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Capítulo 5

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Mikhail vio a Kat salir del ascensor. Estaba preciosa, pero su cambio de aspecto no le gustó. Frunció el ceño mientras se acercaba a él y Mikhail se dio cuenta de que era el maquillaje lo que ocultaba su belleza natural que, hasta el momento, no se había dado cuenta de que era lo que tanto lo atraía de ella.

Kat se quedó sin respiración al ver a Mikhail al otro lado del vestíbulo, observándola. Era muy guapo, sexy y masculino. Tragó saliva y notó que se ponía a sudar y que se le erizaba el vello de la nuca.

–El coche nos está esperando fuera –anunció él.

Y los cuatro hombres que ya habían estado en casa de Kat los rodearon y les abrieron la puerta de salida, escoltándolos hasta la limusina.

–¿Son tus guardaespaldas? –le preguntó Kat mientras se sentaba en el asiento de piel e intentaba no mostrar su asombro por el lujo de todo lo que la rodeaba.

–Da... Sí –le confirmó Mikhail–. ¿Por qué llevas tanto maquillaje?

La pregunta la sorprendió.

–No me lo he puesto yo –respondió–. Me han maquillado en el salón de belleza...

–¿Y por qué lo has permitido?

Ella frunció el ceño.

–Pensé que no tenía elección. Di por hecho que era como te gustaba que fuesen tus acompañantes.

Él apretó los labios.

–No tienes por qué ajustarte a ningún tipo de mujer por mí. Respeto a las personas como son y espero que tomes tus propias decisiones. Además, me gustabas como eras.

–Entendido –respondió ella sonriendo ante su sinceridad–. En ese caso, me quitaré las pestañas postizas en cuanto pueda. No las soporto.

De repente, Mikhail se echó a reír y sus ojos negros brillaron. Relajó su postura y estudió el cuerpo esbelto de Kat: tenía los pechos pequeños, la cintura estrecha y las rodillas delgadas. Se excitó.

–Háblame –le pidió–. Cuéntame por qué te hiciste responsable de tus hermanastras.

Kat ya se había imaginado que Mikhail sabría muchas cosas de su vida, pero la pregunta le molestó.

–Estoy segura de que en realidad no te interesa el tema.

–Si no me interesase, no te lo preguntaría.

–No sé –respondió ella–. Es muy sencillo. Mi madre no podía con mis hermanas, así que las dejó en una casa de acogida. Enseguida me di cuenta de que no eran felices allí y quise ayudarlas, era la única persona que podía hacerlo.

–Fue muy generoso por tu parte. Eras muy joven y sacrificaste tu libertad...

–La libertad está sobrevalorada. Para mí es más importante la familia, algo que nunca tuve de niña. También quería que mis hermanas supiesen que me importaban –admitió a regañadientes.

Él siguió mirándola fijamente.

–¿Por qué tienes que llevarme siempre la contraria?

–¿Quieres que te responda con sinceridad? –le preguntó Kat.

–Da –le confirmó él con voz ronca, que en esos momentos estaba con la cabeza en otra parte, imaginándosela adornada solo con perlas. No, perlas no, rubíes o esmeraldas que realzasen su pálida piel.

–Estás tan seguro de ti mismo y eres tan arrogante que me pones enferma –confesó Kat, haciendo una mueca al mismo tiempo.

Mikhail se puso tenso porque solo podía pensar en morderle los generosos labios, pero, por primera vez en su vida, se contuvo con una mujer. No podía abalanzarse sobre ella, tenía que ser capaz de contenerse.

–No entiendo que te moleste que un hombre actúe como un hombre –le contestó divertido–. Salvo que te gusten los tipos blandos... en cuyo caso jamás te gustaré yo.

Kat lo estudió involuntariamente con la mirada y no pudo evitar esbozar una sonrisa.

–¿Eres consciente de que te vas a cansar de mí? –le advirtió.

–¿Cómo me voy a cansar de ti si eres distinta a todas las mujeres que he conocido en mi vida? –la contradijo Mikhail–. Nunca sé qué es lo siguiente que vas a decir, milaya moya.

