Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 13
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ОглавлениеKollberg se había recuperado y miraba pensativamente a la persona que, de modo temporal, debía considerar su jefe.
Olsson el Bulldozer era el motor del grupo especial. Literalmente, adoraba los atracos a bancos, y el descontrolado aumento de estos que se había producido durante los últimos años le había llevado a florecer como nunca. Era él quien venía siempre cargado de ideas y energía; era capaz de trabajar nada menos que dieciocho horas al día, semana tras semana, sin quejarse ni una sola vez ni deprimirse, y sin que se le viese especialmente cansado. A veces, sus exhaustos colegas se preguntaban si es que no era él mismo el director de la tristemente célebre Unión Sueca del Crimen, S.A.
Olsson el Bulldozer era de los que creían que el trabajo de policía era el más divertido y emocionante de todos los que podían imaginarse.
Seguro que estaba convencido de eso porque él no era policía.
Era fiscal e instructor de los opaquísimos y enmarañados casos de atracos bancarios a mano armada. Algunos se resolvían a medias y, los más o menos culpables, eran sometidos a prisión preventiva o procesados; pero ahora se había llegado a un punto en que se cometían nuevos atracos varias veces a la semana, y todo el mundo sabía que muchos estaban de algún modo relacionados entre sí, aunque nadie sabía decir muy bien cómo.
Ahora bien, no solo los bancos sufrían los atracos.
Cada vez se producían más agresiones contra particulares, que hora tras hora eran molidos a palos en las calles, en sus tiendas, en el metro o en su propio hogar: en todas partes, en cualquier sitio; pero lo de los bancos se consideraba mucho más grave. Atentar contra un banco equivalía a violentar los cimientos de la sociedad.
El sistema social era, obviamente, poco viable, así que, solo siendo muy benevolente, podía a duras penas considerarse que funcionaba bien. Con la policía era aún peor. Durante los dos últimos años, solo en Estocolmo, 220.000 investigaciones penales tuvieron que cerrarse debido a la incapacidad de la policía, y de todos los delitos graves que llegaron a conocimiento de las fuerzas del orden —que, por supuesto, representaban una pequeña fracción del número real— solo uno de cada cuatro se resolvía.
En este contexto, lo que los altos responsables podían hacer era poco más que negar con la cabeza y poner cara de no entender nada. Desde hacía mucho tiempo habían tomado como costumbre echar la culpa a todos los demás: y como en ese momento ya no había nadie a quien culpar, la única propuesta constructiva que se había presentado recientemente era la de prohibir a la gente que bebiera cerveza. Teniendo en cuenta que Suecia es un país con un consumo de cerveza relativamente bajo, no es difícil hacerse una idea de qué lejos de la realidad habitaban, en estado de hibernación, con sus supuestas reflexiones, un buen número de representantes de las más altas autoridades del país.
Una cosa estaba clara, sin embargo. En gran medida, la policía debía culparse a sí misma. Después de la nacionalización de 1965, todos los cuerpos y actividades policiales se habían reunido bajo un mismo paraguas y desde el principio quedó claro que ese paraguas cubría a la gente equivocada.
Muchos investigadores y sociólogos se habían preguntado durante mucho tiempo cuál era la filosofía que regía la conducta de la administración central de policía. Esa pregunta, obviamente, nunca había sido respondida: de acuerdo con la doctrina de que nada debía salir de allí, el jefe nacional de policía nunca respondía a nada. En cambio, pronunciaba discursos llenos de entusiasmo, los cuales, por regla general, carecían de interés retórico.
Hacía algunos años, hubo alguien en la policía que descubrió la posibilidad de utilizar un simple, pero no transparente, método de control de las estadísticas de criminalidad, de manera que resultaran del todo engañosas sin, no obstante, ser manifiestamente incorrectas. Se empezó solicitando una fuerza policial más militante y homogénea, más recursos técnicos en general y un más amplio equipo armamentístico en particular. Para conseguirlo, era necesario exagerar los riesgos de la profesión. Como los disparates generalizados no bastaban como medio de presión política, se recurrió a otra salida: manipular las estadísticas.
