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ОглавлениеMartin Beck llevaba en la profesión el tiempo suficiente para saber que, si en un informe hay algo que parece incomprensible, casi siempre es porque ha habido por parte de su autor algún tipo de negligencia, algún error de fondo o de forma, o bien porque no se ha enterado de nada o carece de la capacidad de hacerse entender.
La segunda parte de la historia de la muerte en Bergsgatan resultaba oscura.
Al principio todo había ido como de costumbre. El cadáver se había levantado el domingo por la noche para ser depositado en una cámara frigorífica. Al día siguiente el apartamento fue desinfectado, algo que sin duda era imprescindible, y los agentes responsables habían informado al respecto.
La autopsia se realizó el martes y el dictamen pericial llegó a la policía un día después.
Realizar una autopsia al cadáver de un viejo no es algo divertido, sobre todo cuando se sabe de antemano que se trata de un suicida o de una persona fallecida por causas naturales. Si el sujeto en cuestión además ocupaba un lugar poco prominente en la escala social, si era, por ejemplo, un mozo de almacén jubilado anticipadamente, el tema pierde todo interés.
El informe de la autopsia venía firmado por una persona de la que Martin Beck no había oído hablar, probablemente alguien que estaba haciendo una sustitución. La redacción era sumamente técnica, inaccesible al profano.
Esta era quizá la causa de que hubiera habido tanta indolencia en el tratamiento del caso. Pues, por lo visto, los documentos no le llegaron a Einar Rönn, de la brigada antiviolencia, hasta una semana después. Y, al parecer, hasta entonces no habían recibido la atención que merecían.
Martin Beck se acercó el teléfono para hacer su primera llamada de servicio en mucho tiempo. Descolgó y acercó su mano derecha al disco. Entonces se detuvo.
Se le había olvidado el número del Centro de Medicina Legal, por lo que se vio obligado a buscarlo.
La forense se mostró sorprendida.
—Sí —respondió—. El dictamen se envió hace dos semanas.
—Ya lo sé.
—¿Hay algo que no esté claro?
—Solo algunas cosas que no entiendo muy bien.
—¿No se entienden? ¿Cómo es eso?
¿Sonaba ofendida?
—Según su informe, el interfecto se suicidó.
—Pues claro.
—¿De qué forma?
—¿No se deduce del informe? ¿De verdad me he expresado con tan poca claridad?
—No, en absoluto.
—¿Qué es entonces lo que no entiende?
—Casi nada, para ser sincero. Pero, por supuesto, es por mi propia ignorancia.
—¿Se refiere a la terminología?
—Entre otras cosas.
—Siempre se deben tener en cuenta ciertas dificultades de ese tipo si se carece de conocimientos médicos —replicó en tono reconfortante.
La voz era clara y nítida. Debía de ser alguien bastante joven.
Martin Beck permaneció un rato en silencio.
En ese momento debería haber dicho: «Mi querida señorita, este dictamen no está destinado a patólogos, sino a una clase de personas totalmente distintas. Ha sido solicitado por la policía de orden público y debe redactarse de forma que, por ejemplo, un subinspector pueda entenderlo».
Pero no lo dijo. ¿Por qué?
La médica interrumpió su pensamiento.
—¿Oiga? ¿Está usted ahí?
—Sí. Estoy aquí.
—¿Hay algo en particular que quiera preguntarme?
—Sí. En primer lugar, me gustaría saber en qué basan la hipótesis del suicidio.
Al responder, la voz de la mujer cambió, adquiriendo un tono interrogante.
—Estimado comisario, este cuerpo lo recibimos de la policía. Antes de practicarle la autopsia, yo misma estuve en contacto telefónico con el agente que supongo estaba a cargo de la investigación. Me dijo que se trataba de una cuestión rutinaria y que solo quería saber la respuesta a una única pregunta.
—¿Cuál?
—Si la persona en cuestión se había suicidado.
Irritado, Martin Beck se frotó el esternón con los nudillos. A veces todavía le dolía donde le había dado la bala. Según le habían comentado, eso era algo psicosomático, que se le pasaría cuando su subconsciente desconectara del pasado.
Ahora se trataba claramente de lo contrario. Lo que le irritaba, y en grado sumo, era el presente. Y su subconsciente no podía decirse que tuviera interés en el asunto.
Se había cometido un error garrafal. La autopsia debía haberse realizado de un modo imparcial. Darle al forense una orientación era algo que casi podía calificarse de conducta prevaricadora, sobre todo si el patólogo, como ocurría en ese caso, era joven e inexperto.
—¿Sabe cómo se llama ese policía?
—Subinspector Aldor Gustavsson. Me dio la impresión de que estaba encargado del caso. Parecía tener experiencia y estar seguro de lo que hacía.
Martin Beck no sabía nada sobre el subinspector Aldor Gustavsson ni sobre sus posibles méritos. Continuó:
—¿Así que la policía le dio ciertas directrices?
—Podría expresarse de esa forma. En cualquier caso, la policía me dejó claro que existían sospechas de autoóbito.
—Ya.
—Con autoóbito me refiero, como quizá sepa, a un suicidio.
Martin Beck no respondió. En cambio, hizo una nueva pregunta.
—¿Fue una autopsia difícil?
—La verdad es que no. Si dejamos a un lado que los cambios orgánicos producidos eran de gran envergadura... Es algo que hace la tarea un tanto especial.
Tenía curiosidad por saber cuántas autopsias podía haber llevado a cabo en solitario esa forense, pero se abstuvo de preguntar.
