Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 6

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Cuando despertó, se sorprendió al ver que seguía vivo.

Eso no era nada nuevo. Desde hacía exactamente quince meses, abría todos los días los ojos haciéndose esa confusa pregunta: «¿Cómo es que sigo vivo?».

Y poco después:

«¿Por qué?».

Inmediatamente antes de despertarse estaba teniendo un sueño. Un sueño que duraba ya también quince meses.

Cambiaba constantemente, pero siempre seguía un patrón determinado. Iba cabalgando. Al galope, inclinado hacia delante y con el pelo agitado por el frío y cortante viento.

Luego, corría por el andén de una estación de ferrocarril. Delante de él veía a un hombre que acababa de levantar una pistola. Sabía quién era el hombre y qué era lo que iba a suceder. El hombre era Charles J. Guiteau, y el arma, una pistola de tiro al blanco de la marca Hammerli International.

En el preciso instante en que el hombre disparaba, él se lanzaba hacia delante e interceptaba la bala con el cuerpo. El tiro le daba en medio del pecho, como un martillo. A todas luces, se había sacrificado, pero al mismo tiempo comprendía que ese acto había sido en vano. El presidente Garfield ya estaba desplomado en el suelo, y el brillante sombrero de copa se le había caído de la cabeza para rodar describiendo un semicírculo.

Como siempre, se despertó justo cuando le alcanzaba el disparo. Al principio todo era de color negro, hasta que una ola de calor abrasador rompía a través de su cerebro haciéndole abrir los ojos.

Martin Beck permaneció quieto en la cama mirando al techo. Había luz en la habitación.

Pensó en el sueño. No parecía particularmente cargado de sentido, al menos no en esa versión.

Además, estaba lleno de disparates. Por ejemplo, lo del arma: debería haber sido un revólver o quizás una Derringer. ¿Y cómo iba a estar Garfield ahí tendido, herido de muerte, cuando era él quien manifiestamente había recibido el tiro en el pecho?

No sabía qué aspecto tenía el famoso asesino en la realidad. Si alguna vez había visto una foto suya, la memoria visual de la misma se había desvanecido hacía mucho tiempo. Guiteau casi siempre tenía los ojos azules, bigote rubio y el pelo liso peinado con raya a un lado y hacia atrás, pero el de hoy se parecía más a un actor en un papel muy famoso.

Enseguida cayó en quién era ese actor: John Carradine interpretando al jugador profesional en La diligencia. Todo era asombrosamente romántico.

Sin embargo, una bala en el pecho puede convertirse fácilmente en algo bien prosaico. Lo sabía por experiencia. Si te perfora el pulmón derecho y luego queda alojada cerca de la columna vertebral, el efecto es de entrada lacerante y, a la larga, muy tedioso.

Pero una buena parte del sueño concordaba con su propia realidad. Por ejemplo, la pistola de tiro al blanco. Había pertenecido a un agente de policía separado del servicio, de ojos azules, bigote rubio y pelo peinado con raya a un lado y hacia atrás. Se habían conocido sobre un tejado bajo un frío cielo de primavera temprana. No había habido entre ellos diálogo alguno, aparte del disparo de la pistola.

Esa noche se había despertado en la cama de una habitación de paredes blancas, para ser más exactos en el departamento de enfermedades respiratorias del hospital Karolinska. Le habían dicho que la lesión no entrañaba riesgo de muerte, pero aun así se había preguntado cómo era posible que estuviera vivo.

Más tarde le habían comunicado que la lesión ya no entrañaba riesgo de muerte, pero que la bala había quedado alojada en mala zona. Captó la delicadeza que habían tenido al hacer ese pequeño añadido, la palabra «ya», pero no la agradeció. Los cirujanos examinaron las placas de rayos X durante semanas, antes de eliminar el objeto extraño de su cuerpo. Después le dijeron que la lesión, definitivamente, no entrañaba riesgo de muerte. Por el contrario, se recuperaría por completo, siempre que se lo tomara con mucha calma. Pero para entonces, ya había dejado de creer en ellos.

