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Capítulo 3

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Kat estaba mirando por la ventana de su habitación cuando por fin regresó Mikhail con paso seguro. Estaba bien. No había podido evitar preocuparse por él y en esos momentos fue a abrir la puerta de su habitación para oír la conversación que tenía lugar en el piso de abajo.

–Estaremos en Londres a la hora de la comida –dijo Luka con satisfacción.

–¿Estás seguro de que quieres marcharte tan pronto, Mikhail? –preguntó Peter Gregory en tono divertido–. ¿Es que no te está esperando nuestra sexy anfitriona? ¡Te apuesto lo que quieras a que no consigues acostarte con ella antes de mañana!

Kat se arrepintió de haber estado escuchando, palideció y se le encogió el estómago. Cerró la puerta con cuidado, ya que tenía miedo de que cualquiera de sus actos pudiese ser entendido como una invitación. Lo tenía claro: algunos hombres pensaban, hablaban y se comportaban como auténticos animales. Y Peter Gregory era sin duda uno de ellos. Se preguntó si los tres estarían dispuestos a hacer la apuesta. Era evidente que los amigos de Mikhail los habían visto besarse y habían malinterpretado el beso. Se sintió avergonzada. Nunca había sido tan consciente de su falta de experiencia en el ámbito sexual. Una mujer realmente segura de sí misma habría salido de la habitación nada más oír hablar de una apuesta para bajarle los humos a Peter y dejar claro que aquellos comentarios machistas no le hacían ninguna gracia, pero Kat se quedó dolida y humillada y lo único que se le ocurrió fue cerrar la puerta con llave antes de meterse en la cama.

Y entonces fue cuando pensó en el beso. El recuerdo de su estúpida rendición fue como una bofetada. Había permitido que la besara, no había hecho nada para evitarlo. Y, lo que era todavía peor, había disfrutado del momento. Tal vez los años de autocontrol y represión habían hecho que fuese tan vulnerable a un acercamiento así; tal vez fuese la solterona que tanto se había temido ser. Se puso tensa al oír un ruido delante de su puerta y su mente hizo una desagradable deducción al oír que llamaban con suavidad. Se quedó inmóvil, no hizo nada, no dijo nada, le ardía el rostro.

A la mañana siguiente tenía ojeras y estaba pálida. Se levantó temprano para prepararles el desayuno a sus huéspedes. Oyó hablar a Mikhail antes de verlo aparecer y se giró hacia el fuego con nerviosismo.

Notó una mano en su brazo y se giró. Sus miradas se encontraron al instante.

–Esperaba verte anoche –le informó Mikhail con un candor que la desconcertó.

–Siento que hayas perdido la apuesta –le respondió ella.

Mikhail arqueó las cejas.

–¿Qué apuesta? –preguntó.

A Kat le ardían las mejillas.

–Oí lo que decía tu amigo anoche...

–Ah... eso. Ya no tengo edad para ese tipo de cosas.

Kat miró por encima de su hombro y vio que Luka ya estaba sentado a la mesa, mientras que Peter hablaba por teléfono junto a la puerta. Ella se acercó un poco más a Mikhail y murmuró:

–Anoche llamaste a mi puerta.

Él se rio.

–¿Y? ¿Qué tiene eso que ver?

Kat lo miró con frialdad y, sin decir nada más, sacó los platos calientes del horno y los puso en fila para servir el desayuno.

–Ne ponyal... No lo entiendo –comentó Mikhail con impaciencia, decidido a obtener una respuesta.

Kat dejó en la mesa un montón de tostadas y una cafetera. Luego miró por la ventana y vio a Roger Packham subido a su tractor en el campo que había más allá de su jardín, y se preguntó qué estaría haciendo allí con tanta nieve mientras intentaba controlar su temperamento. Le daba igual si Mikhail lo entendía o no. Por suerte, iba a marcharse y no tendría que volver a verlo y recordar lo humillada que se había sentido. Mikhail había dado por hecho que estaba disponible y que a lo mejor lo invitaba a su cama a pesar de que solo hacía un par de horas que se conocían, y eso era un insulto. Seguro que era el típico hombre que se acostaba con cualquiera y que después alardeaba de su éxito con las mujeres.

