Читать книгу E-Pack Novias de millonarios octubre 2020 - Lynne Graham - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеMikhail Kusnirovich, oligarca petrolero ruso y temido magnate, se relajó en el sillón de su despacho y miró sorprendido a su mejor amigo, Luka Volkov.
–¿Hacer senderismo? ¿De verdad es eso lo que quieres para tu despedida de soltero?
–Bueno, ya hemos hecho una fiesta demasiado alta en octanos para mí –le confesó Luka.
Y se puso tenso al recordarla. Era de estatura media y complexión fuerte, daba clases en la universidad y acababa de publicar un libro de física cuántica.
–La culpa de eso la tiene tu futuro cuñado –le recordó Mikhail.
Peter Gregory había contratado a varias bailarinas para la despedida de soltero de su amigo.
–La intención era buena –le aseguró Luka, saltando a defender al odioso hermano de su futura esposa, que además era banquero.
Mikhail arqueó las cejas y su rostro, delgado y moreno, se puso serio.
–Le advertí que no te gustaría.
Luka se ruborizó.
–Lo intenta, pero en ocasiones se equivoca.
Mikhail no dijo nada porque estaba pensando en la pena que le daba que Luka hubiese cambiado tanto desde que se había prometido a Suzie Gregory. A pesar de que ambos hombres solo tenían en común su origen ruso, habían sido amigos desde que se habían conocido en la Universidad de Cambridge. Por aquel entonces, Luka habría criticado sin ningún problema a un hombre tan ordinario, aburrido y presuntuoso como Peter Gregory. Pero ya no era capaz de llamar a las cosas por su nombre y siempre estaba pendiente de no herir los sentimientos de su futura esposa. Mikhail, que era todo un macho alfa, apretó los blancos dientes con repugnancia. Él jamás se casaría. Jamás cambiaría para complacer a una mujer. Solo la idea le causaba aversión. Él, que había sido criado por un hombre cuya frase favorita había sido:
–Un pollo no es un ave y una mujer no es una persona.
A su difunto padre, Leonid Kusnirovich, le había encantado decir aquello para provocar a la refinada niñera inglesa que había contratado para que cuidase de su único hijo. Machista, brutal y siempre insensible, a Leonid le había enfadado que la niñera tratase a su hijo con demasiada delicadeza y le había preocupado que lo convirtiese en un flojo. Pero, con treinta años, Mikhail no tenía nada de flojo. Era alto y fuerte, despiadado en los negocios e insaciable con las mujeres.
–Te gustarán los lagos... Es un lugar precioso –comentó Luka.
Mikhail hizo un esfuerzo para no parecer incómodo.
–¿Quieres ir a hacer senderismo por los lagos? Pensé que estabas pensando en ir a Siberia...
–No puedo tomarme tantos días de vacaciones y, además, no sé si estaría a la altura de los elementos –admitió, tocándose la tripa–. No estoy tan en forma como tú. Me van más la primavera inglesa y el ejercicio físico moderado, pero ¿podrás estar tú sin limusina, lujos y guardaespaldas un par de días?
Mikhail no iba a ninguna parte sin su equipo de seguridad. Frunció el ceño, no por tener que estar cuarenta y ocho horas sin lujos, sino porque iba a tener que convencer a su equipo de que no iba a necesitarlo durante el fin de semana. Stas, el jefe de seguridad, llevaba cuidando de él desde que era un niño.
–Por supuesto que sí –contestó con innata seguridad–. Me vendrá bien un poco de aislamiento.
–También tendrás que dejar aquí tu colección de teléfonos móviles –le advirtió Luka.
Mikhail se puso tenso al oír aquello.
–¿Por qué?
–Porque no dejarás de trabajar si te los llevas. Y no me apetece estar temblando en lo alto de una montaña mientras tú haces negocios. Te conozco demasiado bien.
–Si de verdad es lo que quieres, me lo pensaré –cedió Mikhail a regañadientes.
Era consciente de que prefería que le cortasen el brazo derecho a que lo separasen de su imperio. No obstante, y a pesar de que no solía irse de vacaciones, la idea de desconectar de todo un par de días le agradó.
Llamaron a la puerta y en ella apareció una chica alta, rubia y muy guapa. Clavó sus ojos azules en su jefe y le dijo como disculpándose:
–Lo están esperando, señor.
–Gracias, Lara. Te avisaré cuando esté preparado.
Incluso Luka clavó la vista en las caderas de su secretaria.
–Se parece a la Miss Mundo del año pasado. ¿Te has...?
Mikhail sonrió.