En este sentido, las manifestaciones políticas organizadas durante la segunda mitad de los años sesenta ofrecieron grandes oportunidades. Los manifestantes abogaban por la paz y eran sofocados por la fuerza; casi nunca iban armados con algo más que pancartas y sus propias convicciones, pero eran recibidos con gases lacrimógenos, cañones de agua y porras de goma. Casi todas las manifestaciones no violentas desembocaron en caos y alboroto. Las personas que trataron de protegerse fueron golpeadas y arrestadas. Luego, acusadas de «violencia contra funcionarios públicos» o de «resistencia virulenta», e, independientemente de que se les procesara o no, los datos se introducían en las estadísticas. El método funcionaba de maravilla. Cada vez que se enviaba a un centenar de policías a repartir palos en una manifestación, la cifra de supuestos atentados contra los agentes de la autoridad se disparaba.
A los policías de a pie se les incitaba a actuar con mano dura, como suele decirse, y muchos agentes lo hacían así, llenos de entusiasmo, en todos los ámbitos imaginables. Si aporreas a un borracho, hay una probabilidad bastante alta de que responda con otro golpe. Era una lección fácil: cualquiera podía aprendérsela.
Estas tácticas funcionaron. La policía ahora iba armada hasta unos extremos inimaginables. Situaciones que antes se resolvían con un solo hombre provisto de un lápiz y una pizca de sentido común requerían todo un furgón policial lleno de agentes con metralletas y chalecos antibalas.
A medio plazo, sin embargo, el resultado no fue del todo el esperado. La violencia engendra no solo antipatía y odio, sino también inseguridad y miedo.
Se llegó a un punto en que las personas andaban por ahí llenas de miedo las unas hacia las otras. Estocolmo era una ciudad donde habitaban miles de individuos asustados, y la gente asustada es peligrosa.
Muchos de los seiscientos policías que de repente abandonaron el servicio lo hicieron a la hora de la verdad por puro miedo. A pesar de que, como se ha dicho, iban armados hasta los dientes y de que, además, en la mayoría de las ocasiones se quedaban a resguardo dentro de sus coches, bien cerrados.
Otros, no obstante, se habían marchado de Estocolmo por otras razones, por ejemplo por no encontrarse a gusto o por repugnancia hacia el comportamiento que se les obligaba a adoptar.
Así que el tiro salió por la culata. Los fundamentos últimos de aquella tendencia permanecían envueltos entre tinieblas. Unas tinieblas en las que, sin embargo, muchos creían vislumbrar una tonalidad marrón al estilo de las SA nazis.
Había muchos y variados ejemplos de manipulaciones similares, y algunas de ellas atestiguaban un habilísimo cinismo. Hacía un año, la emprendieron contra el fraude cambiario. La gente giraba cheques contra sus cuentas en descubierto, y algunos acababan en los bolsillos equivocados. Se consideraba que las cifras sobre las pequeñas estafas económicas sin resolver desacreditaban el quehacer policial, lo cual demandaba medidas radicales. La Dirección General de Policía decretó que los cheques no serían aceptados como medio de pago. Todo el mundo sabía lo que eso significaba: en el momento en que la gente se viera obligada a llevar dinero en efectivo, se multiplicaría el número de ladrones acechando en las calles. Y eso fue lo que ocurrió. Pero los denominados «fraudes cambiarios» desaparecieron, claro está, y los mandos policiales pudieron presumir de un éxito dudoso. El hecho de que una gran cantidad de personas fueran atacadas todos los días en la ciudad no era tan importante.
Eso formaba parte del patrón corriente de violencia en ascenso, y debía combatirse con más policías, y mejor armados.
Pero ¿de dónde reclutarlos?
Un gran triunfo fueron las estadísticas oficiales de delincuencia correspondientes a la primera mitad del año. Daban cuenta de una disminución del dos por ciento, aunque todo el mundo sabía que había aumentado, y mucho. La explicación era sencilla. Si no hay policías, no se pueden descubrir delitos. Además, cada cheque girado en descubierto se había computado como un delito individual.
Cuando se prohibió que la policía política pinchara los teléfonos particulares, los teóricos de la Dirección General de Policía se apresuraron a intervenir en su ayuda. A través de una campaña de miedo apoyada en fuertes exageraciones, consiguieron persuadir al Parlamento de que aprobara una ley que permitiera escuchas telefónicas secretas en la lucha contra el narcotráfico. Así, a partir de entonces, los cruzados contra el comunismo pudieron seguir escuchando con tranquilidad, mientras el tráfico de drogas florecía más que nunca.
