía que decirle y no iba a retirarlo, lo tenía claro, y bajó a su habitación a preparar la maleta para estar lista para marcharse a la mañana siguiente. Pasó a la habitación de Mikhail para recoger un chal, dos camisones y los artículos de aseo que había dejado en su baño. Cuando volvió a la suya, le sorprendió ver a Mikhail parado en la puerta como una enorme nube negra de tormenta.
–Estás haciendo la maleta –comentó.
Ella asintió incómoda y notó que se le secaba la boca mientras Mikhail la miraba.
–Esto es para ti... –le dijo él, tirando una caja de una joyería encima de la cama–. Una pequeña muestra de mi... agradecimiento.
Kat tomó la caja con el corazón acelerado y la abrió, en ella había un bonito colgante con una esmeralda y diamantes.
–Es enorme –comentó–. ¿Qué demonios esperas que haga con él?
–Póntelo para mí esta noche. Lo que hagas con él después es solo asunto tuyo.
–Supongo que debería haberte dado las gracias inmediatamente, pero me he sentido abrumada por un regalo tan caro –se disculpó.
Él arqueó una ceja.
–¿Esperabas algo barato y chabacano, a juego con ese gusto por lo normal y corriente que has desarrollado de repente?
–Por supuesto que no, aunque yo soy normal y corriente, Mikhail. Y mañana volveré a mi propia vida, que también es normal y corriente –le respondió con tranquila dignidad mientras dejaba la caja del colgante encima del tocador y la estudiaba cada vez más desolada.
Aquella espectacular esmeralda era la manera de Mikhail de decirle adiós y muchas gracias. Lo sabía, pero no entendía por qué el hecho de que la tratase tal y como se había imaginado que la trataría le estaba doliendo tanto. ¿Acaso se había creído diferente a sus predecesoras en la cama de Mikhail? ¿Había pensado que significaba algo más para él? Palideció y sintió náuseas. Bueno, pues si se había creído especial, estaba siendo castigada por semejante vanidad. Mikhail acababa de demostrarle que había sido poco más que un cuerpo con el que satisfacer sus impulsos sexuales. Había cumplido con sus expectativas y lo había complacido, pero había llegado el momento de marcharse. Su tiempo se había terminado. Se giró a mirarlo. Mikhail iba vestido con unos vaqueros y una camisa, y estaba muy guapo despeinado y con una barba de tres días oscureciéndole el rostro. Estaba tenso y ella bajó la mirada al darse cuenta demasiado tarde de que, como ella, tampoco estaba disfrutando con el proceso de sacarla de su vida.
–Te veré en la cena –le dijo antes de marcharse.
Mientras se ponía el colgante un par de horas después, Kat se dijo a sí misma que los corazones no se rompían. Se quedaban maltrechos y magullados. Al día siguiente volvería a casa, vendería la esmeralda y buscaría trabajo. En realidad, la esperaba una nueva vida, porque la pérdida de la posada la iba a obligar a ir en otra dirección. ¿Dónde estaba su entusiasmo frente al nuevo comienzo? Se alisó el vestido, cuyo color hacía que resaltasen el color de su pelo y la palidez de su piel. La esmeralda brilló en su garganta y los diamantes que la rodeaban centellearon con la luz.
Llamaron a la puerta. Era Lara, que le dijo:
–La cena está lista... Veo que has hecho la maleta y estás preparada para marcharte.
Kat asintió. Lara había dejado de ser amable con ella cuando se había dado cuenta de que se había convertido en la amante de su jefe.
–Sí...
–¿Estás disgustada? –le preguntó Lara, volviendo a desconcertarla.
Ella se encogió de hombros y se concentró en subir las escaleras de cristal que cambiaban de color sin pisarse el largo vestido.
–La verdad es que no. Estar en el yate ha sido toda una experiencia, pero no es a lo que yo estoy acostumbrada. Estoy deseando volver a casa, ponerme los vaqueros y charlar con mis hermanas –le respondió, levantando la cabeza con orgullo, ya que habría preferido tirarse por las escaleras que confesar que se sentía destrozada por tener que dejar a Mikhail.
