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Tardaron un rato en advertir que Rönn había llegado con la lista. Martin Beck, Kollberg, Melander y Gunvald Larsson estaban inclinados sobre una de las mesas, repleta de fotografías del escenario del crimen, cuando Rönn apareció a su lado y dijo:

—Bueno. Ya está, la lista.

Había nacido y crecido en Arjeplog. Llevaba ya más de veinte años viviendo en Estocolmo, pero aún conservaba su dialecto del norte.

Dejó el papel en una esquina de la mesa, se acercó una silla y tomó asiento.

—Vaya susto —exclamó Kollberg.

Llevaban tanto tiempo en silencio que al oír la voz de Rönn se estremeció.

—Bueno, vamos a ver —dijo Gunvald Larsson impaciente, extendiendo la mano hacia la lista.

La miró durante un rato. Luego se la pasó de nuevo a Rönn.

—¡Vaya galimatías! ¿De verdad puedes leer tu propia letra? ¿No has mandado hacer copias?

—Sí —repuso Rönn—. Lo he hecho. Dentro de un rato tendréis copias.

—Vale —dijo Kollberg—. Te escuchamos.

Rönn se puso las gafas y se aclaró la voz. Repasó sus anotaciones.

—De los ocho muertos, cuatro vivían cerca del final de trayecto —comenzó—. También el superviviente vive allí.

—Ve por orden, si puede ser —le rogó Martin Beck.

—Vale. El primero es el conductor. Recibió dos disparos en el cuello y otro en la parte posterior del cráneo. Debió de morir inmediatamente.

A Martin Beck no le hizo falta mirar la fotografía que Rönn extrajo del montón de la mesa. Demasiado bien recordaba la imagen del hombre sentado al volante.

—El conductor se llamaba Gustav Bengtsson, cuarenta y ocho años, casado, dos hijos, con domicilio en Inedalsgatan, 5. La familia está informada. Era su último trayecto del día y, tras dejar a los pasajeros en la parada final, tendría que haber conducido el autobús a las cocheras de Hornsberg, en Lindhagensgatan. La caja estaba intacta y en su cartera llevaba ciento veinte coronas.

Miró a los demás por encima de las gafas.

—De momento, es todo lo que se sabe de él.

—Continúa —dijo Melander.

—Voy a ir nombrándolos según el orden del plano. El siguiente es Åke Stenström. Recibió cinco tiros en la espalda y otro más en el hombro derecho, que penetró de lado y puede haber sido de rebote. Tenía veintinueve años y vivía...

Gunvald Larsson lo interrumpió.

—Todo eso puedes saltártelo. Sabemos dónde vivía.

—Yo no lo sabía —dijo Rönn.

—Continúa —intervino Melander.

Rönn se aclaró la voz.

—Vivía en Tjärhovsgatan, con su novia...

Gunvald Larsson volvió a interrumpirle.

—No estaban prometidos. Le pregunté hace poco.

Martin Beck dirigió a Gunvald Larsson una mirada irritada e hizo señas a Rönn para que siguiera.

—Con Åsa Torell, veinticuatro años, empleada en una agencia de viajes.

Miró de soslayo a Gunvald Larsson y dijo:

—En pecado. No sé si ha sido informada.

Melander se sacó la pipa de la boca y dijo:

—Ha sido informada.

Ninguno de los cinco hombres sentados en torno a la mesa quiso mirar las fotografías del cuerpo destrozado de Stenström. Ya lo habían hecho antes y preferían no volver a verlas. En la mano derecha empuñaba su arma reglamentaria. El seguro estaba retirado pero Stenström no había efectuado disparo alguno. En los bolsillos llevaba su cartera, con treinta y siete coronas, su carné de identificación, una foto de Åsa Torell, una carta de su madre y algunos recibos. Además del carné de conducir, una libreta, bolígrafos y un llavero.

—Cuando terminen los del laboratorio, nos enviarán todo eso. ¿Puedo seguir?

—Sí, por favor —dijo Kollberg.

—La chica que ocupaba el asiento contiguo al de Stenström se llamaba Britt Danielsson. Tenía veintiocho años, estaba soltera y trabajaba en el hospital de Sabbatsberg. Era enfermera diplomada.

—Me pregunto si iban juntos —intervino Gunvald Larsson—. Quizá tuviera un lío.

Rönn le dirigió una mirada de desaprobación.

—Ya lo averiguaremos —dijo Kollberg.

—Compartía piso en Karlbergsvägen, 87, con otra enfermera de Sabbatsberg. Según su compañera de piso, Monika Granholm, Britt Danielsson regresaba directamente del hospital. Recibió un disparo. En la sien. Es la única persona del autobús que solo recibió un disparo. En su bolso llevaba treinta y ocho objetos distintos. ¿Los voy enumerando?

