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Capítulo 8

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Kat se apoyó contra la puerta con el corazón acelerado... «Ya sabes dónde estoy». Al otro lado de la puerta que ella había cerrado con llave. No podía recriminar a Mikhail que le hubiese dicho que tomase ella la iniciativa, para variar. Le había dado demasiada importancia al hecho de no acostarse con él y, sin ni siquiera pretender ser injusta, había permitido que la tocase para después dar marcha atrás en el último momento. Lo cierto era que se había fijado en Mikhail Kusnirovich desde el principio, lo había deseado más de lo que había deseado nunca a ningún hombre y, por desgracia para ambos, ese deseo había diezmado su sentido común y su autocontrol.

El sentido común y el autocontrol no tenían nada que ver con lo que Kat sentía por Mikhail. El deseo era un sentimiento mucho más primitivo, era un anhelo insaciable que dolía negar. Se quitó el vestido y la ropa interior con impaciencia y lo dejó todo en el suelo, desafiando a su impulso de dejarlo todo recogido. Había vivido demasiado tiempo sujeta a unas normas muy estrictas, sin cuestionar nada. En vez de eso, había cumplido ciegamente aquellas normas como una niña obediente.

De repente, echó la vista atrás a la última y conservadora década de su vida y pensó que estaba harta de hacer siempre lo correcto para ser un buen ejemplo. ¿Qué había conseguido siendo tan buena? No había podido evitar que Emmie se quedase embarazada sin estar casada, ni que Saffy se casase y se divorciase demasiado joven.

Pero, no obstante, había sido la convicción de que debía dar un buen ejemplo lo que había hecho que llevase años sin tener a un hombre en su vida. ¿Cómo se atrevía Mikhail a llamarla cobarde? ¡La cobardía no tenía nada que ver con aquello! Seguir siendo virgen no había sido una decisión caprichosa, sino que había preferido anteponer la necesidad de estabilidad de sus hermanas a sus propias necesidades como mujer.

¿De verdad les habría hecho daño a sus hermanas si hubiese tenido algún amante? En esos momentos, sus hermanas tenían sus vidas ajenas a ella. No tenía sentido seguir sacrificándose. No importaba que solo se acostase con Mikhail para satisfacer su curiosidad acerca del sexo, se dijo exasperada. No importaba que lo amase y que quisiera más de lo que jamás recibiría de él. Un error era solo un error, no un desastre, y ella era lo suficientemente fuerte para sobrevivir a sus errores. Jamás volvería a huir de lo desconocido como una niña asustada, ni utilizaría los errores de su madre como válvula de seguridad.

Se puso un finísimo camisón de seda y abrió la puerta que separaba su habitación de la de Mikhail. Lo vio en la puerta del cuarto de baño, con tan solo una toalla alrededor de las caderas. Sus ojos negros se posaron en ella y una sonrisa de satisfacción inundó inmediatamente su rostro. Medio desnudo daba una imagen impresionante, con el pelo moreno todavía mojado de la ducha, y el pecho cubierto de vello salpicado de gotas de agua. Tenía un cuerpo increíble y Kat se ruborizó mientras intentaba no clavar la vista en semejante perfección masculina.

–Tengo la sensación de llevar toda la vida esperándote –murmuró Mikhail, acercándose para tomarla en brazos y dejarla encima de la enorme cama.

–No puedo creer que esté aquí –le confesó ella con voz temblorosa.

–Pues créelo, moyo zolotse.

Y le dio un apasionado beso. Kat se embriagó con su sabor y notó que se le ponía la piel de gallina y temblaba incontrolablemente contra él. Se aferró a sus fuertes hombros y sintió calor y humedad entre los muslos, le dolieron los pechos y se le endurecieron los pezones contra el musculoso pecho de él. Sintió su erección a través de la gruesa toalla y se estremeció al imaginársela saciando el tormentoso anhelo que tenía en la pelvis.

Él retrocedió para estudiar con sus bonitos ojos el rostro sonrojado de Kat al tiempo que recorría sus curvas con las manos, le acariciaba los pechos y después le bajaba los tirantes del camisón para dejarla desnuda. Capturó sus pezones endurecidos con los dedos y los apretó suavemente, provocándole un placer increíble.

–Mikhail... –balbució Kat sin aliento, temblando, casi con miedo a la reacción de su cuerpo.

