Читать книгу El policía que ríe - Maj Sjowall - Страница 13

10

Оглавление

Delante de la Jefatura de Kungsholmsgatan había dos individuos que, sin duda alguna, hubieran preferido encontrarse en cualquier otro sitio. Iban vestidos con gorra de uniforme y cazadora de cuero con botones dorados, llevaban un cinturón cruzado en diagonal sobre el pecho y pistola y cachiporra atadas a la cintura. Se llamaban Kristiansson y Kvant.

Una mujer mayor bien vestida se acercó a ellos y dijo:

—Disculpen, ¿cómo puedo ir a Hjärnegatan?

—No lo sé —dijo Kvant—. Pregunte usted a algún policía. Mire, ahí hay uno.

La señora lo contempló perpleja.

—Es que no conocemos mucho esta zona —dijo Kristiansson a modo de explicación.

Mientras ascendían por la escalinata, la mujer aún seguía mirándolos.

—¿Para qué nos querrán? —preguntó Kristiansson inquieto.

—¡Hombre, pues para tomarnos declaración! ¡Fuimos nosotros los que lo descubrimos!

—Sí —respondió Kristiansson—. Eso ya lo sé, pero...

—Déjate de peros, Kalle, y haz el favor de entrar en el ascensor.

Dos plantas más arriba se encontraron con Kollberg, que los saludó con gesto sombrío y distante. Luego abrió una puerta y dijo:

—Gunvald, ya están aquí los dos colegas de Solna.

—Diles que esperen —se oyó una voz desde dentro.

—Esperad —dijo Kollberg, y se fue.

Cuando llevaban veinte minutos esperando, Kvant se sacudió y dijo:

—¡A la mierda todo esto! ¡Ahora deberíamos estar de permiso! Siv tiene hoy médico y yo le había prometido encargarme de los niños.

—Sí, ya lo has dicho antes —respondió Kristiansson aburrido.

—Dice que nota algo raro en el co...

—Sí, también lo has dicho —le cortó Kristiansson.

—Y ahora va a volver a ponerse como una fiera —dijo Kvant—. Ya no la entiendo. Y, además, cada día que pasa está más fea. ¿También Kerstin está echando culo?

Kristiansson no respondió.

Kerstin era su mujer y no le agradaba hablar de ella. Kvant no lograba entenderle en ese punto.

Cinco minutos más tarde, Gunvald Larsson abrió la puerta y dijo lacónicamente:

—Pasad.

Entraron y tomaron asiento. Gunvald Larsson los examinó críticamente.

—Haced el favor de sentaros.

—Ya lo hemos hecho —replicó Kristiansson de manera borreguil.

Kvant lo mandó callar con un gesto de impaciencia. Comenzó a sospechar que iba a haber problemas. Gunvald Larsson permaneció callado durante un rato. Finalmente, ocupó su lugar al otro lado del escritorio, suspiró profundamente y dijo:

—¿Cuánto tiempo lleváis en la policía?

—Ocho años —dijo Kvant.

Gunvald Larsson cogió un papel de encima de la mesa y se puso a estudiarlo.

—¿Sabéis leer? —preguntó.

—Por supuesto —respondió Kristiansson antes de que Kvant tuviera tiempo de detenerlo.

—Pues entonces, lee —dijo Gunvald Larsson extendiendo el documento hacia el otro lado de la mesa.

—¿Entendéis lo que pone ahí o tengo que explicároslo?

Kristiansson negó con la cabeza.

—Pues con mucho gusto os lo explico. Se trata de un informe preliminar de la investigación realizada en el lugar del crimen. Dice que dos personas que calzaban un cuarenta y seis han dejado aproximadamente cien huellas de su paso por el jodido autobús, tanto en el piso superior como en el inferior. ¿Tenéis alguna idea de quiénes pueden ser estas dos personas?

Ninguno de los dos respondió.