–En mi despacho, no.
–Es preciosa –comentó Luka.
–¿Acaso se está terminando el reinado de Suzie?
Luka se puso colorado.
–Por supuesto que no. No pasa nada por mirar.
Mikhail pensó que él podía mirar y hacer lo que quisiera, y que esa situación era mucho mejor que la de su amigo. ¿Cómo podía este estar tan seguro de que había encontrado al amor de su vida? A él le parecía antinatural y poco varonil prometer amor eterno a una mujer, y jamás se colocaría en una situación financiera tan vulnerable.
Kat se puso tensa al oír la camioneta de la oficina postal. Su hermana Emmie se había presentado en su casa muy tarde y de manera inesperada la noche anterior y no quería que el timbre la despertase. Así que dejó la colcha que estaba cosiendo, flexionó los doloridos dedos y corrió a la puerta. Se le encogió el estómago al pensar en lo que podía llevarle el cartero. Era un miedo que ya no la abandonaba, que dominaba sus días, pero aun así abrió la puerta con una sonrisa, fue amable y firmó el acuse de recibo de la carta certificada con mano firme.
Después volvió a la casa de piedra que había heredado de su padre. Tras haber pasado la niñez viajando de un lado a otro con Odette, su madre, aquel lugar tan bonito y tranquilo le había parecido un paraíso. Odette había sido modelo y nunca le había gustado llevar una vida normal y corriente, ni siquiera después de haber sido madre. El padre de Kat se había casado con ella antes de que alcanzara la fama, pero la cada vez más sofisticada Odette había dejado al tranquilo contable con el que se había casado demasiado joven para dedicarse a conocer a hombres ricos en sus viajes. Diez años después, Odette había vuelto a casarse y había tenido gemelas, Sapphire y Emerald. Y su última relación seria había sido con un jugador de polo sudamericano, con el que había tenido a la hermana pequeña de Kat, Topaz. Con veintitrés años, Kat se había tenido que hacer cargo de sus tres hermanas, ya que su madre le había dicho que no podía controlar a las gemelas y no sabía qué hacer con ellas, y las cuatro habían formado un hogar en el Distrito de los Lagos, al noroeste de Inglaterra.
En esos momentos le resultaba amargo echar la vista atrás a esos años en los que había soñado con empezar de cero. No podía evitar sentirse fracasada. Había querido dar a las niñas el hogar y el amor que ella misma nunca había tenido. Rasgó el sobre y leyó. Otra carta más para el cajón, con las anteriores. Estaba tan endeudada que se lo iban a quitar todo. Por muchas horas al día que trabajase haciendo colchas, solo un milagro podría sacarla del agujero económico en el que se encontraba.
Había pedido un crédito para convertir la vieja casa en una posada. Había hecho baños en las habitaciones, había ampliado la cocina y había puesto un comedor. La constante afluencia de clientes durante los primeros años había hecho que se endeudase todavía más, decidida a ayudar lo máximo posible a sus hermanas, y poco a poco la clientela había ido menguando. Al parecer, la gente prefería alojarse en un hotel barato o en un agradable pub. Además, la casa estaba situada al final de un camino, demasiado lejos de la civilización, y la reciente recesión había hecho que los clientes escaseasen todavía más.
Emmie, que era alta, rubia y muy guapa, bajó las escaleras bostezando.
–Ese cartero hace demasiado ruido –protestó–. Supongo que llevas siglos levantada. Siempre te has despertado muy pronto.
Kat se contuvo para no contestarle que no tenía elección, que había tenido que madrugar para que sus tres hermanas llegasen al colegio y para que sus huéspedes desayunasen. En el fondo se alegraba de que Emmie estuviese más habladora que la noche anterior, cuando después de bajarse del taxi le había dicho que estaba agotada y que necesitaba dormir. Durante la noche, Kat no había podido evitar sentir curiosidad por el regreso de su hermana, que seis meses antes se había marchado a vivir con su madre a Londres, decidida a conocer a la mujer a la que casi no había visto desde los doce años. Kat había preferido no interferir. Al fin y al cabo, Emmie tenía veintitrés años. No obstante, se había preocupado mucho por ella, ya que había sabido que Emmie terminaría descubriendo que a Odette solo le importaba ella misma.
–¿Quieres desayunar? –le preguntó.
–No tengo hambre –respondió Emmie, sentándose ante la mesa de la cocina–, pero me vendría bien una taza de té.
–Te he echado de menos –le confesó Kat mientras ponía el agua a hervir.
Emmie sonrió.