–Tus pechos son tan sensibles que quiero torturarte de placer –le dijo él.

Tomó una de sus puntas rosadas con la boca y Kat dio un grito ahogado y arqueó la espalda. Mikhail jugó con los dientes mientras le quitaba completamente el camisón. Bajo la luz de la lámpara, la piel de Kat brilló como si fuese de alabastro pulido. La agarró con sus grandes manos por las caderas, le separó los muslos y trazó una línea hasta el centro de su feminidad, desesperadamente húmedo e hinchado.

La devoró con la mirada mientras tiraba de ella para llevarla hacia los pies de la cama. Ella lo dejó hacer, sorprendida, y se puso tensa cuando notó que le separaba las rodillas y se las dejaba completamente abiertas para exponer la parte de su cuerpo que siempre escondía.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó.

–Confía en mí... Relájate –le pidió Mikhail–. Quiero que esta noche sea la mejor que has pasado con un hombre...

–Es la única –le recordó ella con voz temblorosa, controlando el impulso de juntar las piernas.

–No va a ser nuestra única noche –le aseguró Mikhail confiado–, pero haré que sea muy buena, moyo zolotse...

–Promesas, promesas... –respondió Kat con voz temblorosa.

Él la agarró por debajo de las caderas para levantarla y le acarició el clítoris con la lengua. Aquel placer instantáneo fue casi insoportable por su intensidad y Kat se agarró a las sábanas que tenía debajo mientras Mikhail seguía jugando. Intentó contener los gemidos que salían de su garganta, pero aquel resultó ser un reto imposible ante la pericia de Mikhail. Kat arqueó la espalda, levantó las caderas y gritó cuando él le metió los dedos y la acarició donde necesitaba que la acariciasen. Perdió el control tan pronto que no supo lo que le estaba pasando. Estaba temblando, tan pronto se ponía rígida como lacia, y entonces una enorme oleada de placer inundó todo su cuerpo con una fuerza brutal y Kat gritó, se deshizo por dentro y tembló con la intensidad del clímax.

Cegada por semejante placer, miró a Mikhail, que la estaba observando.

–Me ha encantado verte... –murmuró él.

A ella le ardió el rostro y se puso tensa al verlo incorporarse y colocarse entre sus piernas para penetrarla. Su erección le pareció grande y muy dura, y sus músculos internos tardaron unos segundos en acomodarse a su tamaño. Mikhail gimió de placer y a Kat le encantó. Estaba muy tenso y eso quería decir que estaba intentando controlarse y tener cuidado, pero no pudo evitar hacerle daño un momento al intentar entrar un poco más y romper la barrera de su inocencia.

–Lo siento –le dijo él con los ojos brillantes–. He intentado no hacerte daño.

–No pasa nada... Ya no me duele –le respondió Kat, levantando las caderas hacia él de manera instintiva y gimiendo con sus movimientos.

–Me gusta tanto que creo que no voy a poder parar –le advirtió Mikhail, saliendo de su cuerpo para volver a entrar otra vez.

Impuso su ritmo y Kat no tardó en aprenderlo y empezar a moverse debajo de él. El segundo orgasmo le llegó a la vez que a él, y Mikhail se apretó contra ella con fuerza y no pudo contener un grito de satisfacción.

Kat tenía el corazón tan acelerado que, a pesar de estar tumbada, se sentía aturdida y sin aliento. Se sentía como si no fuese la misma de siempre, cuerda y sensata. Lo abrazó.

–¿Siempre es así de emocionante? –le susurró con timidez.

Mikhail la abrazó.

–Casi nunca. Ha sido el mejor sexo de toda mi vida, milaya moya.

Y, por un instante, Kat se sintió complacida por el cumplido y por la sensación de intimidad que tenía entre sus brazos, pero la paz y la relajación se le terminaron en cuanto pensó en la etiqueta que Mikhail le había puesto: el mejor sexo de su vida. De repente, se sintió barata, como si hubiese sido una experiencia nueva más para un hombre que ya había tenido muchas experiencias sexuales en su vida.

–Ha llegado el momento de darse una ducha –murmuró él, haciéndola salir de la cama y conduciéndola hacia el cuarto de baño.

A Kat le temblaban las piernas, así que se agarró a su brazo al notar un ligero dolor entre los muslos.

