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Gunvald Larsson llegó a la escena del crimen en su vehículo particular: un BMW rojo, muy poco habitual en Suecia y, a juicio de muchos, demasiado exclusivo para un subinspector de policía, sobre todo cuando lo utilizaba estando de servicio.

Esa hermosa tarde de viernes, justo cuando acababa de ponerse al volante con la intención de irse a casa, Einar Rönn había salido corriendo hacia el aparcamiento de la jefatura central de policía para desbaratarle el plan de pasar una velada tranquila en su casa de Bollmora. Einar Rönn era también subinspector en la brigada antiviolencia y, probablemente, el único amigo que Gunvald Larsson tenía, de manera que, cuando le dijo a este cómo lamentaba que tuviera que sacrificar su tarde libre, la verdad es que lo decía en serio.

Rönn se dirigió a Hornsgatan en un vehículo oficial: cuando llegó, se encontraban allí varios coches y algunas personas de la comisaría de policía de Söder; Gunvald Larsson ya había entrado en la sucursal bancaria.

Fuera del banco se había formado una pequeña multitud y cuando Rönn cruzó la acera, uno de los agentes uniformados que mantenían a raya a los curiosos, se le acercó y le dijo:

—Tengo por aquí un par de testigos que dicen haber oído el disparo. ¿Qué hago con ellos?

—Retenlos un momento. E intenta dispersar a los demás.

El agente asintió y Rönn entró en el banco.

En el suelo de mármol, entre el mostrador y la fila de escritorios, yacía el muerto de espaldas, con los brazos extendidos y la rodilla izquierda doblada. La pernera del pantalón se le había deslizado hacia arriba, revelando un calcetín de deporte blanco inmaculado con el dibujo de un ancla azul oscuro y una pierna muy bronceada cubierta de reluciente vello rubio. La bala le había dado en plena cara, de modo que, de la parte posterior de la cabeza, le habían brotado sangre y masa encefálica.

El personal del banco se había congregado al fondo de la estancia y ante ellos se hallaba Gunvald Larsson, medio sentado sobre una pierna al borde de una mesa de escritorio. Tomaba notas en un cuaderno mientras una de las empleadas hablaba con voz chillona y airada.

Cuando Gunvald Larsson vio a Rönn, alzó la palma de su gran mano derecha para cortar a la mujer, que inmediatamente se quedó callada sin terminar la frase. Gunvald Larsson se levantó para acercarse a Rönn con el cuaderno en la mano. Señaló con la cabeza al hombre del suelo y dijo:

—No tiene muy buen aspecto que digamos. Si te quedas aquí, puedo llevarme a los testigos a alguna parte, tal vez al antiguo local de Rosenlundsgatan. Así podrás trabajar en paz.

Rönn asintió con la cabeza.

—Dicen que ha sido una chica —observó—. Y que se llevó el dinero. ¿Alguien ha visto hacia dónde se fue?

—No, por lo menos ninguno de los empleados —respondió Gunvald Larsson—. Al parecer, un chico de ahí fuera vio un coche largarse, pero no se quedó con el número de matrícula ni está seguro de la marca, así que no nos sirve de gran cosa. Luego volveré a hablar con él.

—Y este, ¿quién es? —preguntó Rönn señalando hacia el muerto con un leve gesto de la cabeza.

—Un idiota que quería dárselas de héroe. Trató de lanzarse encima de la atracadora y ella le disparó: de puro susto, claro. Era un cliente del banco, los empleados lo conocían. Estaba abajo, trajinando en su caja de seguridad, y subió por la escalera esa en medio de todo el follón.

Gunvald Larsson miró su cuaderno.

—Era profesor de educación física y se llamaba Gårdon, con «å».

—Tal vez se creía Flash Gordon —comentó Rönn.

Gunvald Larsson le lanzó una mirada inquisitiva.

Rönn, sonrojándose, cambió de tema:

—Pues ahí debe de haber imágenes de la atracadora.

Señaló a la cámara situada bajo el techo.

—Si está bien enfocada y si tiene cinta... —replicó escéptico Gunvald Larsson—. Y si la cajera se acordó de apretar el botón para encenderla.

Por entonces, la mayoría de las sucursales bancarias estaban ya equipadas con cámaras, las cuales grababan cuando el empleado que atendía la caja pisaba un botón en el suelo. Esa era la única medida que el personal podía adoptar en caso de atraco. Dado que los atracos a mano armada se habían vuelto cada vez más habituales, los bancos habían impartido a sus empleados la orden de entregar el dinero que se les pidiera, sin hacer nada para detener o frenar a los ladrones que pudiera poner en peligro sus propias vidas. Esa norma de conducta no había sido dictada, como quizá se pudiera creer ingenuamente, por razones humanitarias o por consideración hacia los empleados de banca, sino que se basaba en la experiencia de que resultaba más barato para los bancos y para las compañías de seguros dejar que los atracadores se largaran con el botín que tener que pagar daños y perjuicios, además de quizá una pensión vitalicia, a las familias de los afectados, lo cual podía fácilmente ocurrir si alguien resultaba herido o muerto. El médico forense llegó y Rönn fue a su coche a buscar el maletín con el kit de policía científica: usaba los métodos de antaño, que a menudo no le servían de mucho. Gunvald Larsson partió hacia la antigua comisaría de policía de Rosenlundsgatan junto con los tres empleados del banco y otras cuatro personas que se habían identificado como testigos.

