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Kristiansson y Kvant eran agentes de radiopatrulla en Solna. A lo largo de su carrera profesional, no especialmente pródiga en sucesos, habían tenido ocasión de arrestar a varios millares de borrachos y a no pocos mangantes. En una ocasión, al parecer, llegaron incluso a salvar la vida de una niña de seis años, deteniendo a un notorio asesino sexual que estaba a punto de abatirse sobre la criatura. Esto había ocurrido hacía menos de cinco meses, de forma puramente fortuita, por decirlo de algún modo. No obstante, la intervención no dejaba de ser una hazaña, y ellos se habían propuesto vivir de las rentas durante mucho tiempo.

Esa tarde no habían pillado nada, aparte de unas cervezas que quizá contravenían el reglamento y respecto de las cuales, por tanto, hubo que omitir toda referencia.

Poco antes de las diez y media recibieron un aviso por radio y pusieron rumbo a la dirección indicada, en Kapellgatan, distrito de Huvudsta, donde alguien había encontrado a un hombre inconsciente junto a la escalera exterior de su casa. Apenas tardaron tres minutos en personarse en el lugar.

Allí, efectivamente, tumbado de través delante de la puerta, descubrieron a un individuo ataviado con unos pantalones negros deshilachados, zapatos gastados y un abrigo ulster andrajoso de color grisáceo. Una mujer mayor aguardaba en bata y zapatillas en el rellano de la escalera iluminado, al otro lado de la puerta. Ella era por lo visto la que se había quejado. Les hizo señas a través del cristal, luego entreabrió la puerta, sacó un brazo por la rendija y señaló imperiosamente al hombre que yacía inmóvil.

—Bueno, ¿entonces qué pasa aquí? —preguntó Kristiansson. Kvant se agachó y se puso a husmear.

—Inconsciente —dijo con profundo e íntimo desagrado—. Venga, echa una mano, Kalle.

—Espera un momento —respondió Kristiansson.

—¿Qué?

—Señora, ¿conoce usted a este hombre? —preguntó Kristiansson educadamente.

—¡Vaya que si le conozco!

—¿Y dónde vive?

La mujer señaló una puerta del corredor, tres metros más allá.

—Allí —dijo—. Se quedó dormido mientras intentaba abrir.

—Cierto, todavía tiene las llaves en la mano —dijo Kristiansson rascándose la cabeza—. ¿Vive solo?

—¿Y quién va a querer vivir con una mierda de hombre así? —respondió la señora.

—¿Qué piensas hacer? —inquirió Kvant con desconfianza.

Kristiansson no respondió. Se inclinó y tomó las llaves de la mano del durmiente. Agarrándolo en seco, de un modo que evidenciaba largos años de experiencia profesional, puso de pie al borracho, abrió la puerta de un empujón con la rodilla y remolcó al individuo a lo largo del corredor. La mujer se hizo a un lado y Kvant se quedó parado en la escalera delante del portal. Ambos contemplaban la escena en actitud de pasivo desagrado.

Kristiansson abrió la puerta con la llave, dio la luz y le quitó al individuo el abrigo mojado. El borracho avanzó unos pasos, tambaleándose, se desplomó encima de la cama y balbució:

—Gracias, querida señorita.

Luego se puso de lado y se quedó dormido. Kristiansson dejó el llavero en una silla de tijera junto a la cama, apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y regresó al coche.

—Buenas noches, señora —dijo.

La mujer se le quedó mirando con la boca fruncida, levantó la cabeza y se marchó.

La razón de tal conducta en Kristiansson no era tanto el amor al prójimo cuanto su propia holgazanería. Esto nadie lo sabía mejor que Kvant. Cuando ambos prestaban todavía servicio en Malmö como simples agentes de ronda, había visto muchas veces a Kristiansson coger a los borrachos y conducirlos cuidadosamente al otro lado de la calle o, incluso, de un puente, para así encasquetárselos a los del otro distrito.

Kvant se puso al volante. Arrancó el motor y dijo malhumorado:

—Siv no hace más que decir que soy un vago. Tendría que verte a ti.

Siv era la mujer de Kvant y también su tema de conversación favorito; en muchas ocasiones, único.

—¿Y por qué va a tener que arriesgarse uno a que le echen la pota encima, sin necesidad? —respondió Kristiansson filosóficamente.

Kristiansson y Kvant se parecían mucho en su constitución corporal y apariencia física. Ambos medían uno ochenta y seis, eran rubios, anchos de hombros y con ojos azules. Sin embargo, tenían un temperamento muy distinto, y en muchas cuestiones manifestaban opiniones divergentes. Esta era una de ellas.

Kvant era insobornable. Si veía algo, no intentaba quitarse el muerto de encima. Pero, eso sí, se había especializado en ver lo menos posible.

