Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 10

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Martin Beck siguió haciendo llamadas.

Trató de ponerse en contacto con los dos agentes de la patrulla que habían recibido el aviso para acudir a Bergsgatan, pero ninguno de ellos parecía estar de servicio. Tras varios intentos llamando aquí y allá, se enteró de que uno estaba de vacaciones y el otro tenía que testificar en un juicio.

Gunvald Larsson se hallaba reunido y Einar Rönn había salido de inspección.

Al cabo de un buen rato, logró contactar con el subinspector que por fin había remitido el asunto a la brigada antiviolencia. Eso no fue hasta el lunes 26, de modo que Martin Beck se vio obligado a hacerle una pregunta.

—¿Es cierto que el dictamen forense había llegado ya el miércoles?

La voz de su interlocutor vaciló al responder.

—La verdad es que no estoy seguro. En todo caso, yo no lo leí hasta el viernes.

Martin Beck no dijo nada. Esperaba algún tipo de aclaración, la cual no se hizo esperar.

—En este distrito nos falta casi la mitad del personal. No hay manera de tramitar más de lo estrictamente esencial. Los papeles se nos amontonan. Y cada día que pasa todo va de mal en peor.

—¿Así que nadie miró el informe de la autopsia antes de esa fecha?

—Sí, nuestro comisario. Y el viernes por la mañana me preguntó quién se había ocupado de la pistola.

—¿Qué pistola?

—La pistola con la que Svärd se pegó el tiro. Yo no sabía nada de ninguna pistola, pero supuse que uno de los policías que recibieron el aviso la había encontrado.

—Tengo aquí el informe que redactaron —señaló Martin Beck—. Si se hubiera encontrado un arma de fuego en el apartamento, lo hubieran dicho.

—No veo que los agentes cometieran ningún error —replicó el hombre, a la defensiva.

Estaba dispuesto a defender a su personal y no era difícil entender por qué. En los últimos años, las críticas hacia los agentes de policía no hacían más que aumentar, su relación con la gente de la calle era peor que nunca y su carga de trabajo casi se había duplicado. La consecuencia de todo eso fue que una gran cantidad de agentes abandonó la profesión. Los que lo hicieron eran, generalmente y por desgracia, los mejores. A pesar de la alta tasa de desempleo en el país, era imposible reclutar gente nueva, y la base de contratación se deterioraba cada vez más. Los policías que se habían quedado sentían una gran necesidad de cohesión.

—Tal vez no —admitió Martin Beck.

—Los chicos hicieron lo correcto, ni más ni menos. Tras acceder al apartamento y encontrar al muerto, llamaron a un superior.

—¿El tal Gustavsson?

—Exacto. Un tipo de la policía criminal. Su tarea consistió en sacar conclusiones e informar sobre los hechos, más allá del descubrimiento del cadáver en sí. Y supongo que le indicarían dónde estaba la pistola y él se hizo cargo de ella.

—¿Y luego no se molestó en mencionarlo en el informe?

—Esas cosas pasan —replicó el policía con sequedad.

—Bueno, lo que parece es que no se encontró ningún arma en la habitación.

—No. Pero yo no me enteré de eso hasta el lunes pasado, o sea, hace una semana, cuando hablé con Kristiansson y Kvastmo. Entonces envié de inmediato los papeles a Kungsholmsgatan.

La jefatura central de policía y las dependencias de la policía criminal en Kungsholmen se encontraban en el mismo bloque, así que Martin Beck se tomó la libertad de observar:

—Bueno, Kungsholmsgatan no queda muy lejos.

—No hemos cometido ningún error —negó el hombre en redondo.

—En realidad, lo que me interesa es saber qué le pasó a Svärd, no si alguien ha cometido algún error.

—En cualquier caso, si alguien ha cometido algún error no ha sido la policía de orden público.

Esta réplica era, por decirlo de modo suave, una indirecta, de manera que Martin Beck estimó que era el momento de dar por terminada la conversación.

—Muchas gracias por su ayuda. Adiós.

Su siguiente interlocutor telefónico fue el subinspector Gustavsson, que parecía tener muchísima prisa.

—Ah, sí, el asunto ese. No, yo tampoco entiendo nada. Pero supongo que esas cosas pasan de vez en cuando.

—¿Qué cosas?

—Hechos inexplicables, misterios que simplemente no tienen solución. Se ve enseguida que lo mejor es darse por vencido.

—Por favor, venga para acá —pidió Martin Beck.

—¿Ahora? ¿A Västberga?

—Eso es.

—Lo siento, me es imposible.

—No lo creo.

Martin Beck miró el reloj.

—Digamos a las tres y media.

—Pero es que me es totalmente imposible...

—A las tres y media —repitió Martin Beck antes de colgar.

Se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas por el despacho con las manos cruzadas a la espalda.

