Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 8
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ОглавлениеMartin Beck había dicho tener curiosidad sobre el contenido de la carpeta roja, pero esto era, como mucho, una verdad a medias.
La verdad es que no le interesaba lo más mínimo.
¿Por qué había entonces optado por darle una respuesta evasiva y engañosa?
¿Para hacer a Kollberg feliz? Qué va. ¿Para engañarlo? Eso era aún más rebuscado.
En parte no había ninguna razón para querer engañarlo, y sobre todo, eso era algo imposible. Se conocían demasiado bien desde hacía demasiados años y además Kollberg era una de las personas más difíciles de engañar que conocía.
¿Quizá pretendía engañarse a sí mismo? Esa idea también era absurda.
Martin Beck siguió dándole vueltas al tema, mientras llevaba a cabo una sistemática revisión de su despacho.
Cuando terminó con los cajones, se puso con el mobiliario: movió las sillas, orientó el escritorio hacia un ángulo diferente, corrió el archivador unos centímetros más cerca de la puerta, desatornilló el flexo de la mesa y lo colocó en el borde derecho. Al parecer, su sustituto había preferido tenerlo a la izquierda, o al menos simplemente daba la casualidad de que lo había colocado así. A menudo Kollberg dejaba las cosas pequeñas al azar. En cambio, cuando se trataba de cosas esenciales, era un perfeccionista. Por ejemplo, había esperado hasta los cuarenta y dos años para casarse simplemente porque quería una esposa perfecta.
Había esperado a la persona adecuada.
Por el contrario, Martin Beck podía echar la vista atrás y contemplar las casi dos décadas de su desgraciado matrimonio con una persona que, sin duda, no había sido la adecuada.
Ahora estaba en cualquier caso divorciado, pero seguramente había esperado hasta que era demasiado tarde.
Durante los últimos seis meses se había sorprendido a sí mismo más de una vez preguntándose si el divorcio, después de todo, no había sido un error. Tal vez tener una mujer regañona y aburrida era al menos más emocionante que no tener ninguna.
Sin embargo, ese no era un problema esencial.
Cogió el jarrón de las flores y se lo llevó a una de las mecanógrafas, que pareció ponerse contenta.
Martin Beck se sentó en su silla y miró alrededor. El orden había sido restaurado.
¿Quería convencerse de que no se había producido ningún cambio?
La pregunta no tenía sentido; para olvidarla lo más rápidamente posible se acercó la carpeta roja.
El plástico era transparente, por lo que vio de inmediato que se trataba de un caso de muerte. Eso estaba bien. La muerte estaba íntimamente asociada a su profesión.
Pero ¿por qué había ocurrido?
Bergsgatan 57. Por lo tanto, prácticamente en la escalera de la jefatura central de policía.
Grosso modo se podría decir que no le concernía a él ni a su departamento: era tarea de la policía criminal de Estocolmo. Por un instante se sintió tentado de coger el teléfono para llamar a alguien de Kungsholmen y preguntar de qué iba realmente el tema. O de ponerlo todo sin más en un sobre y devolverlo al remitente.
El impulso de ser rígido y formalista era tan fuerte que tuvo que esforzarse por reprimirlo.
Miró de reojo el reloj. Ya era la hora del almuerzo. No tenía hambre.
Martin Beck se levantó, fue al lavabo y bebió una taza de agua tibia.
Cuando regresó, notó que el aire del despacho era cálido y viciado. Sin embargo, no se quitó la chaqueta ni se desabrochó el cuello de la camisa.
Se sentó, sacó los papeles y comenzó a leer.
Sus veintiocho años en la policía le habían enseñado muchas cosas, como el arte de leer informes, eliminando con rapidez la paja y las redundancias, y desentrañando la estructura, si es que la había.
Le llevó menos de una hora leerse los documentos con meticulosidad. La mayoría de ellos estaban mal escritos, algunos eran directamente incomprensibles y ciertos párrafos estaban cuajados de expresiones desafortunadas. Supo de inmediato quién era el virtuoso autor. Einar Rönn, un policía que, desde el punto de vista estilístico, parecía haber salido al colega que en su famosa ordenanza de tráfico determinó que las farolas deben encenderse cuando cae la noche, para aclarar después que la noche cae cuando se encienden las farolas.
Martin Beck hojeó los papeles una vez más, deteniéndose aquí y allá para revisar ciertos detalles.
Luego apartó el informe, hincó los codos en la mesa y apoyó la frente en las palmas de las manos.
Con el ceño fruncido, reflexionó sobre lo que parecía haber pasado.
La historia se dividía en dos partes. La primera era ordinaria y repulsiva.
Quince días antes, es decir, el domingo 18 de junio, un inquilino de Bergsgatan 57, en Kungsholmen, había llamado a la policía. La conversación fue grabada a las dos y diecinueve del mediodía, pero hasta dos horas más tarde no llegó al lugar un coche patrulla con dos agentes. Es cierto que ese número de Bergsgatan estaba a no más de cinco minutos a pie de la jefatura central de policía de Estocolmo, pero el retraso era fácil de explicar: la escasez de policías en la capital clamaba al cielo; además, era temporada de vacaciones y, por si fuera poco, domingo. A ello se añadía que no había nada que indicase que el asunto tuviese una urgencia especial. Los agentes Karl Kristiansson y Kenneth Kvastmo entraron en el edificio y hablaron con la denunciante, una mujer que vivía en el segundo piso exterior. Esta les comunicó que, desde hacía varios días, le molestaba un olor desagradable que provenía del hueco de la escalera y que le hacía sospechar que había algo raro.