Mikhail apretó los dientes al ver que Kat no respondía, aquella mujer lo ponía furioso.

–Quiero volver a verte –le dijo en tono neutro, sin una pizca de amabilidad ni humildad en él.

–¡No! –replicó ella.

–¿Eso es todo lo que vas a decirme? –protestó Mikhail, indignado por su actitud, fulminándola con la mirada.

–Sí, eso es todo. No me interesas –le contestó ella.

–Mentirosa –la contradijo él en tono de burla.

La palabra fue casi eclipsada por el ruido de un helicóptero que sobrevolaba la casa, pero Kat la oyó y se giró hacia él.

–Te crees un regalo de Dios para las mujeres, ¿verdad? –le espetó con el ceño fruncido–. ¡No me interesas y estoy deseando que te marches!

–Jamás pensé que vería el día en que te mandaban a paseo –murmuró Peter Gregory a sus espaldas mientras que Luka evitaba mirar a Mikhail y le pedía a su futuro cuñado que se callase.

Kat sirvió rápidamente el desayuno mientras dos helicópteros descendían sobre el campo de Roger. Al parecer, este lo había limpiado de nieve para que aterrizasen. Se giró y vio que Mikhail seguía de pie.

–Desayuna –le dijo.

–No tengo hambre –le contestó él.

De repente, Kat se dio cuenta de que estaba colorado y sintió remordimientos por cómo le había hablado. ¿Y si se había equivocado con él? Aunque entonces se recordó que había llamado a su puerta la noche anterior. Ella también se ruborizó y entonces llamaron a la puerta de atrás. Mikhail la abrió y, de repente, la cocina se llenó de hombres altos y abrigados que hablaban en ruso. El de más edad, que tenía el pelo cano, lo saludó de manera cariñosa y puso gesto de alivio. Mientras tanto, Kat se concentró en ofrecer a todo el mundo café y galletas.

Era evidente que Mikhail era lo suficientemente importante como para que enviasen un helicóptero a buscarlo, pero ¿dos? ¿Lo habría organizado la noche anterior? ¿También sería banquero, como Peter Gregory? ¿O un hombre de negocios con más dinero que sentido común?

Luka estaba buscando dinero para pagar la cuenta que ella había dejado encima de la mesa. Mikhail tomó el papel y la miró de manera burlona.

–Cobras muy poco –dijo, guardándose la cuenta y devolviéndole el dinero a su amigo para sacar su propia cartera y dejar varios billetes encima de la mesa.

–Gracias –dijo ella.

Mikhail la fulminó con la mirada.

–Yo no te las voy a dar a ti, ya que todavía no has hecho nada por complacerme... nada.

Y a Kat le entraron ganas de echarse a reír al oírlo hablar como a un sultán que estuviese informando a una de las chicas de su harén de su descontento, pero entonces lo miró a los ojos y se puso seria. Tuvo un mal presentimiento.

Los hombres empezaron a salir por la puerta. Mikhail esperó y el hombre de pelo cano se quedó en la puerta.

–Te llamaré –murmuró.

Kat evitó mirarlo.

–No te molestes –le dijo sin poder contenerse.

–Mírame –le ordenó Mikhail entre dientes.

Y Kat levantó la vista. Tenía las mejillas sonrosadas y Mikhail se quedó cautivado con el brillo de sus ojos verdes. La vio humedecerse los labios y se excitó solo de imaginarse aquella lengua en su cuerpo. Espiró bruscamente y apartó la cara.

–Te llamaré –repitió en tono decidido.

Kat cerró la puerta. Al llegar a la verja, Mikhail se dirigió al hombre que tenía al lado.

–Katherine Marshall. Quiero saberlo todo de ella.

Stas se puso tenso.