Este preludio era significativo de la corriente que se había puesto de moda durante los últimos cinco años. Sucedía cada vez con más frecuencia que había que abrir una investigación intentando averiguar lo que la policía había hecho; y esto solía ser más difícil que resolver el caso en sí.

Aldor Gustavsson se presentó a las cuatro y cinco.

El nombre no le había dicho nada a Martin Beck, pero resultó que lo conocía de vista. Era un tipo flaco y moreno, de unos treinta años, y aire duro y despreocupado. Martin Beck recordaba haberlo visto de vez en cuando en la oficina de guardia de la policía criminal de Estocolmo, así como en otros contextos menos significativos.

—Siéntese, por favor.

Gustavsson se sentó en la mejor silla, cruzó las piernas y sacó un cigarro. Lo encendió y dijo:

—Un asunto espinoso, ¿eh? ¿Qué quiere saber?

Martin Beck permaneció en silencio unos instantes mientras hacía rodar el bolígrafo entre los dedos. Luego preguntó:

—¿A qué hora llegó usted a Bergsgatan?

—Por la noche. A eso de las diez más o menos.

—¿Cómo estaba la cosa entonces?

—Jodida. Todo lleno de gusanos blancos y gordos. Olía que apestaba. Uno de los agentes había echado la pota en el vestíbulo.

—¿Dónde estaban ellos?

—Uno haciendo guardia en la puerta. El otro, dentro del coche.

— ¿La puerta había estado vigilada en todo momento?

— Sí, al menos eso fue lo que ellos dijeron.

—Y... usted, ¿qué hizo?

—Entré a mirar, claro. Estaba la cosa bien jodida, como ya he dicho. Pero podía ser asunto de la policía criminal, nunca se sabe.

—Pero ¿su conclusión fue otra?

—¡Hombre! Estaba más claro que el agua. La puerta la habían cerrado por dentro de tres o cuatro maneras diferentes. Los chicos la consiguieron abrir a duras penas. Y la ventana estaba cerrada con pestillo y el estor, bajado.

—¿La ventana seguía cerrada?

—No. Los chicos estos de la policía de orden público la habían abierto al entrar, claro. De lo contrario, habría sido imposible estar ahí sin máscara de gas.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Unos minutos. El tiempo suficiente para observar que no era asunto de la policía criminal. Debía tratarse de un suicidio, o de muerte natural, así que lo demás era cosa de la policía de orden público.

Martin Beck hojeó el informe.

—No consta ninguna lista de objetos secuestrados —observó.

—¿No? Bueno, tal vez alguien debería haberse ocupado de eso. Pero por otro lado, era superfluo. Casi no había nada. Una mesa, una silla y una cama, creo, y unos cuantos desperdicios en el rincón de la cocina.

—Pero ¿echó un vistazo al apartamento?

—¡Claro! Lo inspeccioné todo antes de dar luz verde.

—¿A qué?

—¿Cómo que a qué? ¿Qué quiere decir?

—¿Antes de dar luz verde a qué?

—Pues a que se llevaran los restos mortales, claro. Había que hacerle la autopsia al viejo. Incluso si se trata de un suicidio, hay que analizar el cuerpo. Lo dice el reglamento.

—¿Puede resumir sus observaciones?

—Cómo no. Es muy fácil. El cadáver estaba a tres metros de la ventana, aproximadamente.

—¿Aproximadamente?

—Sí, la verdad es que no llevaba un metro. Daba la sensación de llevar muerto un par de meses; estaba podrido, en otras palabras. Había dos sillas, una mesa y una cama en la habitación.

—¿Dos sillas?

—Sí.

—Antes ha dicho una.

—Vaya. Sí, en cualquier caso había dos, creo. Una pequeña estantería con algunos libros y periódicos viejos y en el rincón de la cocina un par de cacerolas y un hervidor de agua y esas cosas.

—¿Esas cosas?

—Sí, abrelatas y cuchillos y tenedores, y un cubo de basura y todo eso.

—Ya. ¿Había algo en el suelo?

—No, nada en absoluto, salvo el propio cadáver. Pregunté a los agentes y me dijeron que ellos tampoco habían encontrado nada.

—¿Había alguien más en el apartamento?

—Qué va. Les pregunté a los chicos y me dijeron que no. No había nadie más aparte de mí y de ellos dos. Luego vinieron los de la furgoneta y se llevaron el cadáver en una bolsa de plástico.

—Después se averiguó de qué había muerto Svärd.

—Sí. Eso es. Se había pegado un tiro. No hay quien lo entienda, digo yo. ¿Y qué hizo con la pipa?

—¿No tiene ninguna explicación plausible?

—Ninguna en absoluto. Es de lo más tonto. Caso sin solución, como ya he dicho. No sucede muy a menudo, ¿eh?

—¿Los agentes se formaron alguna opinión al respecto?

—No, se limitaron a constatar que estaba muerto y que todo se hallaba cerrado a cal y canto. Si hubiera habido una pipa, la habríamos encontrado, ellos o yo. Además, debería haber estado en el suelo, junto al muerto.