Desde Huvudsta y sumidos en un silencio enfurruñado, Kvant condujo despacio por un camino que pasaba junto a la Academia de Policía del Estado, una colonia de casitas aparceladas, el Museo del Ferrocarril, el Instituto Nacional de Bacteriología y el internado para niños ciegos. Luego atravesaron en zigzag el amplio campus universitario, con sus diferentes facultades, para finalmente torcer junto a los edificios administrativos del ferrocarril, entrando en Tomtebodavägen.

Se trataba de una ruta magistralmente elegida, pues conducía por zonas en las que estaba prácticamente garantizado que no encontrarían a nadie. Durante todo el trayecto no se les cruzó ni un coche y solo vieron a dos seres vivos: primero un gato callejero y poco después otro.

Cuando llegaron al final de Tomtebodavägen, Kvant se detuvo con el radiador del coche a un metro del límite urbano de Estocolmo, dejando el motor en punto muerto, mientras consideraba cómo planificar el resto del turno.

«Me pregunto si serás capaz de dar media vuelta y regresar por el mismo sitio», pensó Kristiansson. Luego, en voz alta dijo:

—¿Me puedes prestar diez coronas?

Kvant asintió, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y entregó el billete a su colega, sin tan siquiera dignarse a mirarlo. Al mismo tiempo, tomó una rápida decisión. Cruzando el límite urbano y siguiendo unos quinientos metros en dirección noreste por Norra Stationsgatan, tardarían como mucho dos minutos en volver a abandonar el término municipal de Estocolmo. Luego podía coger Eugeniavägen, cruzar el recinto del hospital y continuar por Hagaparken y el cementerio del norte para, finalmente, llegar a la comisaría. Para entonces, el turno habría terminado, y las posibilidades de encontrar algo por el camino deberían de ser mínimas.

El coche se metió en el término municipal de Estocolmo y torció a la izquierda, entrando en Norra Stationsgatan.

Kristiansson se guardó el billete de diez coronas y bostezó. Luego contempló con ojos entornados la lluvia torrencial y dijo:

—Por allí corriendo viene un tipo, arriba, allí.

Kristiansson y Kvant eran de Escania y su instinto para ordenar las palabras dentro de la frase dejaba bastante que desear.

—Un perro trae también —siguió Kristiansson— y nos está haciendo señas.

—No es mi problema —dijo Kvant.

El hombre del perro —un perro, por cierto, ridículamente canijo, que el individuo prácticamente arrastraba tras de sí a través de los charcos— invadió corriendo la calzada y se colocó delante del coche.

—¡Joder! —exclamó Kvant y frenó en seco.

Bajó el cristal de la ventanilla y rugió:

—¡Cómo se atreve usted a irrumpir de este modo en mitad de la calzada!

—Ahí... ahí detrás hay un autobús... —dijo el hombre casi sin aliento, señalando a lo largo de la calle.

—¿Y qué? —le espetó Kvant de mala manera—. Además, ¿cómo puede tratar así al perro? ¡Pobre animal!

—Ha... ha ocurrido un accidente.

—Sí, sí, ahora vamos a ver qué pasa —respondió Kvant con impaciencia—. Quítese de en medio.

Hizo avanzar el coche despacio.

—Y no vuelva a actuar de este modo —gritó por encima del hombro.

Kristiansson echó una mirada a través de la lluvia.

—Pues sí —dijo con resignación—, un autobús se ha salido de la calzada. Uno de esos de dos pisos.

—Tiene las luces encendidas —dijo Kvant— y la puerta delantera está abierta. Baja y mira a ver, Kalle.

Paró detrás del autobús, en diagonal. Kristiansson abrió la puerta del coche. En un gesto automático, se recompuso el cinturón y murmuró para sí:

—Bueno, ¿y qué pasa aquí?

Al igual que Kvant, llevaba botas y una cazadora de cuero con botones brillantes, con pistola y porra de goma colgadas del cinturón.

Kvant se quedó sentado en el coche, mirando a Kristiansson, que avanzaba tranquilo hacia la puerta abierta del autobús. Lo vio alzar la mano al asidero y subir con desgana hasta la plataforma de acceso para echar un vistazo al interior. Pero, acto seguido, se estremeció y, agazapándose, llevó rápidamente la mano derecha a la funda de su pistola.

Kvant reaccionó al instante. En menos de un segundo, encendió la luz azul, el faro piloto y la luz anaranjada intermitente del coche patrulla. Kristiansson continuaba todavía agazapado junto al autobús cuando Kvant abrió de un tirón la puerta del coche y se precipitó al exterior, en medio de la tromba de agua. Ya había tenido tiempo de echar mano de su Walther calibre 7,65, de quitarle el seguro e incluso de echar un vistazo a su reloj.

Eran exactamente las 23 horas 13 minutos.

El policía que ríe

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