–¿Por qué? –se atrevió a preguntar, como si no hubiese presenciado la tensa conversación que había habido entre ambos.

–Porque quiero enseñarle modales –le contestó Mikhail mirando hacia la casa con el ceño fruncido–. ¡Ha sido muy grosera!

Sorprendido por aquel arrebato, Stas guardó silencio. Lo normal era que Mikhail no se exaltase por ninguna mujer. De hecho, su indiferencia frente a las numerosas mujeres que lo perseguían y las pocas que conseguían compartir su cama era una leyenda entre sus empleados y Stas no entendía qué podía haberle hecho Katherine Marshall para que su jefe reaccionase así.

Kat agradeció tener mucho que hacer cuando los helicópteros se hubieron marchado. Cambió las camas y llevó las sábanas a la lavadora, y allí, sin darse cuenta, se acercó las de la cama de Mikhail a la nariz para aspirar su olor. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se puso colorada y metió la sábana en la máquina, le echó detergente y la puso en marcha. ¿Qué le había hecho? Había olido sus sábanas... ¡Se estaba comportando como una loca! Era como si Mikhail hubiese encendido una conexión física en su interior y no pudiese volver a apagarla. Se sintió avergonzada.

Esa tarde, Roger Packham le llevó la leña y ella lo invitó a pasar y a tomar una taza de té. Él le contó satisfecho la cantidad de dinero que había cobrado por limpiar su campo de nieve para que aterrizasen los helicópteros.

–Se ve que en la ciudad cuesta poco ganarlo –comentó.

–A mí me ha venido bien tener tres clientes –admitió ella, sabiendo que utilizaría el dinero para comprar comida–. El negocio no está yendo nada bien últimamente.

–Debe de haberte resultado extraño, tener a tres hombres en la casa –comentó Roger con desaprobación–. Debe de haber sido incómodo para una mujer que vive sola.

–No, no ha sido incómodo –mintió ella–. Además, Emmie ha vuelto de Londres, así que ya no voy a estar sola. Anoche se quedó a dormir en el pueblo.

Mikhail se había marchado y no volvería. Ella podría enterrar aquellos sentimientos tan poco apropiados y olvidarse de cómo se había sentido, olvidarse de él...

–No lo utilices –le aconsejó Stas, dejando el informe encima del escritorio de Mikhail–. Nunca has sido de los que utilizan esta clase de información contra una mujer...

El comentario de Stas avivó su curiosidad y Mikhail tomó el informe y lo abrió. Leyó la amplia información acerca de Katherine Marshall con interés, se fijó en las cifras, arqueó una ceja sorprendido y comprendió lo que Stas le había querido decir. Estaba al borde de la bancarrota, haciendo un esfuerzo por conservar la casa. Entendió no haberla visto sonreír. Los problemas económicos causaban estrés y tal vez podrían explicar que lo hubiese rechazado aquel fin de semana. Podía utilizar aquella información, usarla como un arma contra ella. Era lo que su padre habría hecho con una mujer difícil. Apretó los labios. Era lo que había hecho con su madre. Pero él no era su padre y Katherine Marshall no era una mujer difícil, solo era una mujer rebelde y agobiada.

Se preguntó por qué no podía olvidarla. Frunció el ceño, se sentía frustrado. Habían pasado tres semanas y seguía pensando en ella todos los días. Estaba obsesionado con Kat Marshall y eso no le gustaba. Quería tener la cabeza en su sitio, como siempre, y sabía que no lo conseguiría si no volvía a verla. Ella estaba endeudada y él era un hombre muy rico, pero había un problema: que jamás compraba a una mujer. Entonces, ¿qué podía hacer?