—Para dejarlo todo aún más claro, puedo añadir que hace un rato estuve hablando con un experto del laboratorio y me dijo que parecía como si en el lugar del crimen hubiera acampado una manada de hipopótamos. Dicho experto no logra comprender cómo es posible que un grupo de seres humanos, por lo demás integrado por dos únicos individuos, sea capaz de destruir la práctica totalidad de las huellas de una manera tan completa y en tan breve espacio de tiempo.

Kvant, que comenzaba a perder la paciencia, clavó una mirada rígida e irritada en el hombre sentado al otro lado del escritorio.

—Ocurre, en todo caso, que hipopótamos y demás bestias no suelen ir armados —dijo Gunvald Larsson con suavidad—. Pero hete aquí que, pese a todo, alguien disparó con un Walther de 7,65 milímetros en el interior del autobús, más exactamente hacia arriba por la escalera delantera. La bala rebotó contra el techo y ha aparecido alojada en el acolchado de uno de los asientos del piso de arriba. ¿Tenéis alguna idea de quién podría haber efectuado ese disparo?

—Nosotros —respondió Kristiansson—. Quiero decir, yo.

—¿Ah, sí? ¡No me digas! ¿Y contra qué disparabas?

Kristiansson se rascó el cuello con gesto compungido.

—Contra nada —repuso.

—Era un disparo de aviso —intervino Kvant.

—¿Dirigido a quién?

—Pensamos que tal vez el asesino estuviera todavía en el autobús, escondido en el otro piso —dijo Kristiansson.

—¿Y era así?

—No —contestó Kvant.

—¿Cómo podéis saberlo? ¿Qué hicisteis después de aquel chupinazo?

—Subimos a ver —dijo Kristiansson.

—Y allí no había nadie —añadió Kvant.

Gunvald Larsson clavó la mirada en ellos durante medio minuto. Luego golpeó la mesa con la palma de la mano derecha y gritó:

—¡Así que subisteis los dos! ¡Cómo coño se puede ser tan gilipollas!

—Cada cual subió desde su posición —replicó Kvant en tono defensivo—. Yo subí por detrás y Kalle tomó la escalera de delante.

—Así que, de haber habido alguien arriba, no hubiera podido escapar —precisó Kristiansson.

—¡Pero es que arriba no había nadie, joder! ¡Y lo único que habéis conseguido ha sido echar a perder hasta la última huella que había en el puto autobús! ¡Y eso, por no hablar del exterior! ¿Y por qué estuvisteis dando vueltas entre los cadáveres? ¿Para llenar todavía más de sangre aquello?

—Para ver si alguno seguía todavía vivo —explicó Kristiansson.

Empalideció y tragó saliva.

—No te pongas a vomitar, Kalle —le reprendió Kvant.

La puerta se abrió y entró Martin Beck. Kristiansson se levantó inmediatamente. Pasado un momento, Kvant siguió su ejemplo.

Martin Beck los saludó a ambos con un movimiento de cabeza y luego miró inquisitivo a Gunvald Larsson.

—¿Eras tú el que daba voces? Tampoco sirve de mucho ponerse a gritar a los chicos.

—¡Cómo que no! Tiene un sentido.

—¿Un sentido?

—Exacto. Estos dos idiotas...

Se interrumpió y trató de elegir mejor su vocabulario.

—Estos dos colegas son los únicos testigos que tenemos. Ahora, escuchadme los dos. ¿A qué hora llegasteis al lugar de los hechos?

—A las once y trece —respondió Kvant—. Exactamente. Miré la hora en mi cronógrafo.

—Y yo estaba sentado exactamente en el mismo lugar en que me encuentro ahora —dijo Gunvald Larsson—. Recibí el aviso a las once y dieciocho. Si manejamos unos márgenes amplios y suponemos que os llevó medio minuto manejar la radio, y que luego la central tardó quince segundos en contactar conmigo, ¡quedan todavía cuatro minutos largos! ¿Qué hicisteis durante todo ese tiempo?

