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Martin Beck se detuvo a la entrada de su piso en Bagarmossen. Se quitó abrigo y sombrero y, tras sacudirles el agua, los colgó del perchero y cerró la puerta de la calle.

El recibidor estaba a oscuras, pero Martin Beck no se molestó en encender la luz. Por debajo de la puerta de la habitación de su hija se veía una fina raya iluminada y dentro sonaba la radio o el tocadiscos. Llamó y entró.

La muchacha se llamaba Ingrid y tenía dieciséis años. Últimamente había madurado bastante y Martin Beck tenía cada vez mejor relación con ella. Era una chica tranquila, realista, bastante inteligente, y a Martin Beck le gustaba hablar con ella. Estaba en el último curso de la escuela obligatoria e iba bastante bien, pero sin pertenecer a esa categoría de estudiantes que en los tiempos de Martin Beck solían denominarse «empollones».

Ahora estaba tumbada de espaldas sobre la cama, leyendo. En la mesilla de noche sonaba el tocadiscos. No música pop, sino algo clásico, Beethoven, supuso.

—¡Hola! —dijo—. ¿Aún estás despierta?

Se calló enseguida, paralizado por el total sinsentido de la pregunta y se paró a pensar por un momento en cuántas cosas insustanciales se habían dicho entre estas cuatro paredes en los últimos diez años.

Ingrid dejó a un lado el libro y paró el tocadiscos.

—Hola, papá, ¿qué has dicho?

Martin Beck negó con la cabeza.

—¡Pero si tienes las perneras del pantalón caladas! ¿Tanto llueve ahí fuera?

—A cántaros. ¿Están ya dormidos mamá y Rolf?

—Creo que sí. Mamá mandó a la cama a Rolf nada más cenar. Dice que está resfriado.

Martin Beck se sentó en el borde de la cama.

—¿Y no es verdad?

—A mí me ha parecido que tenía buena cara. Pero se fue a su cuarto sin rechistar. Supongo que quiere librarse de la escuela mañana.

—Bueno, tú por lo menos pareces aplicada. ¿Qué estás estudiando?

—Francés. Mañana tenemos examen. ¿Quieres preguntarme?

—No serviría de mucho. El francés nunca ha sido mi fuerte. Mejor, acuéstate.

Martin Beck se levantó, y la muchacha, obediente, se deslizó bajo el edredón y se acomodó. Él la abrigó y antes de cerrar la puerta tras de sí, la oyó susurrar:

—Mañana, cuando te acuerdes de mí, deséame suerte.

—Buenas noches.

Sin encender la luz, entró en la cocina y se quedó parado un momento junto a la ventana. Parecía que la lluvia había remitido algo, aunque quizás era solo que la ventana estaba protegida del viento. Martin Beck se preguntó qué habría ocurrido en la manifestación delante de la embajada americana, y si la prensa mañana calificaría la actuación policial de torpe e incompetente o, más bien, de brutal y desafiante. Sea como fuere, los juicios serían desfavorables. Martin Beck, guiado desde siempre por un espíritu de solidaridad corporativa, solo para sus adentros reconocía que las críticas a menudo estaban justificadas, aunque carecían de matices y de comprensión. Pensó en algo que Ingrid le había contado una tarde, un par de semanas atrás. Muchos de sus compañeros de clase intervenían en política, tomaban parte en las manifestaciones y, en su mayoría, tenían un pésimo concepto de la policía. De pequeña, le dijo, podía alardear de que su padre era policía y estar orgullosa de ello, pero ahora prefería callárselo. No es que la muchacha se avergonzase de él, pero a menudo se veía envuelta en discusiones donde se esperaba de ella que respondiera por todo el cuerpo de policía. Absurdo, desde luego, pero así estaban las cosas.

Martin Beck entró en el salón. Se puso a escuchar junto a la puerta del dormitorio de su mujer y oyó sus ligeros ronquidos. Con cuidado, abrió el sofá cama, encendió la lámpara de pared y corrió la cortina. Acababa de comprar el sofá cama y abandonar el dormitorio común, pretextando que no quería molestar a su mujer cuando llegaba tarde por las noches. Ella protestó, recordando que a menudo se pasaba toda la noche trabajando y, en consecuencia, dormía durante el día, así que no quería tenerle tirado en medio del salón. Él prometió que en esas ocasiones le tendría tirado en medio del dormitorio, por donde ella no solía aparecer durante el día. Así pues, llevaba ya un mes durmiendo en el salón y se sentía a gusto.

Su mujer se llamaba Inga.

Con los años, su relación había ido empeorando y dejar de compartir cama supuso un alivio para Martin Beck. Este sentimiento a veces le daba remordimientos, pero tras diecisiete años de matrimonio la cosa no tenía ya mucho remedio, y hacía ya tiempo que había dejado incluso de plantearse quién tenía la culpa.

Martin Beck reprimió un acceso de tos, se quitó los pantalones mojados y los colgó sobre una silla junto a la calefacción. Se sentó en el borde del sofá y, mientras se quitaba los calcetines, le vino a la cabeza la idea de que quizá Kollberg salía a pasear de noche bajo la lluvia porque también su matrimonio comenzaba a caer en la rutina y en el tedio. ¿Tan pronto? Kollberg llevaba casado solo año y medio.

Descartó la idea antes incluso de haberse quitado el primer calcetín. Lennart y Gun eran felices, no cabían dudas al respecto. Además, no era asunto suyo.

