Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 14

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Parecía que iba a ser un día caluroso, así que Martin Beck sacó del armario su traje más ligero. Era azul claro, lo había comprado hacía un mes y solo se lo había puesto en una ocasión. Cuando se enfundó los pantalones, una gran mancha pegajosa de chocolate en la rodilla derecha le recordó que, aquel día, había coincidido con los dos niños de Kollberg, que se estaban montando una orgía de Chupa Chups y Phoskitos.

Martin Beck se quitó los pantalones, se dirigió con ellos a la cocina y mojó con agua caliente la esquina de un paño. Frotó la mancha, la cual se extendió y se hizo más grande. Sin embargo, no se rindió, sino que continuó restregando el tejido con resolución mientras pensaba que, en realidad, solo echaba de menos a Inga en esas situaciones; por lo demás, muy rara vez lo hacía, lo cual era muy significativo de cómo había sido su matrimonio. Al final, la mitad de la pernera estaba empapada, pero la mancha al menos parecía haber desaparecido en parte. Rehízo la raya del pantalón pasando por ella los dedos índice y pulgar, y lo colgó sobre una silla para que le diera el sol que entraba por la ventana abierta.

No eran más que las ocho, pero ya llevaba varias horas despierto. Después de todo, se había ido a dormir temprano y la noche había sido inusualmente tranquila y sin sueños. Su primer día de trabajo efectivo después de mucho tiempo no había sido, la verdad, muy cansado, pero parecía aun así haberle consumido mucha energía.

Martin Beck abrió la puerta de la nevera, miró el cartón de leche, la mantequilla y la solitaria botella de agua mineral Ramlösa y pensó que debería hacer algo de compra esa noche, cuando regresara a casa. Cerveza y yogur. O quizá debería dejar de tomar yogur por las mañanas, no le sabía particularmente bueno. Pero, en ese caso, tendría que encontrar un sustituto para el desayuno: el doctor le había dicho que necesitaba ganar peso, recuperando al menos los kilos que había perdido desde que le dieron el alta y, a ser posible, alguno más.

En el dormitorio, sonó el teléfono.

Martin Beck cerró la nevera y fue a cogerlo.

Era la hermana Birgit, de la residencia de ancianos.

—La señora Beck ha empeorado —comunicó—. Esta mañana tenía mucha fiebre, más de treinta y nueve. Pensé que querría saberlo, señor comisario.

—Por supuesto. ¿Está despierta?

—Lo estaba hace cinco minutos. Pero se encuentra muy cansada.

—Voy enseguida —dijo Martin Beck.

—Nos hemos visto obligados a trasladarla a una habitación donde podemos observarla mejor —informó la hermana Birgit—. Pero pase primero por recepción.

La madre de Martin Beck tenía ochenta y dos años, y los dos últimos los había pasado en el hospital de la residencia de ancianos. La enfermedad progresaba con lentitud: se había manifestado, en primer lugar, como episodios de mareo que, más tarde, se habían vuelto más severos y se producían a intervalos más frecuentes. Al final, se había quedado con una parálisis parcial, que la había obligado a ir en silla de ruedas todo el año pasado, y después, desde finales de abril, le había impedido salir de la cama.

Durante su propia convalecencia, Martin Beck la visitó bastante a menudo, pero le dolía ver cómo poco a poco se iba marchitando conforme la edad y la enfermedad la atontaban cada vez más. Las últimas veces que había estado con ella lo había tomado por su marido, el padre de Martin Beck, que llevaba muerto veintidós años.

También era duro ver lo sola y aislada del mundo exterior que se encontraba allí, en su habitación del hospital. Por lo menos, hasta que comenzaron los cuadros de mareo, salía a menudo de la residencia e iba al centro: de tiendas, para ver gente a su alrededor, o para visitar a alguno de los pocos amigos que aún le quedaban en la vida. Solía ir a ver a Inga y a Rolf a Bagarmossen o a su nieta Ingrid, que vivía sola en Stocksund. Evidentemente, muchas veces se había aburrido como una ostra y se había sentido sola en la residencia, antes de que la enfermedad se apoderara de ella, pero mientras su salud y movilidad eran buenas había tenido de vez en cuando la oportunidad de ver otra cosa que no fueran viejos y enfermos. Había seguido leyendo los periódicos, viendo la televisión y escuchando la radio, y en alguna ocasión había ido a un concierto o al cine. Estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo y era capaz de interesarse por ello.

La transformación psíquica se produjo con rapidez cuando llegó el aislamiento forzoso.

Martin Beck había visto cómo se embrutecía, cómo perdía el interés por la vida que transcurría fuera de los muros de su habitación del hospital para, finalmente, perder todo el contacto con la realidad y el presente.

Suponía que era un mecanismo de defensa mental que hacía que su conciencia pareciera funcionar estancada en el pasado: en su realidad, en su presente, no había nada conciliador.

Cuando aún podía levantarse de la cama e ir en silla de ruedas, cuando aún parecía animada y cercana durante las visitas de su hijo, se había horrorizado al darse cuenta de cómo transcurrían sus días.

A las siete de la mañana la lavaban y vestían, la ponían en la silla y le traían el desayuno. Después, se quedaba sola en su habitación, sin escuchar la radio, dado que había perdido mucho oído; la lectura se había vuelto una tarea demasiado extenuante y sus debilitadas manos ya no podían realizar trabajos manuales. A las doce le daban de almorzar, y a las tres los auxiliares de enfermería terminaban su jornada laboral desvistiéndola y metiéndola en la cama. Más tarde, le traían una cena ligera pero, al no tener apetito, no era capaz de probar bocado. Una vez le dijo que los empleados la habían reñido por no comer, pero que no le importó porque al menos eso significaba que alguien había venido a hablar con ella.