No obstante, se lo tomó con mucha calma. No había otra alternativa.

Ahora le decían que ya estaba totalmente recuperado. Pero esta vez también añadieron una palabra: «físicamente».

Además, no debía fumar. Sus bronquios nunca estuvieron del todo bien, y un tiro en el pulmón no mejoraba las cosas. Después de la curación habían aparecido manchas misteriosas alrededor de la cicatriz.

Martin Beck se levantó.

Cruzando la sala de estar, salió al vestíbulo y cogió el periódico tirado en el felpudo. Se dirigió a continuación a la cocina mientras echaba un vistazo a los titulares de primera plana. Hacía muy buen tiempo, y por lo visto así iba a seguir, según los meteorólogos. Por lo demás, todo parecía, como de costumbre, ir a peor.

Dejó el periódico en la mesa de la cocina y sacó un cartón de yogur de la nevera. Bebió de él. Tenía el mismo sabor de siempre, ni muy bueno ni tampoco malo del todo, solo un poco rancio y artificial. El cartón debía de ser viejo: de hecho, ya debía de serlo cuando lo compró. Muy atrás quedaban aquellos tiempos en que en Estocolmo se podía comprar algo fresco sin demasiado esfuerzo o sin pagar un precio desorbitado.

La siguiente parada fue el cuarto de baño. Tras lavarse y cepillarse los dientes, regresó al dormitorio, hizo la cama, se quitó los pantalones del pijama y comenzó a vestirse.

Mientras tanto, echó una ojeada desinteresada por el piso. Era lo que la mayoría de los habitantes de Estocolmo llamaban una casa de ensueño, el último piso de un edificio de Köpmangatan, en Gamla Stan. Había vivido allí tres años y todavía se acordaba de lo plácida que había sido su existencia hasta el día aquel del tejado.

Ahora, por lo general, tenía sensación de encierro y soledad, incluso cuando alguien venía a visitarle. A buen seguro, esto no tenía nada que ver con el piso: últimamente, se sorprendía a sí mismo con esa sensación de encierro incluso estando al aire libre.

Experimentó una vaga necesidad: fumar un cigarrillo, tal vez. Cierto es que los médicos le habían dicho que debía dejarlo, pero de eso hacía caso omiso. Más importante era el hecho de que la compañía de tabaco estatal había dejado de producir la marca que él solía fumar. Ahora ya no se comercializaban cigarrillos con boquilla de cartón. En dos o tres ocasiones había probado otras variedades, sin lograr acostumbrarse.

Ese día se vistió con especial cuidado y, mientras se hacía el nudo de la corbata, estudió con apatía sus maquetas de barcos, colocadas en un estante, encima de la cama. Tres maquetas, dos completadas y la tercera a medias. Había comenzado la construcción de la primera hacía más de ocho años, pero no las tocaba desde aquel día de abril del año pasado.

Desde entonces se habían cubierto de polvo.

Su hija se había ofrecido varias veces para hacer algo al respecto, pero él le había pedido que no hiciera nada.

Eran las ocho de la mañana del lunes 3 de julio de 1972.

La fecha tenía un significado especial.

Ese día se reincorporaba al trabajo.

Aún era policía o, para ser más exactos, comisario de la policía criminal, y jefe de la Brigada Nacional de Homicidios.

Martin Beck se puso la chaqueta y se metió el periódico en el bolsillo.

Tenía la intención de leerlo en el metro: era una pequeña parte de la rutina a la que estaba a punto de volver.

Caminó bajo el sol por Skeppsbron, respirando el aire envenenado. Se sentía viejo y hundido.

Pero su aspecto no reflejaba nada de eso. Por el contrario, parecía estar sano y vigoroso, sus movimientos eran rápidos y ágiles. Un hombre alto y curtido por el sol, con una prominente mandíbula y unos apacibles ojos azules grisáceos bajo una ancha frente.

Martin Beck tenía cuarenta y nueve años. Pronto cumpliría cincuenta, pero, a juicio de la mayoría, parecía más joven.

La habitación cerrada

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