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Einar Rönn era amante de la naturaleza y había elegido la profesión de policía porque implicaba movimiento y ofrecía numerosas oportunidades de estar al aire libre. Con los años y los ascensos, su jornada de trabajo se fue caracterizando por un sedentarismo cada vez mayor, y las salidas al aire libre —en la medida en que se puede hablar de aire libre en Estocolmo— se hicieron cada vez más raras. Pasar las vacaciones en las salvajes tierras montañosas de su región natal se había convertido en un asunto vital: la verdad es que odiaba Estocolmo y, a los cuarenta y cinco años, había empezado a pensar en la jubilación, momento en que volvería a Arjeplog para siempre.

Las vacaciones de ese año eran inminentes, y comenzaba a temer que en cualquier momento alguien le pidiera que renunciara a ellas si como mínimo el caso ese del atraco al banco no se resolvía antes.

Para contribuir activamente a que la investigación desembocara en algún tipo de final, asumió el cometido de ir a Sollentuna a hablar con un testigo el lunes por la noche, en lugar de regresar a casa con su mujer en Vällingby.

No solo se ofreció voluntariamente a ir a buscar al testigo, al que de lo normal podría haberse citado a comparecer en la comisaría, sino que mostró tal entusiasmo por la tarea, que Gunvald Larsson, incapaz de vislumbrar sus motivos egoístas, se preguntó si Unda y él habrían discutido.

—Pues no, discutido no hemos —contestó Rönn con una de sus peculiares construcciones sintácticas.

El hombre al que Rönn iba a ver era el obrero metalúrgico de treinta y dos años que había presenciado los hechos delante del banco en Hornsgatan, y al que Gunvald Larsson había interrogado.

Se llamaba Sten Sjögren y vivía solo en una casa adosada en Sångarvägen. Se hallaba en su pequeño jardín delantero regando un rosal; cuando Rönn salió del coche, dejó la regadera y se acercó a abrir la verja. Se limpió la mano en la parte trasera del pantalón antes de tendérsela, tras lo cual subió los escalones y mantuvo abierta la puerta de entrada para Rönn.

La casa era pequeña y en la planta baja había una sola habitación, aparte de la cocina y el recibidor. La puerta de aquella habitación se hallaba entreabierta, lo que permitía ver que estaba completamente vacía. El hombre captó la mirada de Rönn.

—Mi mujer y yo acabamos de separarnos —explicó—. Se ha llevado algunos muebles, así que quizás esto esté un poco desangelado de momento. Mejor subimos arriba.

Al final de la escalera había una sala bastante grande con chimenea: ante esta se agrupaban, en torno a una mesita baja pintada de blanco, algunas butacas dispares. Rönn se sentó, pero el hombre permaneció de pie.

—¿Quiere tomar algo? —le preguntó—. Puedo hacer café, pero hay algunas cervezas en la nevera.

—Gracias, tomaré lo mismo que usted —contestó Rönn.

—Entonces beberemos cerveza —dijo el hombre.

Corrió escaleras abajo y Rönn le oyó trajinar en la cocina.

Rönn miró a su alrededor. No había muchos muebles, pero sí un equipo de música y bastantes libros. En una cesta, junto a la estufa, había un montón de periódicos: Dagens Nyheter, Vi, Ny Dag y Metallarbetaren.

Sten Sjögren volvió con vasos y dos latas de cerveza light, que puso sobre la mesa blanca. Era delgado y nervudo, de pelo rubio rojizo, alborotado, y de una longitud, en palabras de Rönn, normal. Su rostro estaba salpicado de pecas y tenía una sonrisa amplia y resplandeciente. Tras abrir las latas y verter la cerveza en los vasos, se sentó enfrente de Rönn, levantó su vaso hacia él y bebió. Rönn dio un sorbo a su cerveza y expuso:

—Me encantaría escuchar qué es lo que observó en Hornsgatan el viernes pasado. Lo mejor es aprovechar antes de que el recuerdo empalidezca demasiado.

Sonaba muy bien, pensó Rönn contento.

El hombre asintió con la cabeza y dejó su vaso.

