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—Pues ahora nos toca razonar a nosotros —dijo Gunvald Larsson en tono enérgico, cerrando la puerta de un golpe—. Hay reunión con Hammar a las tres en punto. Dentro de diez minutos.

Martin Beck, que estaba sentado con el teléfono pegado a la oreja, le dirigió una mirada irritada y Kollberg, levantando la vista de sus papeles, murmuró en tono sombrío:

—Como si no lo supiéramos. Pero prueba a razonar con el estómago vacío, ya verás qué fácil es...

Verse obligado a saltarse una comida era una de las pocas cosas que podían poner a Kollberg de mal humor. A estas alturas se había saltado por lo menos tres comidas y se sentía, en consecuencia, extremadamente melancólico. Además, sospechaba que el rostro satisfecho de Gunvald Larsson se debía a que había salido a comer fuera, pensamiento que no venía precisamente a mejorar su estado de ánimo.

—¿Adónde has ido? —preguntó con suspicacia.

Gunvald Larsson no respondió. Mientras se acercaba a su mesa y tomaba asiento, Kollberg lo siguió con la mirada.

Martin Beck colgó el teléfono.

—¿A qué vienen esas voces? —preguntó.

Luego se levantó, tomó sus notas y se acercó a Kollberg.

—Era del laboratorio —dijo—. Han contado sesenta y ocho casquillos de bala.

—¿De qué calibre? —preguntó Kollberg.

—Lo que creíamos, nueve milímetros. Nada impide pensar que sesenta y siete de ellos provengan de la misma arma.

—¿Y el sesenta y ocho?

—Un Walther 7,65.

—El disparo que el tal Kristiansson lanzó al techo —constató Kollberg.

—Exacto.

—Así que, con toda probabilidad, se trata de un único loco —dijo Gunvald Larsson.

—Así es —asintió Martin Beck.

Luego se acercó al croquis y dibujó una cruz bajo la puerta central más amplia.

—Sí —dijo Kollberg—. Tiene que haber estado ahí.

—Lo cual explicaría...

—¿Qué? —interrumpió Gunvald Larsson.

Martin Beck no respondió.

—¿Qué ibas a decir? —le preguntó Kollberg—. ¿Qué es lo que explicaría?

—Por qué Stenström no tuvo tiempo de disparar —respondió Martin Beck.

Los otros lo miraron inquisitivamente.

—¡Bah! —exclamó Gunvald Larsson.

—Vale, vale, tenéis razón —dijo Martin Beck meditabundo, acariciándose el puente de la nariz con los dedos pulgar e índice de la mano derecha.

Hammar abrió la puerta de golpe y entró en la habitación seguido por Ek y un hombre de la fiscalía.

—¡Reconstrucción! —anunció bruscamente—. Cortad todas las llamadas telefónicas. ¿Estáis listos?

Martin Beck lo miró apesadumbrado. Precisamente así solía hacer su entrada Stenström, dejándose caer por sorpresa y sin llamar a la puerta. Casi siempre. Era algo que a él le irritaba muchísimo.

—¿Qué es eso? —preguntó Gunvald Larsson—, ¿los periódicos vespertinos?

—Sí —respondió Hammar—. Muy confortantes.

Levantó los periódicos mirándolos con inquina. Los titulares eran grandes y negros, pero el contenido aclaraba poco.

—Cito literalmente —dijo Hammar—: «Se trata del crimen del siglo», afirma el curtido detective Gunvald Larsson de la policía criminal de Estocolmo, y añade: «Ha sido el espectáculo más terrible que he visto en toda mi vida». Dos signos de exclamación.

Gunvald Larsson se reclinó en su silla y frunció las cejas en señal de descontento.

—Estás en buena compañía —le dijo Hammar—. También se recoge una declaración del ministro de Justicia: «Hay que poner fin a esta marea de anarquía y mentalidad criminal. La policía está dedicando todos sus recursos materiales y humanos a atrapar al malhechor cuanto antes».

Miró a su alrededor y dijo:

—¡Pues estos son los recursos!

Martin Beck se sonó la nariz.

