Читать книгу La habitación cerrada - Maj Sjowall - Страница 4
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ОглавлениеLas campanas de la iglesia de Maria daban las dos cuando salió del metro por la boca de Wollmar Yxkullsgatan. Se detuvo a encender un cigarrillo antes de proseguir con pasos rápidos hacia Mariatorget.
El tañido de las campanas vibraba en el aire, recordándole los sombríos domingos de su infancia. Nacida y criada a pocas manzanas de la iglesia de Maria, allí la habían bautizado y allí había recibido también la confirmación hacía casi doce años. Lo único que recordaba de las clases previas a esta era haber preguntado al sacerdote qué era lo que quería decir Strindberg al hablar del «melancólico tiple» de las campanas, pero no se acordaba de cuál había sido la respuesta.
El sol le quemaba la espalda y, tras cruzar Sankt Paulsgatan, aminoró el paso para no empezar a sudar. De pronto se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y lamentó no haberse tomado un tranquilizante antes de salir de casa.
Al llegar a la fuente del centro de la plaza, metió su pañuelo en el agua fría y fue a sentarse en un banco, a la sombra de los árboles. Se quitó las gafas de sol y, tras frotarse rápidamente la cara con el pañuelo mojado, las limpió con una punta de la camisa color azul claro y se las volvió a poner. Tenían grandes cristales de espejo que le tapaban la parte superior de la cara. A continuación, se quitó el sombrero de tela vaquera y ala ancha, se recogió la lacia media melena rubia, que le rozaba las hombreras de la camisa, y se enjugó la nuca. Se volvió a poner el sombrero, calándoselo hasta las cejas, y se quedó allí sentada, sin moverse, con el pañuelo estrujado en una bola entre las manos.
Al cabo de un rato desplegó el pañuelo sobre el banco y se limpió las palmas de las manos en los pantalones vaqueros. Miró el reloj de pulsera, que mostraba las dos y doce minutos, y se concedió tres minutos para calmarse antes de continuar.
Cuando dieron las dos y cuarto, abrió la solapa de la bandolera de lona verde oscuro que reposaba en su regazo, recogió el pañuelo, ya seco, y lo echó en el bolso sin plegarlo. Acto seguido se levantó, se colocó la correa de cuero sobre el hombro derecho y se puso en marcha.
Los nervios se le pasaron mientras se dirigía a Hornsgatan y se convenció de que todo iría bien.
Era el viernes 30 de junio: para muchos, las vacaciones ya habían comenzado. Hornsgatan era un hervidero de coches y peatones. Abandonando la plaza, torció a la izquierda y caminó a la sombra de los edificios.
Esperaba haber hecho lo correcto al elegir ese día y no otro. Tras sopesar los pros y los contras, había concluido que quizá debía aplazar el proyecto hasta la siguiente semana. No habría pasado nada por eso, pero no tenía ganas de aguantar los nervios que la espera le habría provocado.
Llegó a su meta antes de lo que pensaba, y se detuvo en la zona de sombra mientras contemplaba el gran ventanal al otro lado de la calle. El sol producía brillantes destellos en el cristal, al tiempo que el denso tráfico obstaculizaba en parte la vista, pero pudo de todos modos observar que las cortinas estaban echadas.
Caminó lentamente de un lado hacia otro de la acera, fingiendo contemplar los escaparates, y a pesar del gran reloj que se veía a la entrada de una relojería al fondo de la calle, no paraba de mirar el suyo, al tiempo que mantenía un ojo puesto en la puerta de enfrente.
A las tres menos cinco se dirigió al paso de peatones en la intersección y, cuatro minutos más tarde, se apostó a la entrada de la sucursal bancaria.
Tras levantar la solapa de la bandolera, abrió la puerta y entró.
Con la mirada, efectuó un barrido por todo el local, que albergaba una sucursal de uno de los bancos más importantes del país. Era una estancia larga y estrecha, cuyo ancho estaba ocupado por la puerta y la única ventana que existía. A la derecha, desde la ventana hasta la pared del fondo, se extendía un mostrador, y fijados a la pared izquierda había cuatro escritorios, tras los cuales se observaba una mesita baja redonda con dos sillas tapizadas a cuadros rojos. Al fondo había una escalera muy empinada que, haciendo una curva, desaparecía hacia lo que debían de ser la cámara acorazada y las cajas de seguridad del banco.
No había nada más que otro cliente delante de ella: un hombre que, junto al mostrador, estaba metiendo billetes y otros papeles en su maletín.
Detrás del mostrador estaban sentadas dos empleadas y un poco más allá un hombre hojeaba un fichero.