—Bueno, pues... —empezó Kvant.

—Corretear de acá para allá como ratas envenenadas, pisoteando sangre y restos de masa encefálica, removiendo los cuerpos y no sé qué más. ¡Durante cuatro minutos!

—La verdad es que no veo qué sentido tiene esto... —empezó a decir Martin Beck pero Gunvald Larsson le interrumpió inmediatamente.

—Sí, espera un poco. Pasemos por alto que estos mendas emplearon cuatro minutos en dejar arrasado el lugar del crimen. En cualquier caso, llegaron allí a las once y trece. Y no se acercaron allí por propia iniciativa, sino que fueron alertados por el hombre que primero descubrió el autobús. ¿No es así?

—Sí —replicó Kvant.

—El tío del perro —añadió Kristiansson.

—Exacto. Los llamó una persona cuyo nombre ni siquiera se preocuparon de averiguar y que nosotros tal vez no hubiéramos podido identificar, de no haber tenido él la amabilidad de presentarse aquí hoy. ¿Cuándo visteis por primera vez al hombre del perro?

—Bueno, pues... —dijo Kvant.

—Aproximadamente dos minutos antes de llegar al autobús —contestó Kristiansson con la mirada puesta en sus botas.

—¡Exacto! Porque estos tipos, según la declaración del hombre, dejaron escapar como mínimo un minuto sentaditos en el coche, echándole la bronca a él. Sobre perros y demás. ¿Me equivoco?

—No —murmuró Kristiansson.

—O sea, cuando recibisteis el aviso pasaban aproximadamente diez u once minutos de las once. ¿A qué distancia del autobús se encontraba el hombre cuando os llamó?

—A unos trescientos metros —contestó Kvant.

—Correcto. Correcto —dijo Gunvald Larsson—. Y considerando que el hombre tiene setenta años y que además tiraba de un chucho enfermo...

—¿Enfermo? —preguntó Kvant sorprendido.

—Sí, eso es —continuó Gunvald Larsson—. El jodido perro salchicha tiene una hernia discal y casi no puede mover las patas traseras.

—Por fin creo que empiezo a entender lo que quieres decir —intervino Martin Beck.

—¿Sí? Hoy he hecho que el viejo corriera todo el tramo, para probar. Con el perro y toda la hostia. Lo hizo tres veces, pero luego el perro ya no podía más.

—Eso es maltrato a los animales —protestó Kvant indignado.

Martin Beck le dirigió una mirada de asombro e interés.

—Y en ningún caso ha sido posible conseguir que la comitiva bajase de los tres minutos. Esto quiere decir que el hombre tuvo que ver el autobús, ya parado, como muy tarde, a las once y siete minutos. Y sabemos con toda certeza que la masacre tuvo lugar entre tres y cuatro minutos antes.

—¿Y cómo sabemos eso? —preguntaron a la vez Kristiansson y Kvant.

—No es asunto vuestro —replicó Gunvald Larsson.

—Por el reloj del subinspector primero Stenström —aclaró Martin Beck—. Una de las balas le atravesó el pecho y fue a alojarse en su muñeca derecha. Arrancó la rueda de su reloj de pulsera, un Omega Speedmaster, y esto, según los expertos, hizo que el reloj se detuviera en el acto. Quedó parado a las 23 horas 3 minutos y 37 segundos.

Gunvald Larsson le dirigió una mirada de desaprobación.

—Quienes conocíamos al subinspector primero Stenström sabemos que era muy puntilloso en lo referente a la hora —siguió Martin Beck apenado—. Era de esas personas a las que los relojeros suelen llamar «cazasegundos». En otras palabras, su reloj marcaba siempre la hora exacta. Continúa, Gunvald.