Ella se quedó callada al oír aquello, ya que no consideraba que le hubiese dicho nunca nada fuera de lo normal. La limusina se detuvo en una calle tranquila, salieron del coche y Mikhail la agarró por la cadera. Kat tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de él, ya que sabía que eso no le gustaría. Se dijo a sí misma que tenía que relajarse y ser más tolerante. Era una mujer adulta y no debía comportarse como una adolescente.

Los guardaespaldas los acompañaron hasta la puerta de un pequeño restaurante. El propietario los saludó nada más entrar e incluso se inclinó ante ellos. El local se quedó unos instantes en silencio y el resto de los clientes se giró a mirarlos. Mikhail se dirigió al dueño del restaurante en su idioma. Este los acompañó a su mesa y les llevaron las cartas con más reverencias. Kat pensó que aquello era como alternar con la familia real. Miró la carta y se dio cuenta de que no entendía nada.

–¿Es un restaurante ruso? –preguntó.

Mikhail asintió despacio.

–Suelo venir mucho.

–La carta está en ruso, no la entiendo –añadió Kat unos minutos después, al darse cuenta de que Mikhail no se había percatado de que tenía un problema.

–Yo decidiré por ti –anunció él, en vez de ofrecerse a traducírsela.

Kat volvió a apretar los dientes y se preguntó cómo iba a aguantar todo un mes sin intentar matarlo al menos una vez. Mikhail vivía en una burbuja de seguridad y control de todo, era egoísta y testarudo. Para él, Kat no tenía necesidades ni deseos. Eso hizo que ella se preguntase si sería un mal amante y se ruborizó solo de haberse hecho la pregunta. De todos modos, no tenía ninguna intención de acostarse con él, así que jamás lo sabría.

–¿Qué te ocurre? –le preguntó Mikhail al verla tensa.

–Nada... –respondió ella, obligándose a sonreír.

Mikhail pidió la cena en ruso sin preguntarle qué le gustaba ni decirle lo que había elegido y Kat pensó que estaba haciendo aquello para recuperar su casa y que podía soportar que la tratasen como a un mueble por ese motivo.

Mikhail le hizo una señal a Stas y este miró a Kat sorprendido.

El primer plato consistió en caviar servido sobre tostadas untadas con mantequilla. A Kat nunca le había gustado el pescado, de hecho, le daban náuseas solo de olerlo. Mikhail no se dio cuenta de lo poco que comía y lo mismo ocurrió con la sopa de pescado que llegó después. Entonces, Stas se acercó con una bolsa y se la dio a Kat.

–Ya puedes quitarte el maquillaje –le informó Mikhail con satisfacción.

Ella miró en la bolsa y vio que dentro había un paquete de toallitas húmedas.

Como no podía hacerlo en público, Kat fue al cuarto de baño, donde se deshizo de las pestañas postizas y se limpió la sombra de ojos. Los párpados se le quedaron algo enrojecidos, pero pensó que a Mikhail le daría igual, ya que su principal objetivo en la vida parecía ser que todos los que lo rodeaban hiciesen lo que él les dijese. No parecía respetar ni fijarse en los límites que otras personas respetaban. Después de tan solo un par de horas con él, Kat empezó a darse cuenta de que iba a ser todo un reto tratar con semejante fuerza de la naturaleza. Sacó del bolso su maquillaje y se puso un poco de base y un brillo de labios.

–Mucho mejor –le dijo Mikhail con aprobación cuando reapareció–. Por fin vuelvo a verte.

Se parecía más a como la recordaba.

Por suerte, en ese momento llegó un enorme y suculento filete para Kat, que por fin pudo satisfacer su apetito. El postre estaba hecho con queso y cubierto de miel. Después de aquella amplia introducción a la cocina nacional rusa, beberse el vodka especial que Mikhail ponía por las nubes y tomarse un café le pareció casi aburrido.

Entonces, Mikhail le preguntó si quería ir a un pub y ella se sintió como una aguafiestas al contestarle que había sido un día muy largo y estaba cansada.

