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El primer mando policial que se personó en el lugar de los hechos en Norra Stationsgatan fue Gunvald Larsson.

Había estado sentado ante su escritorio de la Jefatura de Kungsholmen, hojeando un indigesto informe policial, con desgana manifiesta, y posiblemente por décima vez, preguntándose cuándo demonios se iría por fin a casa toda aquella gente.

«Toda aquella gente» incluía, entre otros, al director de la policía nacional y a un jefe local interino, así como a varios comisarios jefes y comisarios, que iban y venían por escaleras y pasillos, celebrando el feliz final de las manifestaciones. Gunvald Larsson se proponía desaparecer a escape, tan pronto como dichos señores tuviesen a bien poner fin a su jornada laboral y largarse a casa.

Sonó el teléfono. Refunfuñando, echó mano al aparato.

—Larsson al habla.

—Aquí unidad central. Un coche patrulla de Solna ha descubierto un autobús lleno de cadáveres en Norra Stationsgatan.

Gunvald Larsson echó una mirada al reloj eléctrico de pared, que marcaba exactamente las 23 horas y 18 minutos, y replicó:

—¿Y cómo es posible que una patrulla de Solna haya encontrado un autobús lleno de cadáveres... en Estocolmo?

Gunvald Larsson era subinspector primero de la brigada antiviolencia de la policía criminal de Estocolmo. Tenía un carácter envarado y no era, precisamente, una de las personas más apreciadas dentro del cuerpo. Pero no era de los que pierden el tiempo, y fue quien primero se presentó en el lugar de los hechos.

Paró el coche en seco, se subió el cuello del abrigo y salió al aguacero. Vio un autobús rojo de dos pisos, cruzado sobre la acera, que con su parte delantera había impactado contra una alta valla de alambre, atravesándola parcialmente. Vio también un Plymouth negro, con chapas de protección blancas, en cuyas puertas podía leerse, escrita en grandes letras blancas, la palabra POLICÍA. Tenía encendidos los faros de emergencia, y en el cono de luz emitida por el faro piloto aparecían dos policías uniformados, pistola en mano. Ambos mostraban una palidez anormal. Uno de ellos había vomitado, y secaba atribulado su chaqueta de cuero con un pañuelo empapado.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Gunvald Larsson.

—Eso... eso está lleno de muertos —dijo uno de los policías.

—Sí —asintió el otro—. Así es. Justo. Y de casquillos de bala.

—Una de las víctimas presenta signos de vida.

—Y hay un policía.

—¿Un policía? —preguntó sorprendido Gunvald Larsson.

—Sí, de la policía criminal.

—Lo hemos reconocido. Trabaja en Västberga, en la brigada de homicidios.

—No sabemos su nombre. Lleva puesto un abrigo azul. Y está muerto.

Los patrulleros hablaban inseguros y en voz baja, interrumpiéndose mutuamente.

Desde luego, no se podía decir que fueran de baja estatura, pero al lado de Gunvald Larsson no causaban lo que se dice mucha impresión. Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y nueve kilos. Tenía la anchura de hombros propia de un boxeador de peso pesado, y grandes manos velludas. Su pelo, peinado hacia atrás, estaba ya empapado de lluvia.

El aullido de muchas sirenas penetró el fragor de la lluvia. Parecían llegar desde todas partes. Gunvald Larsson prestó atención un momento, luego preguntó:

—¿Es esto Solna?

—Justo en el límite municipal —respondió Kvant con astucia.

Gunvald Larsson clavó una inexpresiva mirada celeste a Kristiansson y Kvant. Luego avanzó hacia el autobús a grandes zancadas.

—Ahí dentro... parece un matadero —dijo Kristiansson.

Gunvald Larsson no tocó el autobús. Asomó la cabeza por la puerta abierta y echó un vistazo.

—Sí —constató sin perder la calma—. La verdad es que sí.

El policía que ríe

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