No era divertido ser policía, pensaba Lennart Kollberg.
¿Qué hacer cuando ves como la organización a la que perteneces se está pudriendo de arriba abajo? ¿Cuando oyes a las ratas fascistas andar silenciosas tras las paredes? Había servido con lealtad a dicha organización durante toda su vida adulta.
¿Qué hacer?
Si decías lo que pensabas, te despedían.
Eso no estaba bien.
Debía de haber una forma de actuar más constructiva.
Y además, había obviamente otros funcionarios que pensaban lo mismo que él: pero ¿quiénes y cuántos eran?
A Olsson el Bulldozer no le afectaban ese tipo de problemas.
Él pensaba que la vida era un juego, y que la mayor parte de las cosas estaban claras como el agua.
—Pero hay algo que no entiendo —dijo.
—¿Ah, sí? —replicó Gunvald Larsson—. ¿El qué?
—¿Hacia dónde se fue el coche? Porque los controles funcionaron bien, ¿verdad?
—Parece que sí.
—Entonces, los puentes debieron de estar vigilados al cabo de cinco minutos.
Södermalm es una isla con seis vías de acceso. El grupo especial, desde hacía ya mucho tiempo, había trazado planes detallados de cómo aislar rápidamente los distritos municipales de Estocolmo.
—Sí —asintió Gunvald Larsson—. He hablado con la policía de orden público. Por una sola vez, parece que todo funcionó sin problemas.
—¿Qué vehículo era? —preguntó Kollberg.
Aún no se había puesto al corriente de los detalles.
—Un Renault 16 de color gris claro o beige, de matrícula A, y con dos 3 en el número.
—Por supuesto, llevaba matrícula falsa —apuntó Gunvald Larsson.
—Sí, eso está claro, pero todavía no me he enterado de que nadie haya repintado un coche entre Mariatorget y Slussen. Y si cambiaron de coche...
—¿Sí?
—Entonces, ¿el primer coche adónde fue?
Olsson el Bulldozer paseaba por la habitación, golpeándose la frente con la palma de la mano. Era un hombre de cuarenta años, rechoncho, rubicundo y muy por debajo de la altura media. Sus movimientos eran tan vívidos como su intelecto. Ahora hablaba consigo mismo.
—Aparcan el coche en un garaje cerca de una estación de metro o de una parada de autobús. Luego, uno de ellos se pira con la pasta. El otro cambia la matrícula del automóvil y también se larga. El sábado vuelve el chico del coche y lo repinta. Y ayer por la mañana el vehículo está listo para llevárselo. Pero...
—Pero ¿qué? —inquirió Kollberg.
—Pero yo he tenido a gente controlando todos los Renault que venían de Söder hasta la una de la madrugada.
—Por lo tanto, o le dio tiempo a escapar, o sigue ahí —observó Kollberg.
Gunvald Larsson no dijo nada. Examinaba el atuendo de Olsson el Bulldozer, y sentía una intensa repugnancia. Traje azul claro arrugado, camisa de color rosa cerdo y corbata ancha con un estampado de flores grandes. Calcetines negros y zapatos puntiagudos de color marrón con pespuntes, a todas luces sin limpiar.
—¿A qué te refieres cuando dices «el chico del coche»?
—Nunca se encargan ellos mismos de los coches. Lo que hacen es que contratan a un chico para que específicamente deje y recoja los vehículos en los lugares acordados. A menudo el tipo proviene de otra ciudad totalmente diferente, por ejemplo Malmö o Gotemburgo. Siempre tienen mucho cuidado con el tema del transporte.
Kollberg parecía aún más perplejo y dijo:
—¿Tienen? ¿Quiénes?
—Malmström y Mohrén, por supuesto.
—¿Y quiénes son Malmström y Mohrén?
Olsson el Bulldozer le lanzó una mirada confundida que, sin embargo, se despejó enseguida.
—Claro. Tú eres nuevo en el club. Malmström y Mohrén son dos de nuestros más hábiles atracadores de bancos. Llevan ya cuatro meses sueltos. Este es su cuarto golpe en ese período de tiempo. Se largaron de Kumla a finales de febrero.
—Pero si se supone que Kumla es una prisión de alta seguridad... —repuso Kollberg.