–El jefe te habrá dejado el listón muy alto. Espero que no te haya echado a perder para otros hombres –comentó Lara.
–¿Quién sabe? –replicó ella.
Y volvió a pensar que la secretaria de Mikhail estaba demasiado impresionada con su jefe. Era muy guapa y debía de molestarle que Mikhail no se hubiese fijado en ella y hubiese preferido pasar el tiempo con una mujer que no tenía ni su perfección física ni su juventud.
–El jefe ha tirado la casa por la ventana con la cena. Todo el mundo sabe que te marchas mañana –añadió Lara en tono irónico antes de desaparecer.
Kat se dio cuenta de que era cierto nada más ver la impresionante mesa, adornada con velas, perlas y capullos de rosa. Arqueó las cejas al ver salir a Mikhail al balcón hablando por su teléfono móvil en ruso. Dejó el móvil mientras la estudiaba con la mirada. ¿Estaba buscando en ella restos de lágrimas o de tristeza? Kat levantó la barbilla y sonrió mientras tomaba asiento.
–Estás preciosa esta noche –le dijo Mikhail, sorprendiéndola, ya que no era dado a hacer cumplidos–. La esmeralda realza el verde de tus ojos, milaya moya.
Les llevaron unos cócteles y después les sirvieron la comida. Kat se sintió desfallecer al ver que el entrante llegaba presentado en forma de corazón y que el menú estaba plagado de ingredientes afrodisiacos. También había en él mucho chocolate. Era como una cena de San Valentín a lo grande, algo completamente inapropiado para una pareja que estaba a punto de separarse para siempre. Además, Mikhail prefería la comida rusa sencilla, y no las elaboradas y exquisitas raciones que les estaban sirviendo esa noche.
–Supongo que todo esto es en tu honor –le dijo él en tono seco, viéndola morder una trufa de chocolate–. Es evidente que mi chef es tu fiel esclavo.
–En absoluto. François es consciente de lo mucho que aprecio sus esfuerzos –respondió ella con naturalidad.
A pesar de que Mikhail pagaba bien a sus empleados y los recompensaba por su excelencia, en general solo hablaba con ellos acerca de su trabajo cuando hacían algo que no le gustaba, una actitud que Kat había combatido con felicitaciones y halagos.
Por desgracia, en aquella ocasión en particular la comida de François se iba a desperdiciar porque ella solo podía pensar en que iba a ser la última noche que cenase con Mikhail. Él la había tratado como la trataba siempre, con educación y una agradable y entretenida conversación. Si estaba incómodo con la situación, no se le notaba.
Ella, por el contrario, cada vez estaba más molesta con tanto autocontrol. Lo observó y sintió ansias de volver a tenerlo por última vez, estudió constantemente sus bonitos ojos, que le iluminaban el bello rostro, la fuerza de sus rasgos, y no vio en ellos ni una pizca del pesar que la torturaba a ella. Los restos de la deliciosa trufa se hicieron cenizas en su boca. Por un peligroso momento, deseó gritar y clamar por lo que Mikhail no sentía por ella.
–Esta noche estoy muy cansada –admitió a pesar de saber que no pegaría ojo cuando se fuese a la cama.
–Vete a dormir. Yo iré más tarde –le respondió él, acariciándola con su profunda voz.
Kat se estaba levantando cuando se dio cuenta de que tal vez Mikhail esperase compartir su cama con ella esa noche, y se quedó inmóvil de repente. ¿Es que no tenía sensibilidad, no comprendía cómo se sentía? Contuvo la ira y levantó la cabeza.
–Espero que no te importe, pero esta noche preferiría pasarla sola.
Mikhail frunció el ceño porque había abrigado la fantasía de verla tumbada en su cama, con sus pálidas curvas embellecidas solo con la esmeralda que le había regalado.
–No me sentiría bien si pasase la noche contigo –le explicó ella en un murmullo, ruborizándose–. Lo nuestro ha terminado y no podría fingir lo contrario.