Salieron del restaurante y, en la calle mal iluminada, una oscura sombra se abalanzó sobre ella de repente, haciéndola gritar de miedo. Con la misma brusquedad, Mikhail se interpuso entre ella y el presunto asaltante y dijo algo que sonó a blasfemia. En el posterior altercado, Kat tuvo la sensación de que salían hombres de todas partes y, sin saber cómo, terminó en la puerta del restaurante, sin aliento y asustada, con el corazón acelerado mientras veía como Mikhail ponía al hombre contra la pared de manera amenazadora. Stas, su jefe de seguridad, también había intervenido y parecía estar discutiendo con Mikhail. Este parecía muy enfadado y zarandeaba al otro hombre, que parecía aterrado, como si fuese un pelele. Lo soltó con desprecio y se volvió a buscar a Kat.

–¿Estás bien? –le preguntó.

–Me ha asustado... Eso es todo –balbució ella.

–Me ha parecido ver que llevaba una navaja –le contó Mikhail, conduciéndola hasta la limusina, donde la puerta ya los esperaba abierta–, pero era solo una cámara de fotos. ¡No era más que un estúpido fotógrafo!

Todavía temblando por el susto, Kat se subió al coche y se maravilló de cómo había cambiado la actitud de Mikhail Kusnirovich en el transcurso de un minuto. Tal vez no le había preguntado qué quería para cenar, pero la había defendido sin dudarlo, poniéndose delante de ella al pensar que el hombre que se había acercado llevaba una navaja. Aquello le impresionó.

–¿No se habría ocupado de él tu equipo de seguridad? –le preguntó.

–Su principal tarea es protegerme a mí, no a aquellos con los que estoy. Mi deber era protegerte a ti, milaya moya –le explicó él muy serio, con el ceño fruncido.

–Pues muchas gracias –le dijo Kat, concentrándose en respirar profundamente para controlar su pulso.

–No has corrido ningún peligro. Era solo una cámara –le recordó Mikhail, quitándole importancia.

Pero él la había protegido al pensar que estaba en peligro, se dijo Kat, arrepentida de haberlo tachado demasiado pronto de egoísta y arrogante. Lo ocurrido implicaba que el millonario ruso tenía muchas más cosas por descubrir.

Cuando Mikhail entró con ella en el ascensor del hotel, Kat volvió a ponerse muy nerviosa. Se preguntó por qué la acompañaba hasta la habitación. Mikhail la miró desde un rincón con los ojos brillantes y a ella le temblaron las piernas e intentó decir algo que rompiese la tensión del ambiente.

–¿Qué signo del zodiaco eres?

Mikhail la miró sin comprender y ella se dio cuenta, avergonzada, de que no iba a conseguir charlar de los horóscopos con él.

–Yo soy Leo... ¿Cuándo naciste tú? –añadió, con la esperanza de que no pensase que estaba loca.

–¿Hace treinta años? –dijo él, sin entender la pregunta de Kat.

Kat se quedó horrorizada al oír aquello.

–¿Me estás diciendo que solo tienes treinta años?

Exasperado, Mikhail, que había estado pensando que no pasaría nada si la besaba porque, al fin y al cabo, tenía que acostumbrarse a que la tocase, arqueó las cejas.

–Ya ne poni’ mayu... No te entiendo. ¿Cuál es el problema? ¿De qué me estás hablando?

Kat salió del ascensor con la espalda muy recta y las mejillas coloradas, metió la tarjeta en el lector de la puerta de su habitación y pasó al recibidor para dar las luces.

Mikhail la siguió con el ceño fruncido.

–¿Kat? –insistió con impaciencia.

Ella se giró y lo fulminó con sus ojos verdes.

–Eres más joven que yo... ¡Varios años más joven! –le espetó enfadada–. No puedo creer que no me haya dado cuenta antes. ¡Ni siquiera se me había pasado por la cabeza!

Impasible ante aquel conflicto de emociones, Mikhail la miró fijamente.

–Da... Eres varios años mayor que yo. ¿Y cuál es el problema?

Indignada, ella le respondió en tono acusador:

–Para mí es un grave problema.

Mikhail pensó que las mujeres eran muy raras, y que aquella era todavía más rara que la mayoría. Había nacido cinco años antes que él. Para él la diferencia de edad tenía tan poca importancia que ni merecía la pena comentarla, pero a juzgar por el gesto de aversión de Kat, ella no estaba de acuerdo. Se enfadó al darse cuenta de que Kat iba a utilizar también aquello para mantenerlo lejos, ninguna otra mujer se le había resistido nunca tanto.

–Para mí no es ningún problema –le dijo en tono brusco.

