Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 12

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A excepción de los perros policía, los que se dedican a luchar contra el crimen no son más que personas normales y corrientes. Incluso en el curso de investigaciones importantes y serias, sucede que dan muestra de reacciones típicamente humanas. Por ejemplo, cuando se está justo a punto de examinar una prueba única y fundamental, la tensión suele ser grande.

El Grupo Especial Antiatracos Bancarios no era una excepción. Tanto sus miembros como los ilustres visitantes que se habían autoinvitado contuvieron el aliento. El local estaba en penumbra, y todas las miradas se hallaban fijas en la pantalla rectangular, donde pronto aparecerían imágenes en vivo del atraco en Hornsgatan. Iban a ver con sus propios ojos un asalto armado a un banco, un homicidio, y a la persona que los ingeniosos tabloides vespertinos, en constante alerta, ya habían bautizado con toda clase de extravagantes apelativos, como «la bomba sexual asesina» y «la belleza rubia de las gafas de sol y la pistola». Los epítetos demostraban que los periodistas, faltos de imaginación, se inspiraban en otros periodistas, lo cual a su vez era un eufemismo de lo que realmente hacían: es decir, pura y simplemente plagiar.

La última reina sexual que había sido detenida por el robo de un banco era una señora granujienta de pies planos y cuarenta y cinco años que, según datos fiables, pesaba ochenta y siete kilos y podía hojear su doble papada como si fuera una revista. Pero ni siquiera cuando se le cayó la dentadura postiza durante el juicio, la prensa varió lo más mínimo las líricas descripciones de su as­ pecto, de modo que una gran cantidad de lectores acríticos que­ daron convencidos para siempre de que era una dulce y afable dama de ojos resplandecientes como estrellas que debería haber sido azafata de Panam o haberse dedicado a competir por el título de Miss Universo.

Siempre ocurría lo mismo cuando eran mujeres las que co­ metían delitos que llamaban la atención. En los periódicos ves­ pertinos parecían provenir de la escuela de estilismo de Inger Malmroos, quien fue una vez Miss Suecia.

Que las imágenes del atraco no se hubieran mostrado hasta ese momento dependía de que, como siempre, la cinta de graba­ ción estaba mal colocada, de modo que el laboratorio de fotogra­ fía había tenido que hacer un gran esfuerzo por no dañar la pelí­ cula expuesta. Los técnicos, sin embargo, habían logrado sacar la bobina y revelar el carrete sin dañar los bordes.

La luz de exposición por una vez parecía haber sido la correc­ ta, y se había comenzado por advertir que el resultado tenía pinta de ser técnicamente perfecto.

—¿Nos pondrán al Pato Donald? —bromeó Gunvald Lars­ son.

—La Pantera Rosa es más divertida —dijo Kollberg.

—Algunos, por supuesto, esperan que echen El triunfo de la voluntad —replicó Gunvald Larsson.

Estaban sentados en primera fila y hablaban en voz alta, pero tras ellos reinaba un profundo silencio. Los potentados presentes, sobre todo el jefe nacional de policía y el superintendente Malm, de la Dirección General de Policía, guardaban silencio; Kollberg se preguntó en qué estarían pensando.

Lo más probable es que estuvieran barajando las diferentes formas de hacer la vida imposible a los subordinados rebeldes. Tal vez sus pensamientos se retrotraían a aquella época en que verdaderamente había orden y concierto, cuando los delegados de la policía sueca, sin que les temblara el pulso, eligieron a Heydrich como presidente de la Interpol, y cuánto mejor era la situación hacía un año, cuando nadie se atrevía a dudar de la conveniencia de que la instrucción policial se dejara totalmente en manos de militares reaccionarios.

El único que se reía era Olsson el Bulldozer.

Al principio, Kollberg y Gunvald Larsson se habían tenido muy poca simpatía. Sin embargo, el haber compartido experiencias durante los últimos años había cambiado un poco la relación. No hasta el punto de que pudiera considerárseles amigos, ni de que se les ocurriera la idea de quedar fuera del trabajo, pero cada vez más a menudo estaban en la misma onda. Y aquí, en el grupo especial, sentían una indudable afinidad.

Los preparativos técnicos habían terminado.

La sala vibraba de emoción contenida.

—Bueno, ahora veremos —exclamó Olsson el Bulldozer con entusiasmo—. Si las imágenes son tan buenas como dicen, las echaremos por el telediario esta misma noche y así tendremos a toda la pandilla bien encuadrada.

—Una de Goofy también estaría bien —saltó Gunvald Larsson.

—O una del destape —apuntó Kollberg—. ¿Puedes creerlo? Nunca he visto una peli porno. Louise, diecisiete años, se desnuda, o algo así.

—¡Silencio! —ronqueó el jefe nacional de policía.

La película comenzó. La nitidez de la imagen era excelente. Ninguno de los presentes había visto antes tales resultados. En la mayoría de los casos, los delincuentes aparecían como manchas difusas, semejantes a patatas rellenas o a huevos rotos, pero esta vez la imagen era perfecta.

La cámara había sido astutamente colocada de modo que se veía la caja desde atrás, y gracias a un nuevo tipo de película especialmente sensible a la luz, se percibía muy claramente a la persona al otro lado del mostrador.

Al principio allí no había nadie. Pero tras medio minuto, una persona entró en foco, se detuvo y observó a su alrededor, primero a la derecha y luego a la izquierda. Después se quedó mirando directamente a la lente, como para que su cara quedara concienzudamente registrada en primer plano.

Incluso la ropa se veía con total claridad: cazadora de ante y camisa de buen corte con los picos del cuello largos y suaves.

Su rostro era enérgico y adusto, su pelo rubio y peinado hacia atrás, y sus cejas espesas y también rubias. Por su mirada, se le veía descontento. El personaje levantó una de sus grandes y peludas manos y se sacó un pelo de la nariz. Lo examinó largo rato.

Todo el mundo vio inmediatamente quién era.

Gunvald Larsson. La luz se encendió.

El grupo especial se había quedado sin palabras.

Habló entonces el jefe nacional de policía.

—Que esto no salga de aquí.

Por supuesto que no.

Nada podía salir de allí.

A lo que el superintendente Malm agregó con voz chillona:

—¡Que no salga de aquí absolutamente nada! Es responsabilidad de todos ustedes.

Kollberg estalló en carcajadas.

—¿Cómo ha podido pasar esto? —preguntó Olsson el Bulldozer.

Incluso él parecía un poco consternado.

—Bueno —terció el técnico—. Técnicamente, hay una explicación. El mecanismo de puesta en marcha debió de atrancarse, y la cámara debió de empezar a funcionar un poco más tarde de lo que debería. Son aparatos muy delicados.

—Si veo la más mínima mención en la prensa, yo... —tronó el jefe nacional de policía.

—En ese caso, el ministro debería encargar una nueva alfombra de oficina para alguien que yo me sé —dijo Gunvald Larsson—. Quizás haya alguna con sabor a frambuesa...

—¡Qué disfraz más cojonudo lleva! —resopló Kollberg.

El jefe de policía se abalanzó hacia la puerta. Malm le siguió correteando.

Kollberg jadeaba intentando tomar aire.

—¿Qué diremos de esto? —inquirió Olsson el Bulldozer.

—Según mi punto de vista, creo que la película ha sido muy buena —respondió Gunvald Larsson con modestia.

La habitación cerrada

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