A Mikhail le sorprendió aquel comentario tan sincero y la insultante sugerencia de que Kat tendría que fingir entre sus brazos. Apretó los dientes y se dijo a sí mismo que lo mejor era dejarlo pasar. Tal vez no quería pasar la noche solo ni sentía que fuese eso lo que se merecía, después de haberla tratado con guantes de seda y con todo el respeto que le había podido mostrar, pero todavía le apetecía menos que Kat le montase una escena. Aunque no parecía que estuviese dispuesta a llorar delante de él, su expresión parecía tranquila. Ella le sonrió, se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó de él rápidamente.
Mientras se preparaba para meterse en la cama, Kat pensó que la cena le había parecido algo similar a la última comida de una mujer condenada, pero no iba a llorar por él. Lo suyo se había terminado y ella lo superaría y seguiría con su vida. Aquel momento de dolor y rechazo la había esperado desde el minuto en que lo había conocido. Mikhail le había dicho lo que le tenía que decir, había actuado como tenía que actuar, pero no sentía nada. Entre ellos solo había un vínculo superficial que era mucho menos importante para él que para ella. Así que Kat se pasó la noche dando vueltas en la cama, atormentándose, hasta que encendió la luz de la lamparita a eso de las dos de la madrugada y sacó una revista para intentar que su cerebro descansase.
Se quedó inmóvil al oír un suave golpe en la puerta que comunicaba su habitación con la de Mikhail y después se levantó atropelladamente de la cama. Había cerrado la puerta con llave un rato antes, no porque temiese que Mikhail fuese a ignorar su deseo de pasar la noche sola, sino porque quería dejar claro, para ella también, que su relación se había terminado. En esos momentos, con el corazón acelerado, la abrió.
–He visto la luz. ¿Tú tampoco puedes dormir? –le preguntó Mikhail, que había retrocedido un par de pasos de su propia puerta e iba ataviado solo con unos calzoncillos.
–No.
A Kat le sudaban las palmas de las manos, tenía el pulso agitado y se dio cuenta, no pudo evitarlo, de que Mikhail estaba excitado. Se le secó la boca y apartó la mirada de él al tiempo que sentía calor en las mejillas.
–Pridi ka mne... Ven conmigo –murmuró Mikhail con la voz ligeramente entrecortada, clavando los ojos en la generosa curva de su boca.
Y fue como si una mirada pudiese prender fuego en su traicionero cuerpo, porque se le irguieron los pezones y sintió calor y humedad entre los muslos. Se quedó inmóvil.
–No puedo –murmuró con voz tensa–. Se ha terminado. Hemos terminado.
Cerró la puerta y volvió a echar la llave. Después, apoyó la espalda en la fría madera porque le temblaban las piernas. Se había resistido a él y se sentía orgullosa de sí misma. Otra sesión de apasionante sexo no iba a curar su maltrecho corazón y solo le haría sentirse avergonzada. Una cosa era amar a un hombre y otra humillarse ante él. Con los dientes apretados, volvió a la cama, apagó la luz y se metió entre las sábanas mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Las ignoró, decidida a seguir controlándose, a que Mikhail no la viese por la mañana con los ojos enrojecidos.
Mikhail juró entre dientes y fue a darse otra ducha de agua fría. «Es solo sexo», se dijo a sí mismo. Aquello no tenía nada que ver con que tuviese la sensación de que su cama estaba vacía sin ella ni con que echase de menos sus conversaciones. Lo lógico era que se terminase. Lo lógico era no implicarse. En lo relativo a las mujeres, era demasiado listo y disciplinado para dar importancia a sentimientos ilógicos e irracionales.
Después de pasar toda la noche en vela, Kat pidió que le llevasen el desayuno a su habitación. No tenía ningún motivo para volver a tener que soportar otro tenso encuentro con Mikhail. De hecho, cuanto menos lo viese antes de marcharse, mejor. Eligió su ropa con cuidado: un vestido camisero de color azul y una chaqueta, y se maquilló más de lo habitual para ocultar las sombras que había bajo sus ojos.