–Estás dolorida... –le dijo él, estudiando su rostro y echándose a reír al ver que se ruborizaba–. Bueno, ¿qué esperabas?

–Debería volver a mi habitación –balbució Kat, retrocediendo.

–No, quiero que te quedes –le aseguró Mikhail, apretándola contra su poderoso cuerpo mientras abría la ducha.

–Pensé que te gustaba tu intimidad –le recordó ella, desconcertada por tener que compartir tanto con él tan de repente, incómoda con su desnudez bajo las luces del baño.

–Pero todavía me gusta más pensar que vas a estar en mi cama cuando me despierte por la mañana –le dijo él, apoyándola en los azulejos de la pared y agarrándola por las caderas mientras la besaba apasionadamente.

Prisionera de su poderoso cuerpo, Kat no tardó en darse cuenta de que volvía a desearlo con unas ansias que la sorprendieron.

–Ahora se me ha mojado el pelo –protestó.

–Sobrevivirás –le dijo él, metiéndole la lengua en la boca y moviéndola al mismo ritmo con que le había hecho el amor.

Kat volvió a notar su erección en el vientre y se maravilló con la rapidez de su recuperación.

Y ella, que jamás se habría acostado con el pelo mojado, se olvidó de su pelo y de cómo estaría a la mañana siguiente. Mikhail la sacó de la ducha y la sentó en la encimera de granito. Tardó un instante en sacar un preservativo de un cajón, abrirlo y ponérselo. Luego volvió a colocarse entre sus piernas y la penetró con un profundo suspiro de alivio.

–Pensé que ibas a esperar a mañana –le recordó Kat, apretando los dientes al notar el primer espasmo de placer.

–Nunca merece la pena esperar –dijo él, intentando mantener el control mientras se movía contra ella, ya que tenía miedo de hacerle daño.

Le acarició el clítoris al mismo tiempo y Kat gimió y lo abrazó, le clavó las uñas en los hombros mientras Mikhail aumentaba el ritmo.

Volvió a hacerla suya por la mañana. Pasó la boca cuidadosamente por su cuello para despertarla antes de entrar una vez más en su receptivo cuerpo y volver a hacerla gritar de placer.

–Dúchate conmigo –le pidió después.

Kat supo que no debía fiarse de él en la ducha y se echó a reír.

–Prefiero ducharme sola.

Pero no se movió de la cama hasta que no lo vio desaparecer por la puerta del cuarto de baño. El dolor causado por el exceso de indulgencia era tan fuerte que apretó los dientes al salir de la cama y volver a su habitación a refrescarse. Gritó horrorizada al mirarse en el espejo y ver su pelo completamente encrespado. Parecía una muñeca de trapo maltratada. Como no le daba tiempo a hacer nada con sus rizos, se los recogió. Se dio una ducha, se maquilló un poco para intentar ocultar las marcas rojizas que la barba de Mikhail había dejado en su rostro y sacó un vestido de tirantes del armario. Se vistió rápidamente porque sabía que Mikhail iría a buscarla si no aparecía a su hora.

«Así que eso es el sexo», pensó aturdida. Era mucho más de lo que se había imaginado: más emocionante, más íntimo, más todo. Y le había encantado. Lo que no sabía era si ella había estado a la altura de las expectativas de Mikhail.

Les sirvieron el desayuno en la cubierta privada que había encima de la habitación de Mikhail. Los rayos de sol brillaban en las aguas turquesas del mar Mediterráneo y Kat intentó dejar de sonreír mientras se tomaba un café. En realidad no debía sentirse feliz. No tenía una relación con Mikhail, solo habían tenido una aventura y, después de aquello, el acuerdo al que había llegado con él había pasado a la historia.

–Ahora no puedes devolverme la casa –le dijo directamente a Mikhail.

Él arqueó una ceja.

–¿Por qué no?

–Porque no sería apropiado, ahora que nos estamos acostando juntos –le explicó ella mientras se sentaba.

–¿Quién ha dicho eso? –le preguntó él en tono seco.

–Si aceptase la casa, sería como aceptar un pago a cambio de sexo...

–No le busques los tres pies al gato. Yo no pago por tener sexo, no lo he hecho nunca ni lo voy a hacer ahora.

–Yo no me sentiría cómoda si me devolvieses la casa ahora –insistió ella.