También los dos agentes notaron el olor enseguida. Kvastmo lo había definido como putrefacto: según sus palabras, le recordaba muchísimo al «hedor de la carne podrida». «Un rastreo más cercano del olor» —según, de nuevo, la expresión utilizada por Kvastmo— les condujo a la puerta de un apartamento en el piso de arriba. Según los datos disponibles, esa puerta era la de un estudio que, durante algún tiempo, había sido ocupado por un hombre de unos sesenta años, tal vez llamado Karl Edvin Svärd. Ese era el nombre que aparecía escrito a mano en un trozo de cartón bajo el timbre. Decidieron entrar, dado que podía suponerse que dentro del estudio se hallara el cuerpo de un suicida, de una persona fallecida por causas naturales o de un perro —también según Kvastmo—, o bien una persona enferma o desamparada. El timbre no parecía funcionar y los golpes en la puerta no suscitaron ninguna reacción.
Intentaron contactar con el portero, el administrador de la finca o cualquier otra persona que pudiera tener un duplicado de la llave; sin éxito.
Los policías solicitaron por tanto instrucciones y se les dio la orden de acceder al apartamento. Llamaron a un cerrajero, lo que ocasionó un nuevo retraso, esta vez de media hora.
Cuando el cerrajero llegó, observó que la puerta estaba equipada con una cerradura de seguridad y que carecía de ranura para el buzón de correo. Taladró por tanto la cerradura con ayuda de una herramienta especial, pero la puerta sin embargo siguió sin abrirse.
Kristiansson y Kvastmo, que por entonces ya llevaban varias horas extra ocupados en ese asunto, solicitaron un nuevo protocolo de actuación, ante lo cual recibieron la orden de forzar la puerta. Al plantear la cuestión de si no debía estar presente alguien de la policía criminal, obtuvieron como lacónica respuesta que no había más personal disponible.
El cerrajero para entonces se había marchado, pues consideraba que ya había terminado su trabajo.
Hacia las siete de la tarde Kvastmo y Kristiansson abrieron la puerta rompiendo los pernos de las bisagras exteriores. A pesar de ello, surgieron nuevas dificultades. Resultó que la puerta estaba provista de dos fuertes pestillos de metal y también de uno de los llamados fox-lock, una especie de viga de hierro anclada en la puerta. Tras otra hora de trabajo, los agentes pudieron acceder al apartamento, donde fueron recibidos por un calor sofocante y un abrumador tufo a cadáver.
En la única habitación, que daba a la calle, encontraron a un hombre muerto. El cuerpo estaba tendido boca arriba a unos tres metros de la ventana, que estaba orientada a Bergsgatan, y junto a un radiador eléctrico encendido. Debido a la alta temperatura de este, combinada con la ola de calor de esos días, el cadáver se había hinchado hasta «doblar al menos su volumen». El cuerpo se hallaba en un avanzado estado de descomposición e invadido de gusanos.
La ventana que daba a la calle tenía cerrada la aldabilla por dentro y el estor estaba bajado. La otra ventana del apartamento, la de la cocina americana, daba al patio. Estaba sellada con burletes y daba la sensación de que no la habían abierto en mucho tiempo. El mobiliario era escaso, y la decoración, muy parca. El techo, el suelo, las paredes, el papel pintado, la pintura: todo se veía muy maltrecho.
En el rincón de la cocina y en la única estancia solo había algunos objetos de uso cotidiano.
Una carta que encontraron —una notificación de pago de pensión— apuntaba a que el fallecido era Karl Edvin Svärd, un antiguo mozo de almacén jubilado anticipadamente hacía seis años.
Una vez que el apartamento fue inspeccionado por un subinspector de la policía criminal llamado Gustavsson, el cuerpo fue trasladado al centro médico forense a fin de que se le practicase una autopsia rutinaria.
De modo provisional, los hechos se calificaron como un caso de suicidio, o bien de muerte por inanición, enfermedad u otras causas naturales.
Martin Beck se palpó los bolsillos de la chaqueta en busca de los ya desaparecidos cigarros de la marca Florida.
Los periódicos no habían hecho ninguna mención al caso de Svärd. La historia era demasiado trivial. Estocolmo tiene una de las tasas de suicidio más altas del mundo, algo de lo que cuidadosamente se evita hablar o, si no hay más remedio, se intenta ocultar con diversas estadísticas manipuladas y falsas. La explicación más frecuente es sencilla: todos los demás países hacen muchas más trampas con las estadísticas. Aunque desde hace unos años, ni siquiera los miembros del gobierno se atreven a decir esto en voz alta o en público, tal vez por sentir que la gente, después de todo, confía más en lo que ven con sus propios ojos que en las excusas de los políticos.
Y si se diera la circunstancia de que no hubiera sido un suicidio, la cosa sería aún más embarazosa. El llamado Estado del bienestar rebosa de enfermos, indigentes y personas solas que, en el mejor de los casos, se alimentan de comida para perros, carentes de toda atención, hasta que poco a poco se consumen y mueren en las ratoneras que tienen por vivienda.
No, no era algo a lo que debiera darse publicidad. Casi ni siquiera era algo de lo que debiera ocuparse la policía.
Pero ahí no acababa todo. La historia del prejubilado Karl Edvin Svärd continuaba.