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A pesar de la lluvia y de la hora tardía, tras el cordón policial instalado en Karlbergsvägen ya se habían concentrado unas cuantas personas, que miraron con curiosidad a Martin Beck cuando descendió del taxi. Al verle, un joven policía enfundado en un chubasquero negro realizó un gesto brusco, como para darle el alto, pero otro agente le tomó del brazo, impidiéndoselo, y se llevó la mano a la visera.

Un señor bajito en gabardina y gorra deportiva se cruzó en el camino de Martin Beck y dijo:

—Mis condolencias, señor comisario. Acabo de saber que uno de sus...

Una mirada de Martin Beck bastó para que el hombre se tragase el resto de la frase. Conocía perfectamente al individuo de la gorra deportiva y no lo soportaba. Se trataba de un periodista freelance, que se autodenominaba reportero criminal. Su especialidad eran los reportajes sobre asesinatos, llenos de detalles sensacionalistas, escabrosos y en su mayor parte falsos, que solo se publicaban en semanarios de la peor especie.

El hombre se retiró y Martin Beck pasó por encima del acordonamiento. Advirtió que se había realizado otro acordonamiento parecido en dirección Torsplan, un poco más arriba. En la zona acotada pululaban los coches blanquinegros de la policía y figuras irreconocibles en chubasqueros relucientes. La tierra en torno al autobús rojo de dos pisos se hallaba descompuesta y resbaladiza.

En el autobús había luz y los faros estaban encendidos, pero la fuerte lluvia impedía que la luz se proyectase demasiado lejos. Detrás del vehículo se había estacionado el autobús de guardia del Laboratorio Nacional de Investigaciones Forenses, con el radiador mirando hacia Karlbergsvägen. También estaba el coche del médico forense. Tras la verja golpeada, varios operarios instalaban reflectores. Todos estos detalles ponían de manifiesto que acababa de ocurrir algo muy por encima de lo común.

Martin Beck levantó la vista a los desangelados bloques de pisos situados al otro lado de la calle. En muchas de las ventanas iluminadas se perfilaban siluetas, y al otro lado de los cristales, golpeados por la lluvia, aparecían rostros apretados, como borrosas manchas blancas. Una mujer con las piernas desnudas, tras colocarse sus botas altas y el chubasquero directamente sobre el camisón, salió de un portal situado casi en frente del autobús. Tuvo tiempo de cruzar media calle antes de ser interceptada por un policía que la agarró del brazo y la condujo de vuelta al portal. El policía daba grandes zancadas y ella seguía su paso a trompicones, al tiempo que el camisón blanco, mojado, se le enredaba entre las piernas.

Martin Beck no podía ver las puertas del autobús, pero advirtió gente en movimiento al otro lado de las ventanas y supuso que los técnicos forenses ya estaban trabajando. Tampoco podía ver a ninguno de sus colegas de la brigada de homicidios, ni de la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo, pero supuso que se hallaban en alguna parte al otro lado del vehículo.

Involuntariamente, comenzó a aminorar el paso. Mientras rodeaba el autobús gris de los técnicos forenses, intentó prepararse psicológicamente para lo que se le venía encima y apretó los puños dentro de los bolsillos.

En el foco de luz que salía por las puertas abiertas del autobús estaba Hammar, que había sido su superior durante muchos años y que en la actualidad desempeñaba funciones de comisario jefe, hablando con alguien que, por lo visto, se encontraba en el interior del autobús. Al ver a Martin Beck, se interrumpió y le dijo:

—Pero si estás aquí. Ya empezaba a pensar que habían olvidado llamarte.

Sin responder, Martin Beck se acercó a las puertas y asomó la cabeza. Sintió cómo el estómago se le comprimía. Era peor de lo que había esperado. Bajo la clara y fría luz, los detalles se mostraban con nitidez de aguafuerte. Todo el autobús parecía lleno de cuerpos inertes, ensangrentados, en posturas desencajadas.

Hubiera preferido dar media vuelta y marcharse para no tener que ver aquello, pero ninguno de estos sentimientos se reflejaba en su rostro. En vez de ello, se obligó a sí mismo a realizar un registro sistemático de todos los detalles. Los técnicos forenses trabajaban en silencio, de manera metódica. Uno de ellos advirtió la presencia de Martin Beck y meneó despacio la cabeza.

Fue examinando los muertos uno tras otro. No reconoció a ninguno. Por lo menos no en su actual estado.

—¿Está arriba? —preguntó de repente—. Ha...

Se giró hacia Hammar y se interrumpió.

Tras Hammar, Kollberg emergía desde la oscuridad, sin sombrero, con el cabello pegado a la frente.

Martin Beck se le quedó mirando fijamente.

—Hola —saludó Kollberg—. Ya empezaba a preguntarme dónde te habías metido. Casi pensé pedirle a alguien que te volviera a llamar.

Se quedó parado delante de Martin Beck, mirándolo inquisitivamente. Luego echó un rápido y asqueado vistazo al interior del autobús y añadió:

—Necesitas una taza de café. Voy por ella. —Martin Beck negó con la cabeza—. Que sí —replicó Kollberg.

Se marchó chapoteando. Martin Beck se le quedó mirando, luego se dirigió a las puertas delanteras del autobús y se asomó. Hammar le siguió con pasos pesados.

En el asiento delantero yacía el cuerpo del conductor volcado sobre el volante. Al parecer, un disparo le había atravesado la cabeza. Martin Beck contempló lo que una vez fue el rostro del hombre y experimentó un leve asombro al comprobar que no sentía náuseas. Giró la cabeza y miró a Hammar, que observaba la lluvia fijamente con gesto inexpresivo.

—¿Te puedes explicar por qué diablos tenía que estar aquí? —preguntó Hammar con voz apagada—. ¿En este autobús?

En ese preciso instante, Martin Beck comprendió a quién se había referido el hombre que le dio el aviso por teléfono.

Pegado a la ventana, detrás de la escalera que conducía al piso de arriba, estaba sentado Åke Stenström, subinspector de la Brigada Nacional de Homicidios, uno de los colaboradores más jóvenes de Martin Beck. Aunque decir que estaba sentado no era, quizá, del todo apropiado. Tenía la gabardina azul oscuro empapada de sangre y se hallaba medio tumbado con el hombro derecho apoyado contra la espalda de una mujer joven, doblada en el asiento de al lado.

Estaba muerto. Al igual que la mujer y los otros seis individuos del autobús.

En la mano derecha empuñaba su pistola reglamentaria.

El policía que ríe

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