—Sí, si hubiera sabido que se trataba de robo y asesinato a la vez, me habría fijado mejor en la piba, los tíos y el coche.

—En cualquier caso, usted es el mejor testigo que tenemos hasta ahora —le alentó Rönn—. Así que usted iba caminando por Hornsgatan. ¿En qué dirección?

—Venía de Slussen y me dirigía hacia Ringvägen. La tía esta vino por detrás de mí y me empujó con bastante fuerza al salir corriendo.

—¿Puede describirla?

—No muy bien, me temo. La verdad es que solo la vi de espaldas y un poco de perfil cuando subió al coche. Era más baja que yo, quizás unos diez centímetros más baja. Yo mido uno setenta y ocho. La edad es un poco difícil de precisar, pero no creo que tuviera menos de veinticinco años ni más de treinta y cinco, así que tendría unos treinta. Iba vestida con unos vaqueros azules normales y una blusa o camisa azul claro por fuera del pantalón. No me fijé en su calzado, pero llevaba sombrero, uno de esos de tela vaquera y ala ancha. Tenía el pelo rubio, liso y no tan largo como muchas tías lo llevan hoy en día. Media melena, se podría decir. Y además llevaba una bandolera de color verde, una de esas bolsas militares americanas.

Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa color caqui y se lo ofreció a Rönn, quien negó con la cabeza y preguntó:

—¿Vio si transportaba algo?

El hombre se levantó, cogió una caja de cerillas del estante de encima de la chimenea y encendió un cigarrillo.

—No, no estoy seguro de ello. Pero puede que sí.

—¿Y su complexión? ¿Era delgada, gorda o...?

—Era normal, supongo. Ni especialmente delgada ni gorda. De talla mediana, podría decirse.

—¿No le vio la cara?

—La tuve que ver muy de pasada cuando se montó en el coche. Sin embargo, entre que llevaba el sombrero ese y también unas gafas de sol grandes...

—¿La reconocería si volviera a verla?

—Por la cara no, en todo caso. Y, seguramente tampoco si la veo con otra ropa, con un vestido, por ejemplo.

Rönn dio un trago a su cerveza, pensativo. Luego preguntó:

—¿Está seguro de que era una mujer?

El otro le miró con sorpresa. Frunció el ceño y respondió vacilante:

—Sí, al menos asumí que era una piba. Pero ahora que lo dice, no estoy del todo convencido. Fue más bien una impresión general, se suele saber quién es tío y quién es tía, incluso si a veces es difícil verlo. La verdad es que no puedo poner la mano en el fuego, por ejemplo no me dio tiempo a ver si tenía pecho.

Hizo una pausa y miró a Rönn a través del humo del cigarrillo.

—No, tiene usted razón —dijo despacio—. No tenía por qué ser una chica, pudo ser un chico. Sería por otro lado más probable: no se oye hablar mucho de chicas que roben bancos y disparen a la gente.

—Cree por tanto que pudo haber sido un hombre —inquirió Rönn.

—Sí, ahora que lo dice, es evidente que debió ser un chico.

—Bueno, pero ¿y los otros dos? ¿Puede describirlos? ¿Y el coche?

Sjögren dio una última calada a su cigarrillo y arrojó la colilla a la chimenea, donde ya había un gran número de colillas y fósforos quemados.

—El coche era un Renault 16, de eso estoy seguro —respondió—. Era de color gris claro, o beige, no sé cómo se llama ese color, pero es casi blanco. No recuerdo el número completo de la matrícula, pero tenía la letra A, y me suena haber visto dos 3 entre las cifras. Puede que fueran tres 3, pero al menos había dos y creo que iban seguidos, hacia la mitad del número.

—¿Está seguro de que era matrícula A? —preguntó Rönn—. ¿No AA o AB, por ejemplo?

—No, solo A, lo recuerdo claramente. Tengo una memoria fotográfica muy buena.

—Pues sí, es excelente —ratificó Rönn—. Si todos los testigos la tuvieran como usted, otro gallo nos cantaría.

—Oh, sí —exclamó Sjögren—. I am a camera. ¿Lo ha leído? De Isherwood.