Mientras tanto, intentó entender por qué seguía deseándola tanto. De hecho, cuanto más intentaba ella alejarse, más deseaba él tenerla cerca.

«Una mujer con un hombre más joven», estaba pensando Kat, sintiéndose humillada. Aquella combinación siempre había resultado extraña, censurable. Mientras que cuando la mujer era más joven que el hombre a nadie le parecía mal. Para Kat, el hecho de saber que Mikhail tenía cinco años menos que ella era la prueba de que no debían estar juntos.

–Que seas más joven que yo está mal, es desagradable... inapropiado –continuó ella, nerviosa–. A las mujeres mayores que salen con hombres más jóvenes las critican hasta en los periódicos y, además, yo nunca he querido un gigoló...

Un tenso silencio los envolvió.

–¿Un gigoló? ¿Me estás llamando gigoló? –repitió Mikhail con incredulidad.

No era posible que Kat se hubiese atrevido a utilizar un término tan despectivo con él. Notó que le subía el color a las mejillas. Era una de las pocas veces en la vida en que se había quedado casi sin habla de la sorpresa y de un estallido de ira que siempre solía controlar.

–Retíralo –añadió–. ¡Es un insulto que ningún hombre debería tolerar!

Sus miradas se encontraron. Kat se quedó inmóvil porque, a pesar de que Mikhail no había levantado la voz, nunca había visto a nadie tan enfadado.

–Eres varios años más joven que yo –respondió Kat con voz temblorosa, intentando defenderse, a pesar de que ni siquiera ella entendía por qué le importaba tanto–. No está bien...

–Que lo retires –la interrumpió él–. No puedo consentir que me digas algo así.

Kat tragó saliva. Le temblaban las rodillas. Mikhail podía llegar a ser un hombre muy intimidante.

–Está bien, lo retiro –murmuró a regañadientes–. No pretendía insultarte, es solo que me ha sorprendido tu edad.

–Yo jamás sería el gigoló de ninguna mujer –le dijo él.

Kat se dejó caer en el sofá, todavía sorprendida por las emociones que se habían desatado en su interior.

–Tanto mejor, porque yo tampoco saldría nunca con uno –le contestó en voz baja.

–¿Por qué no? –le preguntó Mikhail, empezando a relajarse mientras la estudiaba con la mirada.

Parecía agotada, su cabeza de cabello rojizo colgaba del esbelto cuello como una flor rota, como si le costase demasiado esfuerzo sostenerla recta, y Mikhail casi se sintió culpable porque había estado a punto de perder los nervios con ella y sabía que la había asustado. Recordaba demasiado bien los estallidos de ira de su padre como para hacer algo parecido. De hecho, el principal bastión de su carácter era el autocontrol en cualquier momento y situación.

Kat estaba conmocionada. No recordaba haberse sentido nunca tan confundida. Mikhail solo tenía treinta años, cinco menos que ella. Así que no podía sentirse atraída por él.

–¿Por qué no? –repitió Mikhail por curiosidad.

Nunca había sentido tanta curiosidad por una mujer.

–Porque las mujeres que salen con gigolós son mujeres experimentadas... Y yo no lo soy –admitió ella.

Sabía que su caso era extraño en aquella época y se preguntó con desesperación si podría haber hecho las cosas de manera diferente. En la vida de su madre había habido tantos hombres con los que habían tenido que tratar sus hermanas, que Kat había sabido que, por el bien de las niñas, ella tenía que llevar una vida completamente diferente. Por desgracia, diez años antes no había sido consciente de que eso significaría quedarse soltera, ya que había pensado que antes o después encontraría al hombre adecuado y tendría una relación seria. Pero eso no había ocurrido. No se le había presentado la oportunidad.

Mikhail arqueó las cejas negras.

–No lo entiendo.

Kat se rio con amargura antes de confesarle:

–Todavía soy virgen. ¿No te parece muy extraño?

Habría sido difícil decidir cuál de los dos se había quedado más sorprendido después de aquello: Kat le había contado algo que no le había dicho nunca a nadie y Mikhail se había quedado más atónito que si ella le hubiese confesado que era una asesina en serie. La inocencia física era algo que él nunca había conocido y que lo incomodaba.

E-Pack Novias de millonarios octubre 2020

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