—¿Le llevó mucho tiempo?
—No, en absoluto. Dado que se trataba bien de autoóbito o de un estado patológico grave, empecé por abrir el tórax.
—¿Por qué?
—El fallecido era un anciano. En casos de muerte repentina, siempre cabe suponer una insuficiencia cardíaca o un ataque al corazón.
—¿Por qué dedujo que la muerte había sido repentina?
—El policía lo insinuó.
—¿Cómo?
—De modo muy directo, creo recordar.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Que el viejo, o se había suicidado o había tenido un infarto. Algo así.
Otro flagrante error. Nada en los documentos negaba la posibilidad de que Svärd hubiera quedado paralizado o se hubiera desvanecido varios días antes de morir.
—Bueno, entonces le abrió la caja torácica.
—Sí. Y obtuve la respuesta casi de inmediato. No había duda alguna sobre las opciones existentes.
—¿Suicidio?
—Claro.
—¿Por qué medio?
—El hombre se había pegado un tiro en el corazón. La bala todavía estaba allí.
—¿Le alcanzó el corazón?
—Le dio muy cerca, en todo caso. La lesión principal se había infligido en el cuerpo aórtico.
Hizo una breve pausa y dijo con algo de acritud:
—¿Se me entiende?
—Sí.
Martin Beck formuló la siguiente pregunta con precisión.
—¿Tiene usted una amplia experiencia en heridas de bala?
—Suficientemente amplia, supongo. Además el protocolo en este caso fue relativamente sencillo.
¿Cuántas autopsias a personas que hubieran recibido un disparo podría haber practicado en su vida? ¿Tres? ¿Dos? ¿Quizás una?
La médica, tal vez intuyendo esa duda no expresada, le informó:
—Serví en Jordania durante la guerra civil hace dos años. Allí tratábamos un buen número de heridas de bala.
—Pero probablemente no muchos suicidios.
—No, es cierto.
—La cosa es que pocos suicidas se apuntan al corazón —observó Martin Beck—. La mayoría se dispara en la boca y algunos en la sien.
—Bueno, eso es verdad. Pero este no era ni mucho menos el primero. En psicología aprendí que, entre los suicidas, existe un arraigado instinto de apuntarse al corazón. Sobre todo en las personas que idealizan el suicidio. Y parece que esa tendencia se da en muchos.
—¿Cuánto tiempo cree que Svärd pudo haber permanecido con vida tras el disparo?
—No mucho. Un minuto, quizá dos o tres. Se observaba un profuso sangrado interno. Yo diría que un minuto, pero es una conjetura. El margen, sin embargo, es muy pequeño. ¿Eso tiene alguna importancia?
—Tal vez no. Pero hay otra cosa que me interesa. Usted se hizo cargo de los restos mortales el 20 de junio.
—Sí, puede ser.
—Por entonces, ¿cuánto tiempo cree que el hombre llevaba muerto?
—Bueno...
—El informe es vago en este punto.
—La verdad es que no es fácil determinarlo. Tal vez un patólogo con mayor experiencia que yo podría responder con más seguridad.
—Pero ¿qué le parece a usted?
—Al menos dos meses, pero...
—¿Pero?
—Pero depende de las condiciones del lugar. El calor y la humedad desempeñan un papel importante. Puede ser menos tiempo, por ejemplo si el cuerpo estuvo expuesto a un fuerte calor. Por otra parte, se hallaba en un avanzado estado de descomposición, como ya he dicho.
—¿Y el orificio de entrada?
—La descomposición de los tejidos que le he comentado hace que la cuestión sea difícil de evaluar.
—¿Fue un tiro a quemarropa?
—En mi opinión, no. Pero me puedo equivocar, eso quiero dejarlo claro.
—¿Cuál es entonces su opinión?
—Que se disparó de la segunda forma. Hay dos modos clásicos de hacerlo, ¿verdad?
—Sí —respondió Martin Beck—. Es cierto.
—O se aprieta la boca del arma contra el cuerpo y se dispara, o el brazo que sujeta la pistola, o lo que sea, se extiende, girando el arma con la mano. En ese caso se aprieta el gatillo con el pulgar, ¿no?
—Exacto. Entonces, eso es lo que usted cree.
—Sí. Pero con todas las reservas posibles. En realidad, es difícil constatar un tiro a quemarropa en un cuerpo tan descompuesto.
—Entiendo.
—Pues ahora soy yo la que no entiendo nada —dijo la joven en tono suave—. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Realmente importa tanto cómo se pegara el tiro?
—Sí, eso parece. Svärd fue encontrado muerto en su casa, en su apartamento, con todas las ventanas y las puertas cerradas por dentro. Estaba tirado junto a un radiador eléctrico.
—Eso es precisamente lo que explica el proceso de descomposición —replicó ella con vivacidad—. En ese caso, puede que no llevara muerto más de un mes.
—¿En serio?
—Sí. Y también puede explicar por qué es difícil encontrar el rastro de un tiro a quemarropa.
—Ya entiendo —contestó Martin Beck—. Gracias por su ayuda.
—Oh, de nada. Si hay algo más que pueda explicarle, no dude en llamarme de nuevo.
—Adiós.
Colgó el teléfono.
Sus explicaciones eran buenas. Solo quedaba un punto por aclarar.
Pero era el más desconcertante.
Svärd no pudo haberse suicidado.
Dispararse sin el equipo necesario no es tarea fácil.
Y no se había encontrado ningún arma de fuego en el apartamento de Bergsgatan.