Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 7
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ОглавлениеEl despacho de la jefatura sur de policía en Västberga daba testimonio de que, durante mucho tiempo, otra persona había ocupado el cargo de jefe de la Brigada Nacional de Homicidios.
Si bien es cierto que estaba limpia y ordenada, y que alguien se había tomado la molestia de colocar un jarrón con acianos y margaritas sobre el escritorio, aun así todo daba la sensación de cierta falta de meticulosidad y, en conjunto, de desorden: algo superficial pero palpable y, de alguna manera, acogedor.
Eso se veía particularmente en los cajones del escritorio.
Sin duda alguna, alguien acababa de sacar de ellos un montón de cosas, pero dentro todavía quedaban muchas. Por ejemplo, antiguos recibos de taxis y entradas para el cine, bolígrafos rotos y pastilleros vacíos. Plumieres llenos de cadenas de clips engarzados, gomas elásticas, terrones de azúcar y sobrecitos con pastillas de sacarina. Dos toallitas refrescantes, un paquete de kleenex, tres casquillos de bala y un reloj de pulsera roto de la marca Exacta. Además, un gran número de papelitos con notas dispersas, escritas con letra muy legible.
Martin Beck se había dado una vuelta por las dependencias para saludar a la gente. La mayoría de los que andaban por allí eran viejos conocidos, pero ni mucho menos todos.
Ahora se hallaba sentado en su escritorio examinando el reloj de pulsera, que daba la sensación de no servir para nada. El cristal estaba empañado por dentro y, al sacudirlo, algo crujía con tristeza tras la caja, como si se le hubieran desprendido todos y cada uno de los tornillos.
Lennart Kollberg golpeó la puerta y entró.
—Hola —saludó—. Bienvenido.
—Gracias. ¿Es este tu reloj?
—Sí —respondió Kollberg acongojado—. Lo metí en la lavadora. Me olvidé de vaciar los bolsillos.
Miró a su alrededor y continuó en tono de disculpa:
—La verdad es que intenté hacer limpieza el viernes, pero lo tuve que dejar a medias. Bueno, ya sabes cómo es esto.
Martin Beck asintió con la cabeza. Kollberg era la persona a la que más había visto durante su larga convalecencia, de modo que no tenían muchas cosas nuevas que contarse.
—¿Cómo va tu dieta?
—Bien —contestó Kollberg—. Esta mañana había perdido medio kilo. De ciento cuatro a ciento tres y medio.
—Entonces ¿solo has ganado diez kilos desde que empezaste?
—Ocho y medio —rectificó Kollberg con aire de dignidad herida.
Se encogió de hombros y continuó en tono quejumbroso:
—Es una jodienda. Un proceso antinatural del todo. Y Gun lo único que hace es reírse de mí. Y Bodil también, por si fuera poco. Bueno, y tú, ¿qué tal te encuentras?
—Bien.
Kollberg frunció el ceño pero no dijo nada. En su lugar, abrió la cremallera de su cartera y sacó una carpeta de plástico rojo claro, que parecía contener un informe no muy extenso. Tal vez de unas treinta páginas.
—¿Qué es eso?
—Digamos que un regalo.
—¿De quién?
—Mío, por ejemplo. Pero en realidad no. Es de Gunvald Larsson y de Rönn. Les parece de lo más gracioso.
Kollberg dejó la carpeta sobre la mesa. Luego agregó:
—Sintiéndolo mucho, tengo que irme.
—¿Adónde?
—A la DGP.
Eso significaba la Dirección General de Policía.
—¿Para qué?
—Es por esos putos atracos de bancos.
—Pero si han creado un grupo especial para ellos...
—Un grupo especial que necesita refuerzos. El viernes hubo otro pringado al que mataron a tiros.
—Sí, lo leí.
—El jefe nacional de policía decidió reforzar el grupo especial de inmediato.
—¿Contigo?
—No —respondió Kollberg—. De hecho, contigo, según creo. Pero la orden llegó el viernes y yo entonces aún estaba al mando aquí, así que tomé una decisión por mi cuenta.
—¿Cuál?
—Evitarte esa casa de locos y alistarme yo mismo para reforzar el grupo especial.
—Gracias.
El agradecimiento de Martin Beck era sincero. Trabajar en un grupo especial implicaba una confrontación diaria con, por ejemplo, el jefe nacional de policía, al menos dos jefes de departamento, diversos comisarios y otros rimbombantes aficionados. Kollberg se había entregado voluntariamente a dicho suplicio.
—Bueno —prosiguió Kollberg—. A cambio, me han dado esto.
Puso uno de sus gruesos dedos índices en la carpeta de plástico.
—¿Qué es?
—Un caso —replicó Kollberg—. Un caso verdaderamente muy, muy interesante, a diferencia de los atracos y similares. Es una pena...
—¿El qué?
—Que no leas novelas policíacas.
—¿Por qué?
—Quizá si lo hicieras lo apreciarías más. Rönn y Larsson creen que todo el mundo lee novelas policíacas. En realidad se trata de su caso, pero en estos momentos están tan abrumados por el desbarajuste ese que han sacado a subasta sus casos para cualquiera que quiera ocuparse de ellos. Esto es algo que requiere sentarse a pensar. Solo estarse quieto y pensar.
—Vale, puedo echarle un vistazo —dijo Martin Beck sin mucho entusiasmo.
—No ha salido ni una palabra sobre ello en los periódicos. ¿No te pica la curiosidad?
—Claro. Adiós.
—Hasta luego —se despidió Kollberg.
Tras cerrar la puerta, se detuvo y se quedó ahí quieto unos segundos con el ceño fruncido. Luego sacudió la cabeza con preocupación y se dirigió hacia el ascensor.