—¿Te informaste de quién era el muerto?

—Sí, por supuesto. Se llamaba Svärd, lo ponía en la puerta. Y se veía enseguida qué clase de persona era.

—¿Qué clase?

—Hombre, un marginado. Probablemente un viejo borracho. Y esa clase de tipos a menudo se suicidan, o beben hasta palmarla, o les da un infarto o algo así.

—¿No hay nada más que pueda decirme?

—No. No hay quien lo entienda, ya se lo he dicho. Pura y simplemente un misterio. No creo que ni usted pueda resolverlo. Por cierto, hay cosas más importantes.

—Tal vez.

—Le aseguro que sí. ¿Me puedo largar ya?

—La verdad es que no —respondió Martin Beck.

—No tengo más que decir —reiteró Aldor Gustavsson mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero.

Martin Beck se levantó y se acercó a la ventana, dándole la espalda al visitante.

—Yo tengo algunas cosas que decir —anunció.

—¿Ah, sí? ¿Qué cosas?

—Varias. Para empezar, la policía científica hizo una inspección del lugar la semana pasada. Aunque la mayoría de las posibles huellas estaban destruidas, se descubrió enseguida una gran mancha de sangre y dos pequeñas en la alfombra. ¿Vio usted manchas de sangre?

—No. Aunque tampoco las busqué.

—Está claro que no. ¿Qué es lo que buscó, entonces?

—Nada de particular. El caso parecía estar claro.

—Ahora bien, si no vio los rastros de sangre, podemos imaginar que se le pasarían otras cosas.

—En todo caso, no había armas de fuego.

—¿Tomó nota de cómo iba vestido el muerto?

—No, no exactamente. Además, estaba demasiado podrido. Seguramente llevaba algún que otro harapo. Aparte de que no veo qué importancia puede tener eso.

—Se fijó en que el fallecido era un tipo pobre y solitario. Alguien no muy notable.

—Pues claro. Cuando alguien ha visto tantos borrachuzos y marginados como yo...

—¿Qué?

—Pues que los conozco como si los hubiera parido.

Martin Beck se preguntó si Gustavsson se daba cuenta del significado de la expresión.

—Y si el fallecido hubiera tenido aspecto de ser alguien más integrado en la sociedad, ¿habrías quizá sido más meticuloso?

—Sí, en esos casos hay que andarse con mucho tiento. Con todo el puto curro que tenemos...

Miró a su alrededor.

—Aunque no se note, estamos hasta arriba de trabajo. No puedes ponerte a jugar a ser Sherlock Holmes cada vez que te encuentras un quinqui muerto. ¿Algo más?

—Sí. Me gustaría dejar claro que ha cometido una grave negligencia en este caso.

—¿Cómo?

Gustavsson se levantó. Parecía como si de pronto se diera cuenta de que Martin Beck podía dañar seriamente su carrera.

—Eh, un momento —espetó—. Solo porque no vi las manchas de sangre ni una pistola inexistente...

—Las faltas por omisión no son las peores —prosiguió Martin Beck—. A pesar de que son imperdonables. Pero, por ejemplo, llamó a la forense dándole instrucciones basadas en ideas preconcebidas e inexactas. Además, engañó a los dos agentes haciéndoles creer que el caso era tan fácil que no tenía más que entrar en el apartamento y darse una vuelta para darlo por cerrado. Dijo que no era necesaria la inspección de la policía científica y a continuación permitió que se llevaran el cuerpo sin haberle siquiera hecho algunas fotos.

—Pero, por Dios —exclamó Gustavsson—. El viejo tuvo que suicidarse.

Martin Beck se dio la vuelta y lo miró.

—¿Es... es esta... una amonestación formal?

—Sí, y tanto que lo es. Adiós.

—Espere un momento, haré todo lo que pueda para ayudar...

Martin Beck negó con la cabeza. El hombre se fue. Parecía preocupado, pero antes de que la puerta se cerrase del todo, Martin Beck le oyó decir dos únicas palabras:

—Viejo cabrón.

Aldor Gustavsson obviamente no estaba hecho para ser subinspector de la policía criminal y ni siquiera policía. Era torpe, insolente y engreído, y tenía un enfoque totalmente equivocado respecto a su trabajo.

Los mejores miembros del cuerpo de la policía de orden público siempre eran fichados para la criminal. En gran medida, seguramente seguía siendo así.

Si una persona así había podido convertirse en miembro de la policía criminal hacía un par de años, ¿cómo sería en el futuro?

Martin Beck dio por terminado su primer día de trabajo.

A la mañana siguiente iría a echar un vistazo a la habitación cerrada.

¿Qué haría esa noche? Comer algo, cualquier cosa, y luego ponerse a hojear libros que sabía que tenía que leer. Reposar solo en la cama esperando la llegada del sueño. Sentirse enclaustrado.

En su propia habitación cerrada.

La habitación cerrada

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