Martin Beck sabía que la escasez de personal en la residencia de ancianos era un problema serio, escasez sobre todo de enfermeras y auxiliares en la parte del hospital. También sabía que el personal que había era amable y considerado con los ancianos, y lo hacían lo mejor que podían, a pesar de los bajos salarios y de unos horarios tan incómodos. Había reflexionado mucho acerca de cómo hacerle la vida más llevadera, tal vez trasladándola a una clínica privada, donde pudieran prestarle más atención y dedicarle más tiempo, pero enseguida se dio cuenta de que no iba a recibir un cuidado mucho mejor que el que ahora tenía, y que todo lo que podía hacer era ir a visitarla lo más a menudo posible. Mientras examinaba las posibilidades de mejorar la situación de su madre, había reparado en la gran cantidad de ancianos que eran mucho menos afortunados que ella.

Envejecer solo, pobre e incapaz de arreglárselas por uno mismo significaba que, después de una larga vida de trabajo, de pronto uno se veía privado de su dignidad e identidad, condenado a esperar el final en alguna institución, junto con otros ancianos marginados y exangües.

Las instituciones ya no se llamaban así, ni siquiera se las llamaba ya residencias de ancianos. Ahora tenían que llevar el nombre de «hogar del jubilado» u «hotel para jubilados», y eso para pasar por alto el hecho de que, en la práctica, la mayoría de los ancianos no vivían allí por voluntad propia, sino que simplemente habían sido condenados a ese tipo de cuidado institucional por un denominado Estado del Bienestar que ya no quería saber nada de ellos.

Una dura sentencia para el delito de ser demasiado viejo. Cuando se es un desgastado engranaje de la maquinaria social, a uno le pueden tirar a la basura.

Martin Beck era consciente de que su madre, después de todo, estaba en mejor situación que la mayoría de los enfermos de edad avanzada. Había ahorrado para asegurar su vejez y no ser una carga para nadie. Aunque el valor del dinero había disminuido de modo catastrófico a causa de la inflación, recibía un adecuado tratamiento médico, comida bastante nutritiva y, en la amplia y luminosa habitación, que no tenía que compartir con nadie, estaba rodeada de sus viejas y familiares pertenencias. Todo eso aún podía pagarlo con el dinero ahorrado.

Los pantalones se habían secado rápidamente al sol y la mancha había desaparecido casi por completo. Martin Beck se vistió y llamó a un taxi.

El parque que rodeaba la residencia de ancianos era grande y estaba bien cuidado: tenía árboles altos y frondosos, y caminos serpenteantes, frescos y a la sombra, que discurrían entre glorietas, arriates y terrazas. Antes de que la madre de Martin Beck enfermara, le gustaba pasear por allí cogida de su brazo.

Martin Beck fue directamente a la recepción, pero allí no había nadie, ni siquiera la hermana Birgit. En el pasillo se encontró con una auxiliar que llevaba una bandeja y unos termos. Preguntó por la hermana Birgit, y cuando la auxiliar le comunicó con un cantarín acento sueco-finés que la hermana Birgit estaba ocupada con un paciente, preguntó por la habitación de la señora Beck. Ella señaló con la cabeza hacia una puerta al fondo del pasillo y prosiguió su camino bandeja en mano.

Martin Beck entreabrió la puerta. La habitación era más pequeña que la que tenía antes y se parecía más a un cuarto de hospital. Todo era de color blanco, excepto el ramo de tulipanes rojos que él le había traído dos días antes y que ahora estaba colocado en una mesa, al lado de la ventana.

Su madre yacía en la cama y miraba fijamente al techo con ojos que parecían aumentar de tamaño cada vez que él iba a verla. Las delgadas manos agarraban la manta. Se acercó junto a la cama y, al cogerle la mano, ella dirigió lentamente la mirada hacia su cara.

—¿Has venido hasta aquí desde tan lejos? —susurró con voz apenas audible.

—Mamá, no debes cansarte hablando —le dijo Martin Beck, y se sentó en la silla junto a la cama.

Se quedó mirándole la cara menuda y cansada con sus grandes ojos brillantes por la fiebre.

—¿Cómo estás, mamá?—preguntó.

Ella no respondió de inmediato, solo le miró y parpadeó un par de veces, lenta y trabajosamente, como si los párpados le pesaran mucho y tuviera que hacer un esfuerzo para levantarlos.

—Tengo frío —dijo por fin.

Martin Beck miró a su alrededor. En un taburete, a los pies de la cama, había una manta, que cogió para extenderla sobre ella.

—Gracias, cielo —susurró.

Se sentó de nuevo y la miró. No sabía qué decir, simplemente sostenía la mano fría y delgada en la suya.

La garganta le emitía un débil ruido al respirar. Hasta que su respiración se hizo más tranquila y cerró los ojos.

Permaneció allí sentado, cogiéndole la mano. Un mirlo cantaba fuera de la ventana, pero por lo demás, todo estaba en silencio.

Tras un largo rato allí sentado sin moverse, soltó con suavidad su mano y se levantó.

Le acarició la mejilla, caliente y seca.

Mientras daba un paso hacia la puerta, con la mirada aún fija en el rostro de su madre, esta abrió los ojos y lo miró.

—Ponte el gorro azul, hace frío fuera —musitó cerrando los ojos de nuevo.

Tras un momento, Martin Beck se inclinó hacia delante, la besó en la frente y se marchó.

La habitación cerrada

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