–Qué pena –comentó él sin inmutarse–. Porque hicimos un trato y no creo que haya ningún motivo para no cumplirlo. Esa casa es tu casa.

–Ahora te pertenece a ti –lo contradijo Kat.

Mikhail la miró con exasperación.

–Zatk’nis! ¡Calla! –le pidió–. No dices más que insensateces.

Ella lo fulminó con sus ojos verdes.

–Piénsalo... Sabes que es verdad.

–No te estoy escuchando –le respondió él, zanjando así la conversación.

Ella apretó los dientes con fuerza.

–Yo te digo lo que tienes que hacer... y tú lo haces –añadió Mikhail–. Eso también estaba en el acuerdo y no me gustaría que cambiases de actitud ahora.

Kat se sintió frustrada, volvió a levantarse de la silla y se apoyó en la barandilla para mirar hacia el mar.

–Estas volviendo a hablar como un neanderthal.

Él pasó las manos por su espalda y la agarró por las caderas.

–Si eso te excita...

–No me excita –le aseguró Kat.

Mikhail metió la mano por debajo de su vestido y le acarició los muslos.

–¿Qué demonios estás haciendo? –le preguntó ella consternada.

Él jugó con el encaje de sus braguitas.

–Quítatelas –le pidió.

–¡De eso nada! –protestó Kat con incredulidad–. ¿Es que te has vuelto loco?

–Me excito solo de imaginarte sin nada debajo de ese vestido –le confesó él, apoyando los labios debajo de su oreja y acariciándola con ellos–. ¿Qué tiene de malo?

–Que no me sentiría bien sin ellas –murmuró Kat mientras inclinaba la cabeza para dejar que Mikhail siguiese besándola.

Como respuesta, él la apretó contra su cuerpo y la besó apasionadamente. Con ella en brazos, volvió a su silla y siguió acariciándole los muslos. Kat se dio cuenta de que Mikhail no estaba acostumbrado a aceptar un «no» por respuesta, pero se sujetó el vestido.

–No –le dijo–. ¡Quiero llevar ropa interior!

–Eres muy testaruda –protestó él contra sus labios.

–Tú más –le dijo ella, hundiendo los dedos en su pelo–, pero por suerte para ti, también eres muy sexy.

Mikhail inclinó la cabeza y se echó a reír.

–¿Lo soy?

Kat no podía creer que pudiese estar tan relajada en su compañía e incluso bromear con él. Sonrió.

–Eso pienso... Pero ¿no deberíamos estar desayunando con tus invitados, para despedirlos?

–Deja de ser tan sensata –le pidió él, frunciendo el ceño.

–Siempre soy sensata –le aseguró Kat.

–Si lo fueses, me habrías evitado como a la peste –le aseguró Mikhail.

Y Kat se estremeció al oír aquello. Era sexo, solo sexo, lo que los había unido, se recordó. Mikhail era fantástico en la cama, pero eso era todo: no sentía nada por él. No, no tenía ningún sentimiento, ni siquiera una pizca de curiosidad, se aseguró, apartando la mano de su pelo y poniéndose en pie. Al fin y al cabo, no quería que Mikhail pensase que se estaba acostando con un pulpo.

–Mi madre murió cuando yo tenía seis años –le contó Mikhail muy a su pesar.

–¿De qué murió? –le preguntó Kat a pesar de saber que él no quería hablar del tema.

Nunca mencionaba a su familia ni decía nada acerca de su niñez, pero dado que lo sabía todo de ella, a Kat le estaba empezando a molestar su hermetismo.

–Se puso de parto en casa y algo salió mal. El bebé también falleció –le explicó él muy serio.

–Debió de ser muy traumático tanto para ti como para tu padre –comentó ella en voz baja, desconcertada al enterarse de semejante tragedia.

–Es probable que hubiese sobrevivido con los cuidados médicos adecuados, pero mi padre no quiso que fuese a un hospital.

Kat frunció el ceño.

–¿Por qué no?

A Mikhail le brillaron los ojos y apretó los labios.

–No quiero hablar de ello. No es mi tema favorito de conversación... vy menya panimayete... ¿Me entiendes?