Lara la llamó por teléfono para decirle que el helicóptero que la llevaría al aeropuerto estaba preparado. Había una nota de satisfacción en la voz de la glamurosa rubia que incluso Kat advirtió. Estaba segura de que Lara se alegraba de verla marchar y le sorprendió que la joven le hubiese caído bien durante unos días, porque era evidente que la amabilidad de Lara nunca había sido sincera. ¿Sería porque sentía celos por la relación que había tenido con su jefe? ¿Estaría Lara enamorada de Mikhail?
Ya se habían llevado sus maletas y Kat subió las escaleras de cristal por última vez. Pensó que no iba a echarlas de menos. Oyó a la tripulación preparando el despegue del helicóptero. Acababa de salir a la luz del sol de un precioso día cuando Mikhail apareció, sorprendiéndola, porque había pensado que no volvería a verlo antes de marcharse. Vestido con un ligero traje beis de diseño y con una corbata de seda de color bronce, estaba muy guapo y parecía tranquilo. Y Kat pensó con tristeza que no había nada en él que sugiriese que había pasado la noche sin dormir.
Mikhail la miró fijamente y entrecerró los ojos negros. Estaba muy serio.
–Kat...
–Adiós –le dijo ella, sonriendo con decisión.
–No quiero decirte adiós... –respondió él, cerrando la boca inmediatamente, como si aquellas palabras hubiesen salido de ella sin su consentimiento.
–Pero debemos hacerlo –replicó Kat con dignidad, despidiéndose de Stas con una inclinación de cabeza.
–Te equivocas...
Kat frunció el ceño y centró su atención en el helicóptero y en todo el ajetreo que había a su alrededor.
–Quédate... –le pidió Mikhail de repente.
Ella volvió a mirarlo, con incredulidad.
–¿Qué has dicho?
–Que quiero que te quedes conmigo.
–Pero si ya está todo organizado para que me marche. ¡Si lo has organizado tú! –le recordó enfadada.
El piloto se acercó a ellos e informó a Mikhail de que el helicóptero estaba preparado para despegar.
Mikhail ni lo miró, pero cuando Kat dio un paso en su dirección, una mano la agarró con fuerza para evitar que se moviera.
–¡Quédate! –insistió Mikhail entre dientes.
–¡No puedo! –le gritó ella, perpleja por su comportamiento y paralizada al darse cuenta de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas con la tensión.
La tristeza que había sentido durante las últimas veinticuatro horas estaba a punto de aflorar.
Mikhail la retuvo delante de él. La miró a los ojos y Kat vio en los de él una urgencia que no había visto nunca antes.
–Necesito que te quedes –murmuró él con voz ronca–. Necesito que te quedes porque no puedo dejarte marchar.
Y aquella súplica la conmovió y le hizo escuchar y observar como ninguna otra cosa lo habría conseguido. Durante un estresante minuto, había creído que Mikhail había hablado impulsivamente, por capricho y, sobre todo, motivado por el deseo sexual. Pero que un hombre tan autosuficiente y reservado como Mikhail le dijese que la necesitaba, le pareció muy serio.
–Me estás haciendo daño en los brazos –murmuró ella, temblorosa, porque la estaba agarrando con demasiada fuerza.
Él juró y abrió las manos para soltarla. Luego le dijo a Stas algo en ruso antes de tomar a Kat en brazos para volver al interior del yate con ella.
–No es posible que esté pasando esto... ¡No está bien! –protestó ella con vehemencia.
–Es la primera cosa que he hecho bien en toda la semana –le informó Mikhail con convicción mientras la llevaba hasta su terraza privada, donde se sentó en un sofá con ella todavía entre sus brazos–. Vas a quedarte conmigo, moyo zolotse...
A Kat le estaba divirtiendo mucho su comportamiento.
–No es posible que cambies así de opinión en el último momento.
Él la retó con la mirada.
–Si me doy cuenta de que he tomado una decisión errónea, debo rectificar, ¿no? Kat... ¿tienes idea de las pocas veces que he admitido en mi vida que estaba equivocado?
