Читать книгу El policía que ríe - Maj Sjowall - Страница 10
7
ОглавлениеLa lluvia continuó durante toda la noche y, aunque, según el calendario, el sol salía a las ocho y veinte, hasta casi las nueve de la mañana no consiguió la luz atravesar la capa de nubes y arrojar un poco de claridad vacilante, nebulosa.
El autobús rojo seguía todavía atravesado en mitad de la acera de Norra Stationsgatan, igual que nueve horas antes.
Pero esta era la única circunstancia que no había cambiado. Dentro de la zona acordonada trabajaban ahora unos cincuenta hombres y fuera de ella seguían congregándose más y más curiosos. Muchos llevaban allí desde medianoche, sin ver otra cosa que policías, personal de ambulancia y vehículos ululantes de todas las formas imaginables. Había sido una noche llena de aullidos de sirenas, con un continuo flujo de coches que recorrían las calles mojadas de lluvia al parecer sin orden ni concierto alguno.
Nadie sabía nada cierto, pero había una palabra que pasaba entre susurros de unos a otros y que no tardó en extenderse en círculos concéntricos, primero entre las filas de mirones y los edificios aledaños, luego a toda la ciudad y que finalmente adquirió unos contornos cada vez más precisos, proyectándose sobre el país entero. A esas alturas, el rumor ya había llegado mucho más allá de las fronteras.
Matanza.
Matanza en Estocolmo.
Matanza en un autobús de Estocolmo.
Eso era, por lo menos, lo que todos creían saber.
La verdad es que en la Jefatura de Kungsholmsgatan no sabían mucho más. Ni siquiera se sabía exactamente quién dirigía la investigación. La confusión parecía total. Los teléfonos sonaban sin cesar, la gente iba y venía a toda prisa, el suelo aparecía cubierto de suciedad y los hombres que lo ensuciaban estaban excitados y empapados de sudor y lluvia.
—¿Quién se encarga de la lista de nombres? —preguntó Martin Beck.
—Creo que Rönn —respondió Kollberg sin volverse.
Estaba ocupado pegando con celo un croquis en la pared. El plano tenía tres metros de largo y más de medio metro de ancho y no resultaba fácil manejarlo.
—¿Es que nadie puede echar una mano? —bufó Kollberg.
—Claro que sí —replicó tranquilamente Melander y se levantó dejando a un lado su pipa.
Fredrik Melander era un hombre alto y enjuto, de apariencia seria y hábitos metódicos. Tenía cuarenta y ocho años, y era subinspector primero en la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo. Anteriormente, Kollberg y él habían trabajado juntos muchos años. Kollberg no recordaba cuántos, pero sí Melander, que se había hecho célebre porque nunca olvidaba nada.
Dos teléfonos sonaron.
—Aquí comisario Beck. ¿Quién? No, no está aquí. ¿Quiere que le llame luego? ¿No?
Colgó y agarró el segundo auricular. Un hombre casi enteramente cano en la cincuentena entreabrió educadamente la puerta y permaneció indeciso en el umbral.
—Sí, Ek, ¿qué quieres? —preguntó Martin Beck con el auricular ya en la mano.
—En lo referente al autobús... —dijo el hombre del pelo cano.
—¿Que cuándo voy a volver a casa? ¡No tengo ni la menor idea! —dijo Martin Beck al aparato.
—Maldita sea —blasfemó Kollberg cuando la cinta adhesiva se enredó entre sus gordos dedos.
—Tómatelo con calma —sugirió Melander.
Martin Beck se volvió otra vez al hombre del umbral:
—Sí. ¿Qué pasa con el autobús?
Ek cerró la puerta tras de sí y echó un vistazo rápido a su nota.
—Fabricado por Leyland en Inglaterra. El modelo se llama Atlantean, aquí se denomina H 35. Número de asientos: setenta y cinco. Lo raro es que...
La puerta se abrió de un golpe. Gunvald Larsson contempló el desorden de su despacho con gesto de desconcierto. Venía con su chubasquero claro empapado de lluvia, al igual que los pantalones y el pelo rubio. Sus zapatos estaban llenos de barro.
—Joder, cómo está esto —dijo con desagrado.
—¿Qué es lo que había de raro respecto del autobús? —preguntó Melander.
—Bueno, pues, que ese tipo de vehículos no se emplean en la línea 47.
—¿No?
—Normalmente, no, quiero decir. En principio, el trayecto lo cubren autobuses de fabricación alemana, de la marca Büssing, también de dos pisos. Fue una casualidad.
—Una pista magnífica —comentó Gunvald Larsson—. El loco que ha hecho esto solo mata a gente en autobuses ingleses. ¿Es esto lo que sugieres?
Ek lo miró resignadamente. Gunvald Larsson se sacudió y siguió:
—Por cierto, esa panda de mandriles que está alborotando en el vestíbulo, ¿quiénes son?
—Los periodistas —replicó Ek—. Alguien debería hablar con ellos.
—Yo no —se apresuró a decir Kollberg.
—¿No va a emitir un comunicado Hammar, o el director general de la policía, o el ministro de Justicia o algún otro capitoste? —preguntó Gunvald Larsson.
—No creo que esté redactado aún —repuso Martin Beck—. Ek tiene razón. Alguien debería hablar con ellos.
—Yo, no —repitió Kollberg.
Y luego se dio la vuelta con un gesto casi de triunfo, como si se le hubiera ocurrido una idea liberadora:
—Gunvald —dijo—. Tú fuiste el primero en llegar. Podrías dar una rueda de prensa.
Gunvald Larsson clavó la mirada en el interior de la habitación y se retiró de la frente un mechón de pelo mojado con el dorso de su enorme diestra velluda. Martin Beck no dijo nada, ni siquiera se tomó la molestia de mirar en dirección a la puerta.
—De acuerdo —dijo Gunvald Larsson—. Encargaos de que los metan en algún sitio. Yo hablaré con ellos. Pero hay una cosa que tengo que saber antes...
—¿Qué? —le preguntó Martin Beck.
—¿Ha hablado alguien con la madre de Stenström?
Un silencio sepulcral se apoderó del despacho, como si la pregunta hubiera hecho enmudecer a todos los presentes, incluido el propio Gunvald Larsson, que desde el umbral los iba mirando sucesivamente.
Finalmente, Melander movió la cabeza y dijo:
—Sí. Está avisada.
—Bien —replicó Gunvald Larsson y dio un portazo.
—Bien —dijo para sí Martin Beck, tamborileando con sus dedos sobre la superficie del escritorio.
—Me pregunto si habrá sido buena idea —dijo Kollberg.
—¿Qué?
—Dejar que Gunvald... En la prensa nos iban a poner verdes de todos modos, aunque no les mandásemos a Gunvald. ¿No te parece?
Martin Beck lo miró sin responder. Kollberg se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—. Da igual.
Melander regresó a la mesa, tomó su pipa y la encendió.
—Es verdad —asintió—. No tiene la menor importancia.
Él y Kollberg tenían ya colgado el croquis, que contenía un perfil quebrado de la planta baja del autobús. En él aparecían bosquejadas toda una serie de figuras, numeradas de uno a nueve.
—¿Qué está haciendo Rönn con la lista? —murmuró Martin Beck.
—Volviendo al autobús... —dijo Ek porfiadamente.
Y los teléfonos sonaban.