—No, joder —replicó Gunvald Larsson.

—El número cuatro, en la lista y en el dibujo, es Alfons Schwerin, el superviviente. Yacía de espaldas en el suelo entre los dos bancos transversales del fondo. Los daños que ha sufrido ya los sabéis. Un disparo en el vientre y una bala en la región del corazón. De él sabemos que vive solo. Domicilio: Norra Sationsgatan, 117. Tiene cuarenta y tres años y trabaja para la concejalía de urbanismo. Por cierto, ¿cómo está?

—Sigue en coma —dijo Martin Beck—. Los médicos dicen que hay alguna posibilidad de que sobreviva, pero no saben si en tal caso podrá volver a hablar o recordar algo.

—¿Es que un tiro en la barriga quita el habla? —preguntó Gunvald Larsson.

—Es por la conmoción —respondió Martin Beck.

Echó atrás la silla y se estiró. Luego encendió un cigarrillo y se colocó junto al plano.

—Bueno, ¿y qué hay del de la esquina, el número ocho?

Señaló el fondo derecho del autobús. Rönn consultó sus apuntes:

—Recibió ocho balazos. En el pecho y en el estómago. Era árabe y se llamaba Mohammed Boussie, ciudadano argelino, treinta y seis años, sin familia en Suecia. Vivía en una especie de pensión en Norra Stationsgatan. Al parecer, volvía a casa desde su lugar de trabajo en Zig-Zag, el asador de Vasagatan. De momento no se sabe nada más de él.

—Arabia —dijo Gunvald Larsson—. ¿No es ahí donde se pasan todo el puto día a tiros?

—Tus conocimientos de política son abrumadores —repuso Kollberg—. Deberías pedir el traslado a la policía de seguridad.

—Se dice Departamento de Seguridad de la Dirección General de Policía.

Rönn se levantó, extrajo del montón varias fotografías y las extendió sobre la mesa:

—A este individuo no hemos podido identificarlo. Es el número seis.

Estaba sentado en el asiento del pasillo inmediatamente detrás de las puertas centrales del autobús y recibió seis impactos. En sus bolsillos llevaba una caja de cerillas, un paquete de cigarrillos Bill, un ticket de autobús y mil ochocientas veintitrés coronas en billetes sueltos. Eso es todo.

—Mucho dinero —dijo Melander meditabundo.

Inclinados sobre la mesa, se pusieron a estudiar las fotografías del desconocido. Se había deslizado a lo largo del asiento y estaba medio caído sobre el respaldo, con los brazos colgando y la pierna izquierda extendida por el corredor intermedio. La parte delantera de su abrigo aparecía empapada de sangre. No tenía rostro.

—¡Hay que joderse! —exclamó Gunvald Larsson—. Tenía que ser precisamente este. No lo reconocería ni su madre.

Martin Beck se había puesto nuevamente a estudiar el croquis desplegado en la pared. Se llevó la mano izquierda a la cara y dijo:

—Me pregunto si no habrán sido dos, de todas maneras.

Los otros lo miraron.

—¿Dos qué? —dijo Gunvald Larsson.

—Los que dispararon. Fijaos en que todos están tranquilamente sentados en sus asientos. Todos menos el que todavía sigue con vida, que bien puede haber caído del banco después.

—Dos locos —comentó Gunvald Larsson incrédulo—. ¿A la vez?

Kollberg se levantó y se colocó al lado de Martin Beck.

—Quieres decir que si hubiera sido uno solo alguien habría tenido tiempo de reaccionar. Sí, puede ser. Pero la verdad es que los ha acribillado. Todo debió de suceder muy deprisa, y si se tiene en cuenta que les cogió desprevenidos...

—¿Continuamos con la lista? De eso nos enteraremos en cuanto sepamos si se trata de una o de varias armas.

—Sí, claro —dijo Martin Beck—. Sigue, Einar.

—El número siete es Johan Källström, jefe de taller. Viajaba sentado junto al individuo que todavía sigue sin identificar. Tenía cincuenta y dos años, estaba casado y vivía en Karlbergsvägen, 89. Según su mujer, regresaba de su taller en Sibyllegatan, donde había estado haciendo horas extra. Así que respecto a él tampoco hay nada que llame la atención.

—No, si acaso, que le llenaron el estómago de plomo mientras volvía del trabajo a casa —intervino Gunvald Larsson.