Al día siguiente, Kat recibió una carta desoladora en la que se le informaba de que le embargarían la casa a final de mes. Ya había recibido varias advertencias anteriormente, así que no fue una sorpresa. Una semana después, su abogado la llamó para que fuese a verlo. ¿Qué más malas noticias tendría que darle? Si el señor Green quería verla, tenía que ser por algo relacionado con su situación económica. Cuando se había dirigido a él por primera vez para pedirle consejo, este la había animado a vender la casa para pagar sus deudas y poder empezar de cero, pero Kat no había podido deshacerse del lugar que representaba un hogar tanto para ella como para sus hermanas. Perder la casa era como perder una parte de ella y, después de varios meses de infructuosa ansiedad, iba a ocurrir.

–Recibí esta carta ayer –le contó Percy Green, dándole un papel a Kat–. Contiene una oferta extraordinaria. Mikhail Kusnirovich está dispuesto a saldar tus deudas y a comprar tu casa. También te da la oportunidad de que te quedes en Birkside de alquiler...

Kat se había quedado completamente blanca.

–¿Mikhail... K...?

–Kus-ni-ro-vich –le repitió el abogado–. La verdad es que no tengo ni idea de cómo se ha enterado de tu situación económica. Es un multimillonario de la industria petrolífera, no un usurero.

–¿Multimillonario? –balbució ella con incredulidad–. ¿Mikhail es rico?

Su abogado la miró sorprendido.

–¿Conoces a ese hombre?

Kat le explicó brevemente cómo los tres hombres se habían alojado en la posada el mes anterior.

–¿Será un capricho de multimillonario? –se preguntó Percy Green sacudiendo la cabeza lentamente–. En cualquier caso, es un milagro para ti. Supongo que vas a aceptar su oferta, dado que, si no, te quedarás sin casa.

–Supones bien.

Kat volvió a Birkside con la carta en el bolso y sin entender nada. Mikhail estaba podrido de dinero y se había ofrecido a pagar sus deudas y a comprar su casa. ¿Por qué? ¿Qué quería a cambio? Los hombres ricos no regalaban ni malgastaban su dinero. ¿Qué buscaba? ¿Lo haría para demostrarle su poder? ¿Pretendía castigarla por haberlo rechazado? Pero ¿cómo iba a considerar un castigo que la salvase del desahucio?

Llamó al bufete de abogados desde el que habían enviado la carta y pidió el número de teléfono necesario para poder solicitar una cita con Mikhail. No lo consiguió hasta que no dijo quién era, y después tuvo que enfrentarse a las secretarias de él, que querían que les contase lo que deseaba antes de considerar su petición de ver a su jefe. Muy a su pesar, Kat tuvo que admitir que Mikhail era el dueño de su casa y que quería hablar del tema con él. Al final, le ofrecieron una cita para cuatro días más tarde.

Emmie llevó a Kat a la estación y no mostró ningún interés acerca del inusitado deseo de esta de ir a Londres. Ya en el tren, Kat contuvo un bostezo, se había levantado muy temprano y empezaba a sentir el cansancio. Se había puesto un traje de chaqueta oscuro que había llevado por última vez en el funeral de un vecino y tenía la sensación de que iba demasiado arreglada, además, estaba nerviosa y enfadada. ¿A qué estaba jugando aquel maldito hombre? ¿Qué quería de ella? No podía ser lo que se imaginaba... No se creía que Mikhail no tuviese otras opciones sexuales mucho más emocionantes que ella.

Cuando por fin llegó a la recepción del impresionante edificio en el que estaba el despacho de Mikhail, una increíble rubia acudió a recibirla y la acompañó por un pasillo. La curiosidad de la rubia era evidente.

–¿Así que eres Katherine Marshall y Mikhail es el dueño de tu casa? –le preguntó–. ¿Y cómo ha sido eso?

–No tengo ni idea –le dijo ella–, pero he venido a averiguarlo.

La rubia la miró de arriba abajo con frialdad.

–No te extiendas demasiado. Tiene otra cita dentro de diez minutos.

Kat apretó los dientes para no replicar y se secó el sudor de las manos en los pantalones. Una puerta se abrió delante de ella, la cruzó y una luz cegadora impidió que pudiese ver nada.

E-Pack Novias de millonarios octubre 2020

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