Kat contuvo un suspiro. Después de tres semanas en compañía de Mikhail se había dado cuenta de que era más torpe que un elefante en una cacharrería. No se le daba bien andarse con rodeos ni conseguía hacer que Mikhail le hablase de las cosas de las que no quería hablar. ¿Qué tenía de malo sentir curiosidad?

El problema era que en las últimas semanas había empezado a sentirse demasiado cerca de Mikhail. Habían pasado demasiado tiempo juntos. Otro grupo de invitados había llegado y se había marchado del yate. Habían hecho barbacoas en playas desiertas, salidas a discotecas de moda y a tiendas de diseño. Mikhail la había alabado mucho como anfitriona, pero lo cierto era que Kat no había tenido que esforzarse. Le gustaba conocer a personas nuevas y le encantaba asegurarse de que se divertían y se relajaban. Al fin y al cabo, ese era el motivo por el que había decidido abrir una posada, pero, desde un punto de vista más personal, no podía olvidar que el hombre con el que dormía por las noches era solo su amante, no su compañero. Su relación tenía unos límites y, evidentemente, ella los había alcanzado, ofendiéndolo. Por desgracia, no podía evitar desear romper una y otra vez las reservas de Mikhail.

Mikhail abrió su ordenador portátil en el despacho. Esa noche, Kat dormiría en su propia cama. Nunca había dependido de una mujer y ella no era distinta a las demás. Bueno, sí lo era en un aspecto: todavía no se había cansado de su compañía, todavía no se había saciado de su cuerpo esbelto y suave, que encajaba con el de él a la perfección. El sexo con Kat era increíble, le daba todo lo que siempre había querido, todo lo que había pensado que no encontraría en una mujer. Se excitó solo de pensarlo. Llevaba tres semanas acostándose con ella y seguía excitándolo con la misma facilidad. Eso no le gustaba, odiaba que Kat tuviese aquel poder sobre él, detestaba que intentase tener con él conversaciones importantes, nunca las había tenido con ninguna mujer. Volvió a cerrar el ordenador de forma brusca y se puso de pie. Se sentía frustrado, enfadado.

–¿Dónde está Kat? –le preguntó a Stas, que estaba junto a la puerta.

–En la cubierta –le confirmó el otro hombre.

Mikhail la encontró apoyada en la barandilla, con la vista clavada en el mar y el vestido golpeándole los muslos con la acción del viento. Apoyó las manos en sus hombros y ella se sobresaltó.

–Deja de fisgar –le dijo, apoyándola en su cuerpo.

–¡No estaba fisgando! –protestó Kat sin girar la cabeza–. ¡No soy una cotilla!

–Mi niñez no fue precisamente un camino de rosas –admitió él.

–La mía tampoco, pero terminas por aceptarlo y seguir con tu vida...

–Yo nunca pienso en ello, así que no tengo nada que aceptar, milaya moya –le dijo Mikhail, apretándola contra la barandilla y besándola en la nuca.

Kat se estremeció, se excitó al instante.

–El hecho de que no pienses en ello ni hables del tema lo dice todo –replicó–. ¿Por qué tanto secretismo?

–No tengo ningún secreto –respondió él.

Kat no lo creyó ni por un instante, porque sabía que era un hombre muy complicado, que dejaba ver muy poco de sí mismo.

–Mi madre era de una tribu de pastores nómadas de Siberia –le contó de repente–. Mi padre estaba intentando comprar los derechos de petróleo y de gas de la zona cuando la vio. Dijo que había sido amor a primera vista. Ella era muy bella, pero no hablaba ni una palabra de ruso y era analfabeta...

–A mí me parece muy romántico.

–Tuvo que casarse con ella para que su familia la dejase marchar. La sacó de la tienda de un pastor para meterla en una mansión. Estaba obsesionado con ella y disfrutaba sabiendo que dependía de él para todo, que no sabía nada de la vida que él tenía ni del mundo en el que se movía. Le gustaba su ignorancia, su sumisión –añadió él–. Nunca la llevaba a ningún sitio. En casa, la trataba como a una esclava e incluso la golpeaba cuando hacía algo mal.

Kat se giró y lo miró.

–¿También te pegaba a ti?

–Solo cuando intentaba protegerla –le contó él, haciendo una mueca–. Solo tenía seis años cuando murió, así que solo me interpuse en su camino un par de veces y era demasiado pequeño para poder evitar que le hiciese daño. Aun así, mi madre lo adoraba porque no conocía otra cosa. Pensaba que era su deber hacer feliz a su marido y que si él no era feliz era por su culpa.

