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ОглавлениеEn la tarde del 13 de noviembre en Estocolmo llovía a cántaros. Martin Beck y Kollberg estaban en casa de este último, situada no muy lejos de la estación de metro de Skärmarbrink, en una de las zonas residenciales del sur, enfrascados en una partida de ajedrez. Ambos libraban, pues los últimos días no había sucedido nada de particular.
Martin Beck era un pésimo jugador de ajedrez, pero de todas maneras se obstinaba en jugar. Kollberg tenía una hija de poco más de dos meses. Precisamente esa tarde se veía obligado a ejercer de niñero. Martin Beck, por su parte, no tenía muchas ganas de volver a casa antes de lo estrictamente necesario. El tiempo era horrible. La lluvia caía a rachas, barriendo los tejados de las casas y golpeando con estrépito en los cristales de las ventanas. Las calles estaban en general desiertas, pobladas tan solo por un pequeño número de personas, que creían tener razones de peso para salir de casa con un tiempo así.
Ante la embajada de Estados Unidos, sita en Strandvägen, y a lo largo de las calles adyacentes, cuatrocientos doce policías se enfrentaban a aproximadamente el doble de manifestantes. Los agentes del orden iban provistos de bombas de gas lacrimógeno, pistolas, látigos, porras de goma, coches, motocicletas, estaciones de onda corta, megáfonos de pilas, perros policía y caballos alborotados. Los manifestantes no tenían más arma que una misiva y pancartas de cartón, que comenzaban a deslavazarse bajo la lluvia torrencial. Resultaba difícil ver en ellos un grupo unitario, pues había gente de la más variada extracción social: desde colegialas de trece años con vaqueros y trenkas y estudiantes universitarios serios como tumbas, hasta provocadores y pendencieros de oficio, y como mínimo una artista de ochenta y cinco años con boina y paraguas de seda azul. Algún poderoso interés común los había echado a la calle, a despecho de la lluvia y de lo que pudiera sucederles. Por otra parte, el bando policial tampoco reunía precisamente a lo más selecto del cuerpo: había sido formado con gente procedente de todos los distritos, pero cualquier policía que tuviera amistad con un médico o que dominase el arte de escurrir el bulto, se había descolgado de tan desagradable empresa. Quedaban, por tanto, los que sabían lo que hacían y hallaban gusto en ello, y también los que en la jerga profesional se denominaban «gallitos», esto es, novatos sin ninguna experiencia que, por ello mismo, no osaban escaquearse y que tampoco tenían la más remota idea de lo que realmente se traían entre manos los otros, ni menos aún de por qué lo hacían. Los caballos se encabritaban y mordían el freno, los policías manoseaban las fundas de sus pistolas y se lanzaban al ataque una y otra vez con las porras de goma. Una chica joven esgrimía una pancarta con la memorable consigna: ¡CUMPLE CON TU DEBER: FOLLAR Y PARIR MÁS POLICÍAS! Tres agentes de ochenta y cinco kilos de peso se abalanzaron sobre ella, rompieron en pedazos la pancarta y arrastraron a la chica a uno de los furgones, donde le retorcieron el brazo tras la espalda y le tocaron las tetas. Ese mismo día había cumplido trece años y aún no había mucho de donde agarrar.
En total fueron arrestadas unas cincuenta personas. Muchos sangraban. Entre los detenidos había algunos famosos, que previsiblemente escribirían sobre esto en los periódicos o se quejarían en radio y televisión. Al verlos, los subinspectores de guardia en las comisarías de los distritos eran presa de escalofríos, y se apresuraban a acompañarles hasta la puerta con sonrisas exculpatorias y comedidas reverencias. Otros, en cambio, lo pasaron mucho peor durante el interrogatorio de rigor. Un policía montado había recibido en la cabeza el impacto de una botella vacía, obviamente lanzada por alguien. El jefe de la operación era un alto cargo de la policía con formación militar. Pasaba por ser experto en cuestiones de orden público, y contemplaba satisfecho el completo caos que había conseguido provocar.
En el piso de Skärmarbrink, Kollberg recogió las figuras de ajedrez, las puso en la caja de madera y, dando un golpe, cerró la tapa corrediza. Su mujer había vuelto del curso vespertino y se había acostado inmediatamente.
—Nunca aprenderás —se quejó Kollberg.
—Tengo entendido que requiere algún tipo de talento especial —replicó Martin Beck melancólicamente—. Por lo visto, se denomina talento ajedrecístico.
Kollberg cambió de tema.
—Esta tarde debe de haber un follón de mil demonios en Strandvägen —comentó.
—Seguro. ¿De qué se trata exactamente?
—Iban a entregar una carta al embajador —contestó Kollberg—. Una carta. ¿Por qué no la mandan por correo?
—Sería menos espectacular.
—Ya. Pero de todas maneras es tan estúpido que da vergüenza.
—Sí —asintió Martin Beck.
Se había puesto abrigo y sombrero y se disponía a irse. Kollberg se levantó apresuradamente.
—Salgo contigo.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Bueno... dar una vuelta.
—¿Con este tiempo?
—Me gusta la lluvia —dijo Kollberg, enfundándose su gabardina de color azul oscuro.
—¿No basta con que yo esté resfriado? —dijo Martin Beck.
Martin Beck y Kollberg eran policías. Estaban adscritos a la Brigada Nacional de Homicidios. De momento no tenían nada especial entre manos y podían considerarse libres sin demasiada mala conciencia.
En la ciudad no se veía ni un solo policía por la calle. Delante de la estación central, una señora anciana esperaba en vano la llegada de algún agente que, tras hacerle el saludo militar, la ayudase sonriente a cruzar la calle. En pleno centro, una persona acababa de romper un escaparate con un ladrillo, sin temor alguno a que la llegada de un coche patrulla viniese, entre aullidos, a interrumpir sus actividades.
La policía estaba ocupada.
Una semana antes, el director general de la policía había declarado públicamente que muchas de las tareas cotidianas desarrolladas por el cuerpo quedaban necesariamente postergadas, ante la necesidad de proteger al embajador norteamericano de cartas y demás molestias causadas por personas que desaprobaban la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson.
El subinspector primero de la policía criminal Lennart Kollberg tampoco aprobaba a Lyndon Johnson, ni la guerra de Vietnam, pero en cambio sí los paseos bajo la lluvia.
A las once de la noche todavía seguía lloviendo y la manifestación podía considerarse disuelta.
Hacia esa misma hora, se produjeron en Estocolmo ocho asesinatos y uno más en grado de tentativa.