—En estos momentos ya participan directamente en la investigación un centenar de los mejores expertos de la policía criminal del país —continuó Hammar señalando uno de los periódicos—. Se trata del mayor despliegue realizado en la historia criminal de Suecia.

Kollberg suspiró y se rascó la cabeza.

—Políticos —murmuró Hammar para sí.

Tiró los periódicos sobre la mesa y dijo:

—¿Dónde está Melander?

—Hablando con los psicólogos —respondió Kollberg.

—¿Y Rönn?

—En el hospital.

—¿Hay novedades de allí?

Martin Beck negó con la cabeza.

—Siguen en el quirófano.

—Bueno —dijo Hammar—. La reconstrucción.

Kollberg revolvió entre sus papeles.

—El autobús salió de Bellmansro aproximadamente a las diez de la noche —dijo.

—¿Aproximadamente?

—Sí, hubo un desplazamiento de horario, debido al tumulto de Strandvägen. Los autobuses quedaron atrapados en los embotellamientos y en los acordonamientos policiales y, como los retrasos eran ya grandes, los conductores recibieron la orden de olvidarse del horario y dar la vuelta directamente al llegar al final del trayecto.

—¿Por radio?

—Sí. Los conductores de la línea 47 recibieron dicha orden poco después de las nueve de la noche, por la longitud de onda de la propia empresa municipal de transportes.

—Sigue.

—Es de suponer que hay personas que viajaron en este autobús en algún tramo concreto. Pero hasta el momento no hemos logrado contactar con ningún testigo.

—Ya aparecerán —dijo Hammar.

Señaló los periódicos y añadió:

—En cuanto vean esto.

—El reloj de Stenström se detuvo a las 23 horas 03 minutos y 37 segundos —continuó Kollberg con voz monótona—. Hay motivos para suponer que se trata del momento exacto en que se efectuaron los disparos.

—¿Los primeros o los últimos? —preguntó Hammar.

—Los primeros —dijo Martin Beck.

Luego se dirigió hacia el croquis colgado en la pared y puso el índice derecho sobre la cruz que había dibujado un poco antes.

—Suponemos que quien disparó estaba situado precisamente aquí, en la plataforma que conduce a las puertas de salida.

—¿En qué te basas para suponerlo?

—En las trayectorias de las balas. En la posición de los casquillos en relación a los cuerpos.

—Vale. ¿Qué más?

—También suponemos que el individuo en cuestión disparó tres ráfagas. La primera, hacia delante, de izquierda a derecha, alcanzando a todas las personas que viajaban en la parte delantera del autobús, esto es, las que en el croquis aparecen representadas con los números uno, dos, tres, ocho y nueve. El uno es el conductor; el dos, Stenström.

—¿Y luego?

—Luego se dio la vuelta, probablemente por la derecha, y disparó una segunda ráfaga contra los cuatro que se hallaban en la parte trasera del coche, también de izquierda a derecha, matando a los números cinco, seis y siete e hiriendo al número cuatro, el tal Schwerin, que yacía de espaldas en la parte posterior del pasillo. En nuestra interpretación, esto quiere decir que iba sentado en el banco transversal izquierdo del autobús y que tuvo tiempo de levantarse. Habría sido, por tanto, el último en recibir los disparos.

—¿Y la tercera descarga?

—Fue también hacia delante —respondió Martin Beck—, pero esta vez de derecha a izquierda.

—¿Y el arma sería una metralleta?

—Sí —respondió Kollberg—. Lógicamente. Si se trata del tipo corriente en el ejército...

—Un momento —le interrumpió Hammar—. ¿Cuánto tiempo requeriría todo esto? Quiero decir: disparar hacia delante, dar media vuelta, disparar hacia atrás, dirigir nuevamente el arma hacia delante y vaciar el cargador...

—Teniendo en cuenta que ignoramos el tipo de arma... —comenzó a decir Kollberg, pero Gunvald Larsson le interrumpió:

—Unos diez segundos.

—¿Y cómo salió del autobús? —preguntó Hammar.

Martin Beck hizo un gesto con la cabeza a Ek y dijo:

—Tu turno, haz el favor.