–Yo también. Lo que no he echado de menos es mi trabajo en la biblioteca ni la aburrida vida de aquí. No obstante, siento no haberte llamado más.
–No pasa nada.
A Kat le brillaron los ojos verdes al mirarla con cariño. Los rizos rojizos le acariciaron las mejillas pálidas al estirarse para sacar dos tazas del armario. Tenía más de diez años más que su hermana y era una mujer alta y esbelta, con una bonita piel, los ojos claros y una boca generosa.
–Me imaginé que estarías ocupada y que te lo estarías pasando muy bien.
Emmie apretó los labios e hizo una mueca.
–Vivir con Odette ha sido una pesadilla –admitió de repente.
–Lo siento –le dijo Kat mientras servía el té.
–Tú ya sabías que sería así, ¿verdad? –le preguntó Emmie, tomando su taza–. ¿Por qué no me lo advertiste?
–Pensé que a lo mejor mamá había cambiado con la edad y, además, no quería influir en tu decisión –le explicó ella.
Emmie resopló y le contó varios incidentes que reflejaban el egoísmo de su madre.
–Así que he vuelto a casa para quedarme –le aseguró después–. Y tengo que contarte que... Estoy embarazada.
–¿Embarazada? –inquirió Kat–. Por favor, dime que es una broma.
–Estoy embarazada –repitió Emmie, clavando sus ojos violetas en el rostro de su hermana–. Lo siento, pero es verdad y no puedo hacer nada al respecto...
–¿Y el padre?
Emmie se puso seria.
–Eso se ha terminado y no quiero hablar del tema.
Kat hizo un esfuerzo por no hacerle más preguntas, por miedo a decir algo que pudiese ofenderla. En realidad, siempre había sido más una madre que una hermana para sus hermanastras y en esos momentos no pudo evitar preguntarse qué había hecho mal.
–De acuerdo, entiendo que en estos momentos...
–Pero quiero tener el bebé –proclamó Emmie en tono desafiante.
Todavía aturdida con la noticia, Kat se sentó frente a ella.
–¿Has pensado en cómo te las vas a arreglar?
–Por supuesto. Viviré aquí contigo y te ayudaré con el negocio –le contestó Emmie tan tranquila.
–Ahora mismo no hay negocio con el que me puedas ayudar –admitió ella, sabiendo que tenía que ser sincera–. Hace más de un mes que no ha venido ni un cliente...
–Seguro que las cosas empiezan a ir mejor a partir de Pascua.
–Lo dudo. Además, estoy hasta el cuello de deudas –le confesó Kat muy a su pesar.
–¿Desde cuándo? –le preguntó su hermana sorprendida.
–Desde hace siglos –respondió ella, no queriendo contárselo todo a su hermana para que no se sintiese culpable.
Emmie ya tenía otras preocupaciones. Estaba embarazada y sola. Kat se preguntó si algunas personas nacían ya con mala suerte, porque Emmie había sufrido mucho en la vida, empezando por tener que vivir a la sombra de su gemela, que era una supermodelo internacionalmente conocida. Saffy también había sufrido, pero mucho menos, era independiente y mucho más fría que Emmie, que era más vulnerable. Esta, además de soportar la indiferencia de su madre, había tenido un accidente con doce años y había pasado mucho tiempo en una silla de ruedas. Después, no había podido recuperarse del todo y se le había quedado una pierna más corta que la otra, lo que había hecho que cojease y que le quedasen muchas cicatrices. El sufrimiento de Emmie y las desafortunadas comparaciones con su hermana por parte de personas sin sensibilidad habían hecho que las gemelas se distanciasen.
Por suerte, Emmie ya no cojeaba. En un intento desesperado de ayudar a su hermana pequeña a recuperar la autoestima y las ganas de vivir, Kat había pedido un préstamo para que la operasen en el extranjero. La operación había sido un éxito, pero esa deuda era la que la estaba ahogando en esos momentos y no podía hacer que su hermana se sintiese culpable por ello. A pesar de las dificultades económicas, Kat habría vuelto a hacerlo sin dudarlo.
–Ya lo tengo –dijo Emmie de repente–. Podrías vender el terreno para pagar las deudas. Me sorprende que no se te haya ocurrido a ti.
Pero Kat ya había vendido el terreno varios años antes para poder mantener a sus tres hermanas. Su madre había dejado de enviarles dinero y, además de los problemas de Emmie, Topsy, la pequeña de la familia, había sufrido acoso escolar porque era muy inteligente y había tenido que mandarla a un internado. Por suerte, Topsy había conseguido después una beca y Kat ya no tenía que preocuparse por su educación.