Kat estaba segura de que era cierto. Ella había tenido que convencerse a sí misma de que tenía que dejarlo y había tenido que hacer un enorme esfuerzo para guardar la compostura frente a aquel reto. No obstante, el repentino cambió de opinión de Mikhail hizo que se pusiera más a la defensiva que nunca.
–No puedo quedarme contigo –le repitió con voz temblorosa y sin su energía habitual–. Tengo una vida y una familia con la que volver, Mikhail.
Hizo una pausa y después continuó:
–Habías terminado conmigo. Se había acabado... era lo que tú querías...
–Si se hubiese terminado de verdad, te habría dejado marchar. El acto de retenerte ha sido un instinto visceral –le confesó Mikhail.
¿Un instinto visceral? ¿Qué podía hacer Kat en esas circunstancias? Tan pronto quería deshacerse de ella como quería que se quedase allí.
–¿Y qué pasa ahora? –le preguntó en un susurro.
De repente tenía frío y estaba temblando a pesar de estar entre sus brazos.
–Te llevaré a casa conmigo.
Kat arqueó las cejas.
–¿Que me llevarás a casa contigo? ¿Ahora me he convertido en una mascota?
–Te estoy pidiendo que vengas a vivir conmigo. Es la primera vez que le pido algo así a una mujer –le reveló Mikhail.
Kat lo pensó, sorprendida por la propuesta y asustada por las imágenes que aparecían de repente en su mente. Aquello era un compromiso. Un compromiso mucho mayor que hacer de acompañante y amante de un hombre en un yate y durante un mes. Sí, era un compromiso, pensó un tanto aturdida, y de repente las lágrimas que tanto había luchado por contener le inundaron el rostro.
–¿Qué te ocurre? –le preguntó Mikhail, limpiándoselas.
–¡Nada! ¡Que tengo el lagrimal flojo! –respondió ella, poniéndose a la defensiva y secándose el rostro con impaciencia–. No puedo irme a vivir contigo. También me he comprometido...
–¿Con tus hermanas? Me ocuparé de ellas como si fuesen de mi propia sangre –le aseguró Mikhail sonriendo de repente.
–Pero tengo que arreglar lo de la posada, hacer gestiones...
–Déjamelo todo a mí. Vendrás a vivir conmigo, me cuidarás y te ocuparás de mi casa. No tendrás nada más de lo que preocuparte de ahora en adelante. ¿Entendido?
Kat cerró los ojos con fuerza porque seguía con ganas de llorar y contuvo un sollozo. Lo quería y lo odiaba al mismo tiempo: lo quería por reconocer que habían tenido algo especial y lo odiaba por haber esperado para decírselo hasta el último momento.
–¿Y si vuelves a cambiar de opinión? –le preguntó–. ¿Y si dentro de un par de semanas ya no es eso lo que quieres?
–Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir. Siempre seré sincero contigo. No quiero perderte.
Kat se tragó el nudo que tenía en la garganta e intentó volver a respirar con normalidad. Suponía que no podía esperar mucho más de él.
Mikhail no quería perderla todavía, pero había estado a punto de dejarla marchar. Cómo de cerca había estado de hacerlo sería algo que se preguntaría siempre. ¿Habría ido tras ella si se hubiese subido a aquel helicóptero?
–Tengo una casa en el campo que creo que te gustará –le dijo Mikhail–. Puedes invitar a venir a tus hermanas y hacer como si fuese tuya. Y vendrás conmigo a la boda de Luka.
Ella lo agarró de la chaqueta de seda y lino y lo miró con los ojos todavía húmedos y el corazón acelerado.
Él pasó un dedo por la generosa curva de su labio inferior.
–Funcionará... ya lo verás –predijo con su habitual seguridad.
Luego la besó apasionadamente y Kat dejó de pensar.
Terminó el día tumbada en su cama, con el cuerpo débil y saciado, preguntándose si habría sido una locura acceder a quedarse con él. ¿Estaría limitándose a posponer el momento de la decepción? ¿Estaría prolongando su sufrimiento? Lo amaba con locura, pero se temía que lo que Mikhail sentía por ella fuese solo deseo.