Le permitieron usar una sala de interrogatorios donde, tras quitarse la cazadora de ante y colgarla en el respaldo del sillón, comenzó con las preguntas preliminares.

Así como los tres primeros testimonios —efectuados por los empleados del banco— fueron prácticamente idénticos, los cuatro siguientes discreparon bastante.

El primero de esos cuatro testigos era un hombre de cuarenta y dos años que, cuando se oyó el disparo, se hallaba en un portal a cinco metros de la puerta del banco. Había visto a una chica con sombrero negro y gafas de sol pasar a toda prisa, y cuando, según refirió, miró hacia la calle medio minuto más tarde, vio un turismo verde, probablemente un Opel, que arrancó bruscamente desde un punto en la acera a quince metros de distancia. El coche desapareció a toda velocidad rumbo a Hornsplan, y le pareció ver a la chica del sombrero sentada en el asiento de atrás. No acertó a divisar el número de matrícula, pero creía que empezaba con las letras AB.

El siguiente testigo, una mujer, era dueña de una tienda y se hallaba ante la puerta abierta de su local, situado justo al lado del banco, cuando oyó una detonación. Al principio pensó que el ruido provenía de la despensa de su propia tienda y, creyendo que era una explosión de gas, entró corriendo en el local. Cuando comprobó que no era eso lo que había ocurrido, volvió a la puerta de entrada, y al mirar hacia la calle vio un gran coche azul haciendo tal giro en la calzada que los neumáticos chirriaron. En ese preciso momento, salió una mujer del banco gritando que habían disparado a una persona. La testigo no pudo ver quién había dentro del coche ni el número de la matrícula; tampoco tenía ni idea acerca de la marca del vehículo, pero en su opinión parecía un taxi.

El tercer testigo era un obrero metalúrgico de treinta y dos años que proporcionó un informe más detallado. No había oído el disparo, o al menos no había sido consciente de ello. Iba caminando por la acera cuando la chica salió del banco. Tenía prisa y lo empujó al pasar a su lado. No le vio la cara, pero estimaba que debía de tener unos treinta años. Vestía un pantalón azul y una camisa, llevaba sombrero y una bolsa de color oscuro. La había visto subir a un automóvil, un Renault 16 color beige claro, cuya matrícula tenía la letra A y dos 3. Al volante del mismo se sentaba un hombre flaco que aparentaba entre veinte y veinticinco años. Tenía el pelo largo, negro y lacio, y llevaba una camiseta blanca de algodón de manga corta. Estaba sumamente pálido. Además de él había otro hombre, que parecía ser algo mayor, fuera del coche, en la acera, y que abrió la puerta del asiento trasero a la chica. Cuando esta subió, cerró la puerta y se sentó junto al conductor en el asiento delantero. Ese segundo hombre era corpulento, medía alrededor de uno ochenta y tenía el cabello color rubio ceniza, encrespado y muy tupido. Era de rostro rubicundo y vestía pantalón negro de campana y una camisa negra de tela brillante. El coche había girado para cambiar de sentido y desaparecer en dirección a Slussen.

Después de este testimonio Gunvald Larsson se sentía algo confundido y se puso a releer lo que había escrito antes de llamar al último testigo.

Este resultó ser un relojero de cincuenta años que había estado esperando dentro de su coche a la puerta del banco mientras su esposa se hallaba dentro de una tienda de zapatos, en la acera de enfrente. Al tener la ventanilla bajada, había oído el disparo, pero no reaccionó, ya que siempre había mucho ruido en una calle tan transitada como Hornsgatan. Eran las tres y cinco cuando vio a la mujer saliendo del banco. Se había fijado en ella porque parecía tener tanta prisa que no se paró a pedir disculpas cuando dio un empellón a una señora mayor, lo que le hizo pensar en lo acelerados y antipáticos que eran los habitantes de Estocolmo (él era de Södertälje). La mujer vestía unos pantalones largos, en la cabeza llevaba algo que recordaba a un sombrero vaquero, y en la mano, una bolsa negra. La había visto correr hasta la siguiente calle transversal y desaparecer tras la esquina. No, no se había subido a ningún coche ni se había detenido en medio de la calle, sino que había ido directamente a doblar el recodo tras el cual desapareció.

Gunvald Larsson llamó para comunicar las descripciones de los dos hombres del Renault; a continuación se levantó, recogió sus papeles y miró el reloj, que marcaba ya las seis.

Probablemente, había hecho mucho trabajo para nada.

Los policías que llegaron primero al lugar ya habían informado hacía rato de la presencia de varios coches.

Además, ninguno de los testimonios ofrecía una imagen global y coherente de la escena.

Todo se había ido por supuesto al garete, como solía suceder.

Por un momento pensó si tal vez no debería retener al mejor de los testigos, pero descartó la idea. Todos parecían estar ansiosos por irse a casa lo antes posible.

A decir verdad, él era el que estaba más ansioso por marcharse.

Aunque, con toda probabilidad, su deseo no se cumpliría.

Así que dejó a la gente que se fuera.

Se puso la cazadora y volvió al banco.

Los restos del valeroso profesor de gimnasia habían sido retirados, y un joven agente de radiopatrulla salió de su vehículo y le comunicó que el subinspector Rönn estaba esperando al subinspector Larsson en su despacho.

Gunvald Larsson suspiró y se dirigió a su coche.

La habitación cerrada

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