Acercándose a uno de los escritorios, rebuscó en el bolsillo externo del bolso para sacar un bolígrafo mientras con el rabillo del ojo contempló cómo el cliente del maletín salía por la puerta de la calle. Cogió un formulario y comenzó a dibujar garabatos en él. Al poco tiempo vio cómo el empleado se acercaba a la puerta exterior para echar el cierre, y cómo, una vez hecho esto, se agachaba a soltar el tope que mantenía abierta la puerta interior. Cuando esta se cerró, el empleado, con un pequeño suspiro, volvió a su puesto detrás del mostrador.
Ella sacó su pañuelo del bolso y, sosteniéndolo en la mano izquierda, fingió sonarse la nariz mientras se dirigía al mostrador con el formulario en la mano derecha.
Al llegar a la caja, tras meter el formulario en la bandolera, sacó una bolsa de nailon y la puso sobre el mostrador. A continuación cogió la pistola y, señalando con ella a la cajera, le dijo, con el pañuelo ante la boca:
—Esto es un atraco. La pistola está cargada y dispararé si os ponéis tontos. Meted todo el dinero que tengáis en esta bolsa.
La mujer que se hallaba tras el mostrador la miró, y lentamente cogió la bolsa de nailon y la puso ante ella. La otra mujer, que estaba peinándose, se detuvo en medio de un movimiento y bajó las manos despacio. Abrió la boca como para decir algo, pero no emitió un solo sonido. El hombre, que seguía en pie tras el mostrador, hizo un movimiento brusco, de manera que ella, apuntando el arma hacia él, gritó:
—Quieto ahí. Y pon las manos donde yo pueda verlas.
Mientras agitaba impaciente el cañón de la pistola contra la mujer que, tras el mostrador, se había quedado a todas luces paralizada, continuó:
—Date prisa con el dinero. ¡Todo lo que haya!
La cajera comenzó a meter fajos de billetes en la bolsa y, cuando terminó, la puso de nuevo sobre el mostrador. El hombre dijo de repente:
—Esto no le va a salir bien. La policía...
—¡Silencio! —gritó.
Después arrojó el pañuelo en el bolso abierto y agarró la bolsa de nailon, ahora gratamente pesada. Apuntando con la pistola a los tres empleados, uno detrás de otro, fue poco a poco retrocediendo hacia la puerta.
De repente, desde la escalera del fondo, vino alguien corriendo: un tipo rubio y alto con pantalones blancos, bien planchados, y un blazer azul con botones brillantes y una gran insignia dorada bordada en el bolsillo del pecho.
Un intenso fragor recorrió la estancia y retumbó entre sus muros; mientras dirigía el brazo hacia el techo, vio al hombre de la insignia dorada catapultarse hacia atrás, con sus zapatos recién estrenados, blancos y de gruesas suelas rojas de goma acanalada. Solo cuando su cabeza golpeó el suelo de piedra con un espantoso ruido sordo, se dio cuenta de que ella le había disparado.
Arrojó la pistola al bolso y, tras lanzar una mirada furiosa a las tres personas aterrorizadas de detrás del mostrador, se precipitó hacia la puerta. Mientras manejaba con torpeza el cierre y antes de salir, le dio tiempo a pensar: «Calma, tengo que ir con mucha calma», pero una vez se halló en la acera, empezó a corretear hasta el cruce.
Sin ver a la gente a su alrededor, solo notó que se tropezó con varias personas, mientras la detonación del disparo todavía tronaba en sus oídos.
Al torcer la esquina, comenzó a correr con la bolsa en la mano y la pesada bandolera rebotando contra su cadera. Abrió de un tirón el portal de la casa donde había vivido de niña, atravesó a toda velocidad el patio que conocía tan bien y aminoró la marcha para cruzar el porche de una casa interior y salir a otro patio trasero. Una vez allí, bajó la empinada escalera que conducía a un sótano y se sentó en el escalón inferior.
Trató de apretujar la bolsa de nailon en la bandolera, tapando la pistola, pero no cabía. Se quitó el sombrero, las gafas y la peluca rubia y lo metió todo en el bolso. Tenía el pelo corto y moreno. Se levantó, se desabrochó la camisa, y tras quitársela la introdujo también en el bolso. Bajo la camisa llevaba una camiseta de algodón negro de manga corta. Se colgó la bandolera al hombro izquierdo, cogió la bolsa de nailon y volvió a subir al patio. Tras cruzar varios portales más y otros cuantos patios, y trepar un par de muros, se encontró por fin en una calle de la otra punta de la manzana.
Entró en una tienda de ultramarinos, compró dos litros de leche que metió en una bolsa de la compra, y encima de los cartones colocó la bolsa negra de nailon.
Luego bajó a Slussen y cogió el metro hacia casa.