–Hace mucho tiempo que vendí el terreno –admitió a regañadientes–. Es posible que pierda también la casa...
–Dios mío, ¿en qué te has gastado el dinero? –preguntó Emmie sorprendida.
Kat no respondió. Para empezar, nunca había habido mucho dinero que gastar. Llamaron a la puerta y se levantó, contenta de poder escapar del interrogatorio de su hermana.
Roger Packham, su vecino, un hombre viudo de unos cuarenta años, la saludó con su característico movimiento de cabeza.
–Mañana te traeré algo de leña... ¿Quieres que la deje donde siempre?
–Esto... sí. Muchas gracias –respondió ella, incómoda con su generosidad–. Qué frío hace hoy.
–Sopla el viento del norte –le dijo él–. Va a nevar esta noche. Espero que estés bien abastecida de comida.
–Ojalá no nieve –comentó ella, temblando–. Permite que te pague la leña. No me parece bien que me la regales.
–Es normal que nos ayudemos entre vecinos –le dijo él–. Una mujer sola aquí... Me alegro de poder echarte una mano.
Kat le dio las gracias y volvió a entrar. Vio su reflejo en el espejo del pasillo. Era una mujer estresada, de mediana edad, que pronto tendría que pensar en cortarse la larga melena. ¿Qué haría entonces con su pelo? Lo tenía demasiado rizado e indomable para llevarlo corto. En cualquier caso, se sentía avergonzada. Tenía treinta y cinco años y la sensación de haber nacido siendo una solterona. Hacía mucho tiempo que ningún hombre la miraba con interés.
De hecho, había dejado de tener vida propia cuando se había hecho cargo de sus hermanas. El único novio serio que había tenido la había dejado entonces y lo cierto era que no lo había echado de menos.
Cuando volvió a la cocina, Emmie se estaba guardando el teléfono móvil.
–¿Me prestas tu coche? Beth me acaba de invitar a ir a su casa –le explicó, refiriéndose a una amiga del colegio que todavía vivía en el pueblo.
–De acuerdo, pero Roger me ha dicho que va a nevar esta noche, así que ten cuidado.
–Si la cosa se pone fea, me quedaré a dormir en casa de Beth –le aseguró Emmie, poniéndose en pie–. Voy a vestirme.
Al llegar a la puerta, se detuvo y la miró como si quisiese disculparse.
–Gracias por no criticarme por lo del bebé.
Kat le dio un abrazo.
–Aun así, quiero que pienses bien en tu futuro. No todo el mundo puede ser madre soltera.
–Ya no soy una niña –replicó Emmie–. ¡Sé lo que hago!
A Kat le dolió que le respondiese así, pero se limitó a suspirar. Llevaba once años haciendo el papel de madre soltera y sabía lo duro que era. Se preguntó adónde irían si perdía la casa. ¿De dónde sacaría dinero para vivir? En las zonas rurales había pocas casas disponibles y todavía menos trabajo.
Detuvo aquellos pensamientos negativos y la creciente sensación de pánico y vio cómo empezaba a nevar. Cuando el mundo se transformaba con un velo de hielo blanco todo parecía limpio y bonito, pero la nieve podía ser muy traicionera.
Emmie llamó un rato después para decirle que se iba a quedar a dormir en casa de Beth. Kat apiló varios troncos al lado de la chimenea del salón y después se puso a trabajar en su última colcha. Y pensó en que iba a llegar un bebé a la familia. Hacía tiempo que había aceptado que ella nunca sería madre y sonrió al pensar en su futuro sobrino o sobrina.
Eran las ocho cuando sonó el timbre, seguido de tres innecesarios golpes en la puerta. Kat salió al recibidor y vio tres figuras en el porche. Esperó que fuesen clientes. Abrió la puerta sin dudarlo y vio a dos hombres altos que sujetaban a un tercero de menor estatura.
–Esto es una posada, ¿verdad? –preguntó uno de los hombres, alto y desgarbado.
–¿Nos puede acoger esta noche? –preguntó el otro hombre alto, que era moreno y parecía impaciente–. Nuestro amigo se ha roto el tobillo.
–Oh, vaya... –dijo Kat, apartándose de la puerta para dejarlos pasar–. Entren. Deben de estar congelados. En estos momentos no tengo a nadie alojado, pero hay tres habitaciones con baño disponibles.
–La recompensaremos generosamente si nos cuida bien –añadió el más alto, que tenía un acento extraño.
–Cuido bien de todos mis huéspedes –respondió Kat sin dudarlo, mirándolo a los ojos.