—Junto a la ventana inmediatamente anterior a las puertas intermedias tenemos a Gösta Assarsson, número 8. Cuarenta y dos años. Un disparo le voló media cabeza. Vivía en Tegnérgatan, 40, donde tenía también su despacho y su empresa, un negocio de importación y exportación que dirigía junto con su hermano. Su mujer no sabía por qué razón viajaba en el autobús. Según ella, debería haber estado en una asamblea, en Narvavägen.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Gunvald Larsson—. Corriendo aventuras fuera de casa.

—Sí, hay indicios que apuntan en esa dirección. En su cartera llevaba una botella de whisky de la marca Johnny Walker, Black Label.

—Anda —dijo Kollberg, que era un sibarita.

—Iba bien provisto de condones —siguió Rönn—. En el bolsillo interior llevaba siete. Además de su libreta de cheques y ochocientas coronas en metálico.

—¿Y por qué precisamente siete? —preguntó Gunvald Larsson.

La puerta se abrió y Ek asomó la cabeza.

—Hammar dice que os paséis todos por su despacho dentro de un cuarto de hora. Toca puesta en común. Hasta las once menos cuarto, entonces.

Y volvió a desaparecer.

—Vale, sigamos —dijo Martin Beck.

—¿Dónde estábamos?

—El tío de los siete condones —dijo Gunvald Larsson.

—¿Hay algo más que decir sobre él? —preguntó Martin Beck.

Rönn echó una ojeada a su papel lleno de garabatos.

—Creo que no.

—Pues entonces continúa —dijo Martin Beck tomando asiento junto a la mesa de Gunvald Larsson.

—Dos hileras de asientos delante de Assarsson viajaba el número nueve, la señora Hildur Johansson, sesenta y ocho años, viuda, residente en Norra Stationsgatan, 119. Una bala le dio en el hombro y otra le atravesó el cuello. Tiene una hija casada que vive en Västmannagatan y regresaba desde allí a casa tras haber estado cuidando a los niños.

Rönn plegó el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

—Eso es todo —dijo.

Gunvald Larsson suspiró y dispuso las fotografías en nueve montoncitos bien ordenados. Melander dejó a un lado la pipa, murmuró algo y se marchó al servicio. Kollberg, meciendo su silla, dijo:

—Bueno, ¿y qué sacamos en claro de todo esto? Que una tarde cualquiera, en un autobús cualquiera, nueve personas de lo más corriente son abatidas con una metralleta sin motivo aparente. Dejando aparte al individuo que todavía sigue sin identificar, no logro ver nada raro en ninguna de estas personas.

—Bueno, en una sí —dijo Martin Beck—. Stenström. ¿Qué estaba haciendo en ese autobús?

Nadie respondió. Una hora más tarde, era Hammar quien le planteaba esa misma pregunta a Martin Beck.

Hammar había reunido al grupo especial de investigación que, a partir de este momento, se ocuparía exclusivamente de la matanza en el autobús. El grupo estaba formado por diecisiete hombres de la policía criminal con amplia experiencia, con el propio Hammar al frente. Martin Beck y Kollberg también se incorporaban a la dirección de la investigación.

Habían recapitulado los hechos de los que tenían constancia, intentando analizar la situación y repartiendo las diferentes tareas. Una vez concluida la reunión, cuando ya todos habían abandonado la sala a excepción de Martin Beck y Kollberg, Hammar preguntó:

—¿Qué hacía Stenström en ese autobús?

—No lo sé —respondió Martin Beck.

—Parece que nadie sabe en qué andaba metido últimamente. ¿Alguno de vosotros tiene alguna idea al respecto?

Kollberg hizo un gesto de resignación con los brazos y se encogió de hombros.

—No —respondió—. Quiero decir, aparte del trabajo rutinario. Posiblemente nada.

—Últimamente hemos estado más bien escasos de trabajo —comentó Martin Beck—. Así que ha tenido mucho tiempo libre. Bien merecido, por cierto, pues antes había hecho un montón de horas extra.

Hammar tamborileó con los dedos contra el canto de la mesa y se puso a pensar un rato. Luego dijo:

—¿Quién se encargó de decírselo a su novia?

—Melander —respondió Kollberg.

—Creo que tendréis que hablar más detenidamente con ella tan pronto como sea posible —dijo Hammar—. Ella debe de saber qué se traía entre manos.

Hizo una pausa y luego añadió:

—A no ser que...

Se interrumpió.

—¿Qué? —preguntó Martin Beck.

—A no ser que tuviera algo con la enfermera del autobús, quieres decir —terminó Kollberg.

Hammar no dijo nada.

—O estuviera de camino a algún otro asunto parecido —dijo Kollberg.

Hammar asintió:

—Enteraos de eso.

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