—Malmström y Mohrén no se escaparon. Tenían un fin de semana de permiso. Luego, obviamente, no volvieron. No creemos que dieran un golpe hasta finales de abril. Antes de eso, es seguro que se fueron de vacaciones a las islas Canarias o a Gambia. Probablemente, un viaje de dos semanas.
—¿Y después?
—Luego consiguieron un equipo. Armas y otras cosas. Lo suelen hacer en España o Italia.
—Pero fue una mujer la que atracó el banco el viernes pasado —objetó Kollberg.
—Un disfraz —aleccionó Olsson el Bulldozer—. Una peluca rubia y pechos postizos. Estoy segurísimo de que fueron Malmström y Mohrén quienes lo hicieron. No hay otros tan descarados. Qué jugada tan astuta y sorprendente. Ya ves, estos grupos especiales son interesantísimos. Superemocionantes. De hecho, es como...
—... jugar una partida de ajedrez por correspondencia contra un gran campeón —completó Gunvald Larsson con cansancio—. Pero por mucho que sean grandes campeones, no podemos pasar por alto que Malmström y Mohrén son enormes como elefantes. Pesan noventa y cinco kilos, calzan un cuarenta y seis y tienen las manos del tamaño de la tapa del váter. Mohrén tiene ciento dieciocho centímetros de contorno de pecho. Quince más que Anita Ekberg en la flor de sus días. No alcanzo a verlo con vestido y pechos postizos.
—Además, ¿la mujer no llevaba pantalones? —recordó Kollberg—. ¿Y no era bastante baja?
—Enviaron a otra persona, claro —replicó Olsson el Bulldozer con soltura—. Uno de sus procedimientos habituales.
Se abalanzó sobre uno de los escritorios y se acercó un papel.
—¿Cuánto dinero tienen ahora? —se preguntó para sus adentros—. Cincuenta mil en Borås, cuarenta en Gubbängen, veintiséis en Märsta y ahora noventa: en total, más de doscientas mil. Así que pronto estarán listos.
—¿Para qué? —intervino Kollberg.
—Para el gran golpe. El Golpe con mayúsculas. Estos otros han sido solo cuestión de financiación. Pero ahora, sí, pronto vendrá la bomba.
Parecía casi fuera de sí de entusiasmo, corriendo de un lado a otro del despacho.
—Pero ¿dónde, señores? ¿Dónde? Vamos a ver, vamos a ver, ahora tenemos que pensar. Si yo fuera Werner Roos, ¿qué jugada haría? ¿Cómo daría jaque al rey? ¿Dónde lo haríais vosotros? ¿Y cuándo?
—¿Quién diablos es Werner Roos? —preguntó Kollberg.
—Es un sobrecargo de vuelo —terció Gunvald Larsson.
—Antes que nada, es un criminal —gritó Olsson el Bulldozer—. Werner Roos es, a su manera, un genio. Es él quien lo planifica todo hasta el más mínimo detalle. Sin él, Malmström y Mohrén serían un cero a la izquierda. Es él quien hace todo el trabajo intelectual. Sin él, muchos bribones estarían en el paro. ¡Y él es el mayor canalla de todos! Es una especie de catedrático de...
—No grites tanto —exclamó Gunvald Larsson—. No estás en el juzgado.
—Lo vamos a coger —dijo Olsson el Bulldozer como si hubiera llegado a una brillante conclusión—. Lo vamos a pescar enseguida.
—Y mañana lo soltamos —pronosticó Gunvald Larsson.
—Da igual. Es un movimiento inesperado. Él mismo puede que se sorprenda.
—¿Eso crees? Es ya la quinta vez este año.
—No importa —reiteró Olsson el Bulldozer precipitándose hacia la puerta.
El nombre de pila de Olsson el Bulldozer era en realidad Sten. Pero de eso no se acordaba nadie, excepto tal vez su esposa. Ella, por otro lado, probablemente se había olvidado de su aspecto físico.
—Parece que hay muchas cosas que no entiendo —se quejó Kollberg.
—En cuanto a Roos, el Bulldozer está seguramente en lo cierto —dijo Gunvald Larsson—. Es un hijo de puta astuto, y siempre tiene coartada. Coartadas fantásticas. Siempre que ocurre algo está en Singapur, San Francisco o Tokio.