—El tío del perro caminaba por Norrbackagatan procedente de Karlbergsvägen. De hecho, el autobús le sobrepasó justo en la cabecera de la calle. Él tardó unos cinco minutos en recorrer Norrbackagatan. El autobús empleó aproximadamente cuarenta y cinco segundos en hacer el mismo trayecto. No se cruzó con nadie en el camino. Cuando llegó a la esquina, pudo ver el autobús detenido al otro lado de la calle.

—Ya, ¿y qué? —preguntó Kvant.

—Cállate la boca —le espetó Gunvald Larsson.

Kvant hizo un gesto brusco y a punto estuvo de decir algo, pero echó una mirada a Martin Beck y se contuvo.

—El hombre no vio que las ventanas estaban rotas, cosa que, dicho entre paréntesis, tampoco advirtieron estos dos fenómenos aquí presentes, cuando finalmente consiguieron arrastrar el culo hasta el lugar de los hechos. Por el contrario, sí notó que la puerta delantera estaba abierta. Pensó que se trataba de un accidente de tráfico y se apresuró a buscar ayuda. Calculó, muy sabiamente, que tardaría menos en llegar hasta la parada final de la línea que en volver a subir Norrbackagatan, así que tomó Norra Sationsgatan en dirección suroeste.

—¿Por qué? —preguntó Martin Beck.

—Porque pensaba que en la parada final de trayecto habría otro autobús. Pero no fue así, y en vez de ello tuvo la desgracia de encontrarse con un coche de policía.

Los ojos de color azul porcelana de Gunvald Larsson lanzaron una mirada devastadora sobre Kristiansson y Kvant.

—Un coche patrulla de Solna que venía arrastrándose desde su distrito, como una babosa que aparece cuando uno levanta una piedra. A ver, ¿cuánto tiempo os tirasteis sentados al volante y con el motor en punto muerto, parados junto al límite de la ciudad?

—Tres minutos —respondió Kvant.

—Más bien cuatro o cinco —corrigió Kristiansson.

Kvant le dirigió una mirada desafecta.

—¿Y visteis a alguien en aquella dirección?

—No —repuso Kristiansson—. Al primero que vimos fue al hombre del perro.

—Lo cual prueba, en todo caso, que el criminal no puede haber escapado en dirección suroeste, a lo largo de Norra Sationsgatan, ni hacia el sur, por Norrbackagatan. Y si aceptamos que tampoco huyó cruzando a través de los terrenos del ferrocarril, solo queda una posibilidad: que escapara por Norra Stationsgatan en dirección opuesta.

—¿Y cómo... sabemos que no tiró por los terrenos del ferrocarril? —preguntó Kristiansson.

—Porque se trata del único punto en que vosotros no lo pisoteasteis todo. ¡Se os olvidó cruzar la verja y poner perdido también aquello!

—De acuerdo, Gunvald, has llegado a donde querías —dijo Martin Beck—. Pero, como de costumbre, has tardado demasiado tiempo en venir al grano.

La respuesta de Martin Beck animó a Kristiansson y a Kvant a intercambiar una mirada de alivio y connivencia. Pero Gunvald Larsson añadió inmediatamente:

—Si en vuestras tristes cabezas hubiera quedado algún asomo de lucidez os habríais puesto al volante a perseguir al criminal, alcanzarle y detenerle.

—O nos hubiera matado también a nosotros —comentó Kristiansson con pesimismo.

—Cuando haya que ir a coger a ese tío, os juro que os llevaré a vosotros dos delante —puntualizó Gunvald Larsson encolerizado.

Kvant miró de refilón el reloj de pared y dijo:

—¿Nos podemos ir ya? Es que mi mujer...

—Sí —le espetó Gunvald Larsson—. Idos a la mierda.

Esquivando la mirada de reproche que le dirigía Martin Beck, exclamó:

—¿Por qué no usaron la cabeza?

—Algunas personas necesitan más tiempo que otras para razonar —repuso Martin Beck amigablemente—. Y esto no solo vale para los detectives.

El policía que ríe

Подняться наверх