–Debieron de educarla así. Es difícil cambiar cuando te condicionan de esa manera –murmuró ella, sintiendo el dolor que Mikhail se negaba a expresar.

Había tenido una niñez llena de violencia. Había querido y llorado a su madre, y no había podido ayudarla. Kat se imaginó la frustración que debía de haber sentido.

–Siempre me llevas la contraria en todo –comentó Mikhail.

–Tal vez preferirías una mujer sumisa...

–¡No! –la interrumpió él bruscamente–. No te desearía si me tuvieses miedo o si siempre estuvieses intentando complacerme.

–En realidad, nunca he entendido por qué me deseabas –admitió Kat en un murmullo.

–No necesitas entenderlo.

Le acarició los brazos y despertó en ella un deseo que no podía dominar. Tal vez no le tuviese miedo a él, pero sí le daba miedo desearlo tanto. Era más fuerte que ella, hacía que se sintiese desesperada y necesitada, cosas que siempre intentaba ocultarle a Mikhail. Incluso en esos momentos, solo una mirada había hecho que sintiese una oleada de calor por todo el cuerpo, que se le endureciesen los pechos y que notase humedad entre los muslos.

–Quiero hacerte mía ahora, moyo zolotse –le susurró él.

–Porque te he disgustado...

–No estaba disgustado...

Ella arqueó las cejas.

–¡Estabas furioso!

Él se echó a reír y Kat pensó que era un hombre impresionantemente guapo.

–Iba a decir que no eres nada diplomática, pero tal vez estaba equivocado. Vas desnuda bajo el vestido y sabes lo mucho que eso me gusta –le dijo él con la respiración acelerada mientras la tomaba en brazos y la llevaba al interior.

Ella se ruborizó. Era una desvergonzada que ya nunca se ponía ropa interior cuando estaba con él. Llevaba tres semanas siendo la amante de aquel hombre y había cambiado por completo. Y lo peor era que no pensaba que fuese capaz de volver a ser la mujer remilgada y cauta de antes. Aunque estaba esperando a que Mikhail empezase a cansarse de ella en cualquier momento, al parecer todavía no había perdido el interés.

La dejó encima de la cama y se quedó de pie para abrirse la camisa y dejar al descubierto sus marcados abdominales. Después se desabrochó los pantalones y liberó su erección. Kat alargó la mano para tocarlo con cuidado y lo vio entrecerrar los ojos de placer. Mikhail se tumbó encima de ella y la besó apasionadamente.

No quería separarse de ella para quitarle el vestido como debía, así que tiró de él y se lo rompió.

–¡Mikhail! Me gustaba este vestido...

Él juró entre dientes, se lo quitó por la cabeza y lo tiró al suelo.

–Ti takaya valnuyishaya... Me excitas tanto que no puedo esperar...

–Solo hace un par de horas que hemos salido de la cama –le recordó Kat, pasándole la lengua por el labio inferior.

–Pues es evidente que tenías que haberme prestado más atención mientras estábamos en ella –replicó Mikhail, apretando sus pechos y acariciándole los erguidos pezones.

Kat se quedó sin respiración, así que no pudo contestarle.

Se le cerraron los ojos mientras él volvía a besarla y la acariciaba entre las piernas. Se estremeció y levantó las caderas mientras Mikhail le daba placer con suma facilidad y encendía todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo hasta que sintió dentro un anhelo incontrolable.

–Estás tan caliente y húmeda... –le susurró Mikhail, apartándose un momento para agarrarla de la cintura y tumbarla boca abajo–. Te necesito ahora.

La levantó de las caderas y la penetró de una sola y profunda embestida que la hizo gritar de sorpresa y placer. La fruición aumentó al tiempo que Mikhail apretaba el ritmo. Una sensación intensa, mezclada con una excitación salvaje la aprehendió. El golpe del cuerpo de Mikhail contra el suyo inició una reacción en cadena de fascinante calor en su pelvis. La excitación alcanzó un nivel insoportable y Kat tuvo que hacer un esfuerzo por respirar, gimió, le rogó hasta que la hábil caricia de su pulgar en el clítoris la catapultó hacia un paraíso de placer. Kat se dejó caer sobre la cama mientras él gemía también al llegar al clímax.