—Pero ¿cómo puede saber que esos tipos, Malmström y Mohrén, están detrás de este golpe en particular?
—Cierto sexto sentido, probablemente.
Gunvald Larsson se encogió de hombros. Luego dijo:
—Pero ¿tú lo entiendes? Malmström y Mohrén son dos notorios criminales. Han estado en chirona un montón de veces, aunque nunca confiesan, hasta que por fin se les envía a Kumla. Y entonces van y les dan un permiso.
—Bueno, supongo que no se puede mantener a la gente encerrada en una habitación con una tele por los siglos de los siglos.
—No —asintió Gunvald Larsson—. Es verdad.
Permanecieron en silencio durante un rato.
Ambos pensaban en lo mismo. Al Estado le había costado millones construir la cárcel de Kumla y equiparla con toda la parafernalia imaginable que permitiera aislar, incluso físicamente, a los marginados de la sociedad. Gente de otros países con experiencia en instituciones penales en los lugares más diversos solían decir que el centro de internamiento de Kumla era, probablemente, el más inhumano y alienante del mundo.
Que no haya chinches en los colchones o gusanos en la comida no puede compensar la falta de contacto humano.
—A propósito del homicidio de Hornsgatan... —comenzó Kollberg.
—No fue un homicidio. Más bien un accidente. Disparó por error. Tal vez ni siquiera sabía que el arma estaba cargada.
—¿Estás seguro de que era una chica?
—Sí.
—Pero... y entonces ¿toda esta charla sobre Malmström y Mohrén?
—Bueno, es muy posible que enviaran a una chica.
—¿Había huellas dactilares? Que yo sepa, no llevaba guantes.
—Sí las había. En el pomo de la puerta. Pero uno de los empleados del banco fue y lo manoseó antes de que pudiéramos tomarlas. Así que no se pueden usar.
—¿Hay algún examen de balística?
—Por supuesto. Los expertos consiguieron hacerse con la bala y el cartucho. Creen que le disparó con un arma del calibre 45, probablemente una Llama semiautomática.
—Una pistola grande. Sobre todo para una chica.
—Sí. El Bulldozer dice que eso apunta a esta banda, la de Malmström, Mohrén y Roos. Tienden a usar armas grandes y pesadas, para dar más miedo. Pero...
—Pero ¿qué?
—Malmström y Mohrén no disparan a la gente. No lo han hecho nunca. Si alguien les da problemas, disparan al techo para restablecer el orden.
—¿Tiene sentido detener a ese Roos?
—Bueno, yo creo que el razonamiento del Bulldozer es el siguiente: si Roos tiene una de sus habituales coartadas perfectas, por ejemplo, si estaba en Yokohama el viernes pasado, entonces podemos estar segurísimos de que es él quien ha planificado el asunto. Sin embargo, si estaba en Estocolmo, es más dudoso.
—¿Qué dice el propio Roos? ¿No se cabrea?
—Nunca. Dice que es verdad que es viejo amigo de Malmström y Mohrén, y que le da pena que les haya ido mal en la vida. La última vez preguntó si creíamos que él podía ayudar a sus viejos colegas de alguna forma. Daba la casualidad de que Malm estaba por aquí. Casi le da un infarto cerebral.
—¿Y Olsson?
—El Bulldozer se descojonaba, sin más. Le parecía una maniobra muy simpática.
—¿A qué está esperando?
—A la próxima jugada, ya lo has oído. El gran golpe que Roos está planeando y que Malmström y Mohrén van a llevar a cabo. Parece que Malmström y Mohrén quieren reunir el dinero suficiente que les permita emigrar con discreción y vivir de las rentas el resto de su vida.
—¿Y tiene que ser un atraco a un banco?
—Al Bulldozer se la pela todo, salvo los bancos —profirió Gunvald Larsson—. Y parece que esas son sus órdenes.
—¿Qué ha pasado con el testigo aquel?
—¿El de Einar?
—Sí.
—Ha estado aquí esta mañana mirando fotos. No reconocía a nadie.
—¿Pero está seguro de lo del coche?
—Segurísimo.
Gunvald Larsson permaneció en silencio mientras se tiraba de los dedos, uno a uno, hasta hacerlos crujir.
Por fin dijo:
—Con ese coche pasa algo raro.