—No —respondió Rönn.

Había visto la película, pero eso no lo dijo. La había visto porque era un gran admirador de Julie Harris y no sabía ni quién era Isherwood ni que el filme se basara en una novela.

—Pero habrá visto la película, por supuesto —comentó Sjögren—. Eso es lo que pasa con todos los buenos libros que se llevan al cine, la gente ve la película y no se molesta en leer el libro. Ahora bien, la película era muy buena a pesar de tener un título estúpido en sueco: Noches salvajes en Berlín, ¿eh?

—Vaya —apostilló Rönn, que estaba convencido de que se titulaba Soy una cámara cuando la vio—. Pues sí, suena bastante estúpido.

Empezaba a oscurecer, así que Sten Sjögren se levantó y encendió la lámpara de pie que estaba detrás del sillón de Rönn. Al sentarse de nuevo, Rönn continuó:

—Bien, sigamos con lo nuestro. Iba usted a describir a los hombres del coche.

—Sí, cuando yo los vi, solo había uno dentro del coche.

—¿Ah, sí?

—El otro estaba en la acera, esperando, con la puerta trasera entreabierta. Era grande, un poco más alto que yo, de complexión corpulenta. No gordo, pero sí robusto y de aspecto fuerte. Podría muy bien tener mi edad, es decir, entre treinta y treinta y cinco años, y tenía mucho pelo y rizos muy pequeños, casi como Harpo Marx, pero más oscuro. Color gris ratón. Vestía unos pantalones negros, muy ceñidos, de esos de campana, y una camisa blanca y negra. La camisa la llevaba desabrochada hasta muy abajo, y creo que del cuello le colgaba una cadena con una cosa de plata. Tenía la cara muy bronceada, o más bien roja. Cuando la chica —si es que era una chica— llegó corriendo, abrió la puerta para que pudiera montarse, luego la cerró y se sentó delante, y el coche arrancó a gran velocidad.

—¿En qué dirección? —preguntó Rönn.

—Giró y enfiló hacia Mariatorget.

—Pues sí —dijo Rönn—. Vaya. ¿Y el otro? De los dos hombres...

—Estaba sentado al volante, así que no lo vi tan bien. Pero parecía más joven, seguro que no tenía mucho más de veinte años. Era delgado y muy pálido, hasta ahí alcancé a ver. Llevaba una camiseta blanca y los brazos se le veían terriblemente flacos. Tenía el pelo negro y largo, parecía estar muy sucio, lacio y grasiento. Llevaba gafas de sol y ahora me acuerdo de que tenía un reloj de pulsera negro y ancho en la muñeca izquierda.

Sjögren se reclinó en su silla con el vaso de cerveza en la mano.

—Sí, creo que ya he contado todo lo que puedo recordar —concluyó—. ¿Se me ha olvidado algo?

—No lo sé —contestó Rönn—. Si se le ocurriera algo más, espero que nos llame. ¿Va a estar en casa los próximos días?

—Sí, por desgracia —replicó Sjögren—. Lo cierto es que estoy de vacaciones, pero no tengo pasta para viajar a ningún sitio. Así que andaré por aquí.

Rönn apuró su vaso y se levantó.

—Bien —concluyó—. Es muy posible que volvamos a necesitar su ayuda más tarde.

Sjögren se levantó y acompañó a Rönn por la escalera.

—¿Tendré que repetirlo todo de nuevo, quiere decir? —preguntó—. ¿No sería mejor grabarlo de una vez por todas?

Abrió la puerta de entrada y Rönn salió a la escalera exterior.

—No es eso. Pensaba que quizá nos sea útil para identificar a esos personajes cuando los cojamos. También puede ser que le tengamos que pedir que venga a comisaría a ver algunas fotos.

Se estrecharon la mano y Rönn añadió:

—Pues sí, ya veremos. Quizá no tengamos que molestarle más. Gracias por la cerveza.

—Oh, de nada. Estoy encantado de poder ayudar.

Al marcharse Rönn, Sten Sjögren le despidió con un gesto amistoso desde la escalera.

La habitación cerrada

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