Se levantó, cruzó desnudo el cuarto hasta la librería y estuvo deliberando un rato antes de decidirse. Eligió un libro del viejo diplomático inglés sir Eugene Millington-Drake que trataba del Graf Spee y de la batalla de La Plata. Lo había comprado hacía ya un año en una librería de viejo, pero todavía no había empezado a leerlo. Se metió en la cama, tosió con sentimiento de culpabilidad, abrió el libro y se dio cuenta de que no tenía los cigarrillos a mano. Una de las ventajas del sofá era que ahora podía fumar libremente.

Volvió a levantarse, sacó un húmedo y arrugado paquete de Florida del bolsillo del abrigo, extrajo los cigarrillos, los puso a secar en fila sobre el tablero de la mesita de noche, escogió el que mejor pinta tenía y lo encendió. Estaba ya con el cigarrillo entre los dientes y una pierna en la cama cuando sonó el teléfono.

El teléfono estaba en el hall. Seis meses atrás, había solicitado una segunda toma en el salón, pero dado el ritmo habitual de trabajo de la compañía telefónica, probablemente podría considerarse afortunado si la instalación se realizase en el plazo de otros seis meses.

Cruzó la habitación dando grandes y apresuradas zancadas y descolgó el auricular antes de que terminara el segundo timbrazo.

—Beck.

—¿El comisario Beck?

No reconoció la voz.

—Sí, soy yo.

—Aquí centralita. Varios pasajeros han sido hallados muertos a tiros en un autobús de la línea 47, cerca de su final de trayecto, en Norra Stationsgatan. Se ruega acuda usted inmediatamente.

Lo primero que se le ocurrió fue que alguien le estaba gastando una broma de mal gusto, o que algún adversario intentaba engañarle para que saliera de noche en mitad de la lluvia, solo por fastidiar.

—¿Quién ha enviado el mensaje? —preguntó.

—Hansson, del quinto distrito. El comisario jefe Hammar está ya informado.

—¿Cuántos muertos?

—Este dato no está todavía del todo confirmado. Como mínimo, seis.

—¿Hay algún detenido?

—Que yo sepa, no.

Martin Beck pensó: «Pasaré a recoger a Kollberg por el camino. Espero que haya taxis». Luego dijo, en voz alta:

—De acuerdo. Salgo ahora mismo.

—Disculpe, señor comisario...

—¿Sí?

—Uno de los muertos... parece que se trata de uno de sus hombres...

Martin Beck apretó el auricular.

—¿Quién?

—No lo sé. No se ha mencionado ningún nombre.

Martin Beck estrelló el auricular contra el aparato y apoyó la frente contra la pared. ¡Lennart! Tenía que ser él. Maldita sea, ¿por qué tenía que salir a esas horas bajo la lluvia? ¿Qué coño pintaba en un autobús de la línea 47? Pero no, no podía ser Kollberg. Debía de tratarse de un error.

Volvió a levantar el auricular y marcó el número de Kollberg. Primera llamada. Segunda. Tercera. Cuarta. Quinta.

—Diga.

Era la voz somnolienta de Gun. Martin Beck intentó adoptar un tono natural, tranquilo:

—Hola, ¿está Lennart?

Creyó oír los crujidos del lecho al incorporarse ella. El tiempo que tardó en responder se le hizo eterno.

—No, por lo menos no está en la cama. Creí que estaba contigo. Mejor dicho, que tú estabas aquí.

—Cuando me fui, salió conmigo. Dijo que quería dar un paseo. ¿Estás segura de que no ha vuelto?

—Bueno, a lo mejor está en la cocina. Espera, que voy a ver.

El tiempo que tardó en volver al teléfono se le hizo nuevamente eterno.

—No, Martin, no está en casa.

Ahora, su voz se había vuelto intranquila.

—¿Dónde crees que puede estar —preguntó ella— con un tiempo así?

—Querrá tomar un poco el aire. Tampoco lleva tanto tiempo fuera, yo mismo acabo de llegar a casa. No te preocupes.

—¿Quieres que te llame cuando vuelva?

Parecía otra vez tranquila.

—No, no es nada importante. Que descanses. ¡Buenas noches!

Colgó y, de repente, notó que temblaba de frío. Volvió a coger el auricular, pensando en llamar a alguien que pudiera aclararle lo sucedido. Pero luego pensó que lo mejor sería acudir lo antes posible al lugar de los hechos. Marcó el número de la parada de taxis más cercana y le atendieron enseguida.

Martin Beck llevaba veintitrés años trabajando en la policía. Durante este tiempo, varios colegas habían muerto en acto de servicio. En esas ocasiones, se había sentido profundamente afectado, y en algún lugar de su inconsciente había surgido la convicción de que el trabajo policial se iba haciendo más duro de año en año, y de que la próxima vez podría tocarle a él. Pero con Kollberg le unía una relación que desbordaba el ámbito profesional. En el trabajo cada vez dependían más el uno del otro. Se complementaban bien y con el paso del tiempo habían aprendido a comprender las ideas y los sentimientos del otro sin necesidad de intercambiar muchas palabras. Cuando, año y medio atrás, Kollberg se casó y se mudó a vivir a Skärmarbrink, su cercanía se hizo también geográfica y comenzaron a verse en horas fuera de servicio.

Recientemente, en uno de sus raros momentos de depresión, Kollberg había dicho:

—Si tú no estuvieras, vete a saber si seguiría yo en este maldito cuerpo.

Martin Beck pensaba en todo eso mientras volvía a ponerse el húmedo abrigo y se apresuraba escalera abajo hasta el taxi que ya le estaba esperando.

El policía que ríe

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