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Lluvia, pensó, mientras miraba malhumorado por la ventana. Oscuridad de noviembre y lluvia, fría y torrencial. Presagio de un invierno inminente. Pronto empezaría a nevar.

Nada en la ciudad le resultaba especialmente atractivo en ese momento, desde luego no aquella calle, con sus árboles pelados y sus grandes y desvencijados bloques de apartamentos; una explanada desértica, mal trazada y mal planificada desde el momento mismo de su proyección. No conducía ni había conducido nunca a ninguna parte y solo subsistía como triste vestigio de un plan de ensanche iniciado hacía tiempo con muchas ínfulas pero nunca llevado a término. No había escaparates iluminados ni gente por las aceras. Solo grandes árboles pelados y las farolas del alumbrado público, cuya blanca y gélida luz se reflejaba en los charcos y en las carrocerías de los coches, relucientes de lluvia.

Había caminado tanto tiempo bajo la lluvia que tenía el pelo empapado y caladas las perneras del pantalón. Podía sentir la humedad en las piernas y las frías gotas de lluvia que descendían por su cuello, cerviz abajo, hasta alcanzar la espalda.

Soltó los dos botones superiores de su gabardina, metió la mano derecha dentro de la chaqueta y palpó con precaución la culata de su pistola, también fría y húmeda.

Al tocarla, el hombre de la gabardina azul oscura se estremeció involuntariamente e intentó pensar en otra cosa. Por ejemplo, en la terraza del hotel de Andraitx en el que había pasado sus vacaciones cinco meses antes. En el calor abrasador y el sol resplandeciente sobre el muelle y las barcas de los pescadores, y en el azul profundo del infinito cielo, sobre la cresta de la montaña, al otro lado de la bahía.

Luego pensó que en esta época del año sin duda estaría lloviendo allí también, y en las casas no había calefacción, solo chimeneas abiertas.

Después advirtió que ya no estaban en la calle de antes. Dentro de poco, tendría que volver a salir a la lluvia.

Oyó cómo alguien descendía la escalera a sus espaldas y supo que se trataba de la persona que había subido al autobús doce paradas antes, delante de los grandes almacenes Åhléns de Klarabergsgatan, en el centro de la ciudad.

Lluvia, pensó. No va conmigo. La verdad es que la odio. Me pregunto cuándo van a ascenderme. ¿Qué se me ha perdido a mí aquí? ¿Por qué no estoy en casa con...?

Este fue su último pensamiento.

El vehículo era un autobús rojo de dos pisos, con un cuerpo superior de color crema y techo lacado en gris, modelo Leyland Atlantean, fabricado en Inglaterra pero adaptado a la circulación por la derecha, implantada en Suecia dos meses antes. Se daba la circunstancia de que esa tarde cubría la línea 47, que hacía el recorrido de ida y vuelta entre Bellmansro, en Djurgården, y Karlberg. En ese momento avanzaba en dirección noroeste, aproximándose a su final de trayecto en Norra Sationsgatan, situada a solo unos metros del límite municipal entre Estocolmo y Solna.

Solna es una ciudad residencial colindante con Estocolmo, que funciona como entidad independiente a efectos administrativos, si bien el límite entre ambos municipios no se deja notar más que como una línea trazada en el plano urbano.

El autobús rojo era grande, más de once metros de largo y casi cuatro y medio de altura. Su peso superaba las quince toneladas. Tenía los faros encendidos y resultaba cálido y acogedor, con sus ventanas empañadas, mientras avanzaba zumbando entre las filas de árboles pelados a lo largo del desierto Karlbergsvägen. Luego torció a la derecha, enfilando Norrbackagatan, y el ruido del motor se amortiguó por la larga pendiente que desciende hasta Norra Stationsgatan. La recia lluvia repicaba contra la carrocería y los cristales, y las ruedas descendían firme e implacablemente, arrojando a su paso torrentes de agua arremolinada.

El cabo de la calle marcaba también el final de la pendiente. Aquí, el autobús debía torcer en ángulo de treinta grados y entrar en Norra Stationsgatan. Desde este punto al final de trayecto restaban solo unos trescientos metros.

La única persona que observaba el vehículo en ese momento era un hombre arrimado al muro de una casa, unos ciento cincuenta metros más arriba, en Norrbackagatan. Era un ladrón, que estaba a punto de romper un escaparate. Miró el autobús, porque quería que se quitara de en medio, y esperó a que pasara.

Vio cómo, efectivamente, el autobús frenó al llegar al cruce y luego comenzó a girar a la izquierda con los intermitentes encendidos. Luego se perdió de vista. El ruido de la lluvia era ensordecedor. El individuo levantó la mano y echó abajo el cristal.

Lo que no pudo ver fue que el giro nunca llegó a completarse.

Por un instante, el autobús rojo de dos pisos pareció detenerse en mitad de la curva. Luego, cruzó transversalmente la calzada, atravesó la acera y penetró medio cuerpo por la verja de alambre que separa Norra Stationsgatan de los desiertos solares de la terminal ferroviaria, sita al otro lado.

Allí se detuvo. El motor se paró. Pero los faros y la iluminación interior continuaron encendidos. Las ventanas empañadas seguían brillando como antes, cálidas y acogedoras en medio del frío y de la oscuridad. Y la lluvia azotaba el techo de chapa.

Pasaban tres minutos de las once de la noche, el 13 de noviembre de 1967. En Estocolmo.

El policía que ríe

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