Tenía la mirada oscura e intensa y las pestañas largas y negras. Era muy alto y fuerte. Kat tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, cosa a la que no estaba acostumbrada, ya que ella también era muy alta. Además, de repente se dio cuenta de que también era muy guapo. Tenía los pómulos marcados, las cejas definidas y la mandíbula fuerte. Era un macho alfa en todos los aspectos.
–Soy Mikhail Kusnirovich y estos son mi amigo Luka Volkov y el hermano de su prometida, Peter Gregory.
Era la primera vez que Mikhail se quedaba tan impactado con una mujer nada más verla. Una melena rojiza y larga, rebelde, le rodeaba el pequeño rostro, cuya piel parecía de porcelana y estaba salpicada de pecas a la altura de la nariz. Y los ojos eran de un verde tan intenso como el de las esmeraldas. Tenía los labios carnosos y rosados y Mikhail no pudo evitar pensar en lo que aquella mujer podría hacer con semejantes labios. Se excitó al instante y eso lo puso tenso porque estaba acostumbrado a controlar su libido y cualquier falta de control era, a su parecer, una señal de debilidad.
–Katherine Marshall... pero todo el mundo me llama Kat –murmuró ella, que de repente se había quedado sin aliento–. Traed a vuestro amigo al salón. Puede tumbarse en el sofá. No sé qué vamos a hacer si necesita que lo vea un médico, porque es probable que la carretera esté cortada...
–Solo me he torcido el tobillo –dijo Luka, que tenía el mismo acento que el otro hombre–. Solo necesito descansarlo.
Mikhail miró a su alrededor y se fijó en los pequeños pechos de Kat, que se marcaban a través del jersey negro, en la cintura estrecha y en las largas y sensuales piernas que iban enfundadas en unos pantalones vaqueros. Zapatillas de casa rosa aparte, era preciosa, pensó embelesado y desconcertado al mismo tiempo.
–Qué bombón... –comentó Peter Gregory, añadiendo después un comentario grosero de lo que le gustaría hacer con ella.
Por suerte, su anfitriona no lo oyó, porque si no los habría echado de allí inmediatamente. Mikhail apretó los dientes con frustración. Hasta el momento, lo peor del desastroso fin de semana había sido tener que soportar a Peter. Él era un hombre acostumbrado a dar lo mejor de sí en momentos de crisis, por eso no se había estresado a pesar del frío, de la caída de Luka y del hecho de no tener teléfonos móviles para poder pedir ayuda. No obstante, tener que soportar a Peter Gregory le estaba costando mucho trabajo, ya que no solía tener que bregar con nadie ni nada que no le gustase.
Ayudaron a Luka a sentarse en el sofá, donde este gimió aliviado. Kat le llevó un taburete para que apoyase la pierna mientras el hombre más alto salía al porche a por sus mochilas. Regresó con un pequeño botiquín y se puso de cuclillas para quitarle la bota a su amigo, cosa que hizo gemir a este. Hablaron en un idioma que Kat no reconoció. Sin que se lo pidieran, ella sacó también su botiquín, que estaba mejor abastecido, y le vendaron el tobillo. Después, Kat buscó el bastón de su padre y se lo dejó al lado del sofá antes de darse cuenta de que Luka estaba temblando y entonces le acercó una manta.
–¿Tienes algún analgésico? –le preguntó Mikhail, mirándola a los ojos.
Y ella pensó que nunca había visto a un hombre con las pestañas tan largas y oscuras.
Se ruborizó y fue a por los analgésicos y un vaso de agua, mientras se fijaba en que el otro hombre, que parecía más joven y estirado, todavía no había hecho nada para ayudar. De hecho, lo único que había hecho era quejarse cuando los otros dos hombres habían hablado en un idioma extranjero.
–Voy a enseñaros las habitaciones. Tengo una en la planta baja que te vendrá muy bien –le dijo a Luka sonriendo.
–Necesito quitarme esta ropa sucia y darme una ducha –dijo Peter Gregory, subiendo las escaleras delante de Kat.
–El agua tarda por lo menos media hora en calentarse –le advirtió ella.
–¿No hay agua caliente constantemente? –protestó él–. ¿Qué clase de posada es esta?
–No esperaba huéspedes –se disculpó Kat, enseñándole la primera habitación disponible para deshacerse de él lo antes posible.
–No le hagas caso –le dijo Mikhail–. Yo...
Su voz profunda hizo que a Kat se le pusiese la piel de gallina y abrió la puerta de la segunda habitación, deseando poder volver al piso de abajo sola.