–Me estás aplastando –protestó, intentando recuperar la respiración.

Mikhail espiró y se levantó para tumbarse a su lado y volver a abrazarla y a besarla lentamente.

–Me pones a cien –murmuró–, pero cuando paro solo quiero volver a empezar...

–Olvídalo... No podría volver a moverme después –murmuró ella, que se había quedado sin fuerzas después del orgasmo.

–Estoy dispuesto a hacer yo todo el trabajo –le dijo él, pero, de repente, se apartó y juró en ruso–. ¡No me he puesto preservativo!

Kat se sintió consternada. Se sentó, muy sorprendida por la confesión, ya que Mikhail nunca corría riesgos en ese aspecto. Daba igual cuándo o dónde hiciesen el amor, siempre utilizaba protección. Tener una relación en la que pudiese correr el riesgo de quedarse embarazada era tan nuevo y sorprendente para Kat que su mente se negó a valorar esa posibilidad.

–Si mis cálculos son correctos, creo que hemos escogido un mal día para no tener cuidado –dijo Mikhail muy serio–. Han pasado menos de dos semanas desde tu último periodo, lo que significa que estás en la época más fértil del mes.

A Kat le avergonzó oír aquello.

–Pero estoy en una edad en la que es posible que mi fertilidad haya comenzado a disminuir –le dijo, no porque le gustase aquello, sino para que Mikhail dejase de preocuparse.

–Hoy en día, muchas mujeres son madres con cuarenta años –le informó él–. Dudo que tengas motivos para pensar que no eres fértil.

–Bueno, pues esperemos que no tengamos que averiguarlo –murmuró ella, saliendo de la cama para ir al cuarto de baño porque, de repente, necesitaba estar sola.

La Kat que vio reflejada en el espejo estaba nerviosa, tenía la mirada aturdida, el rostro pálido.

Su hermana Emmie se había quedado embarazada y a ella no le había parecido nada bien, le había parecido irresponsable por su parte y se había preocupado por su futuro. Ella no tenía ninguna excusa, con su edad. Se tenía que haber preocupado por la protección incluso antes de llegar al yate. Siempre era mejor prevenir que curar. Había estado segura de que no se acostaría con Mikhail y ¿dónde había terminado?

Mikhail se metió con ella en la ducha y pasó un dedo por sus labios apretados.

–Deja de preocuparte. Si te has quedado embarazada, nos enfrentaremos a ello juntos. No somos unos adolescentes asustados.

Pero faltaban dos días para que Kat se marchase del yate y Mikhail ya no formaría parte de su vida. No le había dicho nada que pudiese hacerle pensar lo contrario y ella lo prefería así. No quería que le prometiese que iba a llamarla para después no molestarse en hacerlo. Se había enamorado de él, pero no era culpa suya. Mikhail no le había hecho ninguna promesa ni le había dicho ninguna mentira. ¿Cómo se había podido enamorar de él?

¿Había sido a partir de que Mikhail empezase a asegurarse de que tuviese su chocolate para desayunar a pesar de que a él no le gustaba nada? ¿O cuando empezó a enseñarle palabras sencillas en ruso? ¿Cuando empezó a tolerar su obsesión por un determinado programa de televisión y permitió que lo viese a pesar de lo mucho que le aburría? ¿O cuando le preparó un baño caliente porque ella se había quejado de que tenía calambres en las piernas? ¿O cuando empezó a tratarla como si fuese la única mujer del mundo para él y a aconsejarle cómo debía tratar a sus hermanas y a decirle en qué se había equivocado con la posada? Kat pensó divertida que no le gustaba que Mikhail le dedicase toda su atención, ya que siempre pensaba que lo sabía todo y que no había ningún problema que no pudiese solucionar.

En ocasiones, se quedaba despierta en la cama, a su lado, estudiando su perfil moreno y sus pestañas negras, que casi le llegaban a los pómulos, e intentaba recordar cómo había sido su vida sin él. Por desgracia, no quería recordar aquella época ni la ausencia de diversión y pasión que hacía que su vida fuese tan aburrida y predecible. Todo lo contrario que con Mikhail cerca. Le sorprendió que hubiese podido vivir tantos años sin haber descubierto aquello en otra persona.

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