Ek pasó los dedos por su cabello plateado, se aclaró la voz y dijo:

—El acceso abierto era la puerta posterior de las puertas de entrada. Con toda probabilidad, el asesino salió del autobús por allí. Para poder abrirla, tuvo que desplazarse primero a lo largo del pasillo hasta el asiento del conductor, extender el brazo por encima o esquivando al conductor y apretar un interruptor.

Se quitó las gafas, las limpió con un pañuelo y se acercó a la pared.

—He mandado ampliar dos dibujos que ilustran las instrucciones de uso. En el primero puede verse el cuadro de mandos en su conjunto; el segundo muestra solo la manija de las puertas delanteras. En el primer dibujo, el interruptor que da corriente a la zona de las puertas está marcado con el número quince, y la manija de la puerta con el número dieciocho. La manija se halla, por tanto, a la izquierda del volante, un poco por debajo de la ventanilla lateral. Como podéis ver en la figura, la manija admite cinco posiciones distintas.

—No se entiende una mierda —exclamó Gunvald Larsson.

—En la posición horizontal, o posición número uno, ambas puertas permanecen cerradas —prosiguió Ek imperturbable—. En la posición número dos, un punto más arriba, se abre la puerta posterior de las puertas delanteras; en la posición número tres, dos pasos más arriba, se abren ambas puertas. La manija admite además otras dos posiciones hacia abajo, número cuatro y número cinco. La primera de ellas abre la puerta anterior de las puertas delanteras. La otra vuelve a abrir ambas puertas.

—Resume —intervino Hammar.

—En resumen —dijo Ek—, el individuo de marras tuvo que desplazarse a lo largo del pasillo, desde el lugar en que presuntamente se hallaba hasta el asiento del conductor. Una vez allí, se inclinó por encima del conductor, que yacía tumbado sobre el volante, y llevó la manija a la posición número dos. De esta manera logró abrir la puerta posterior de las puertas delanteras, que era precisamente la que seguía abierta cuando llegó al lugar el primer coche de policía.

Martin Beck se apresuró a recoger el testigo:

—De hecho, hay indicios de que los últimos disparos se realizaron mientras el tirador avanzaba hacia delante a lo largo del pasillo. Por la izquierda. Uno de esos disparos parece haber alcanzado a Stenström.

—Guerra de trincheras en toda regla —terció Gunvald Larsson—. Fuego a discreción.

—Gunvald hizo hace un rato un comentario bastante atinado —intervino Hammar secamente—. Dijo que no entendía nada. Todo esto apunta a que el autor de los disparos estaba bien familiarizado con el autobús y sabía manejar el cuadro de mandos.

—Por lo menos, que la persona en cuestión sabía manejar las puertas —matizó Ek.

Se hizo el silencio en la sala. Hammar arrugó la frente. Finalmente, dijo:

—O sea, ¿queréis decir que alguien se plantó de repente en mitad del autobús, disparó a todos los presentes y luego se fue como si nada? ¿Sin que nadie tuviera tiempo de reaccionar? ¿Sin que el conductor viera nada en su espejo panorámico?

—No —dijo Kollberg—. No exactamente.

—¿Qué pensáis entonces?

—Que alguien descendió por la escalera trasera desde el piso de arriba con la metralleta ya lista —dijo Martin Beck.

—Alguien que llevaba ya un rato sentado allí arriba —añadió Kollberg—. Alguien que se tomó su tiempo, esperando el momento más adecuado.

—¿Cómo puede saber el conductor si hay alguien en el piso de arriba? —preguntó Hammar.

Todos miraron inquisitivamente a Ek, quien volvió a aclararse la voz y dijo:

—En las escaleras hay células fotoeléctricas, que se encuentran conectadas a un sistema de cómputo instalado en el cuadro de mandos. Cada vez que una persona accede al piso superior por la escalera delantera, el sistema de cómputo añade una unidad. De esta manera, el conductor puede saber en todo momento cuántas personas hay arriba.

—¿Y cuando el autobús apareció, el sistema de cómputo marcaba cero?

—Sí.

Hammar permaneció en silencio unos segundos. Luego dijo:

—No, no concuerda.

—¿El qué? —preguntó Martin Beck.

—La reconstrucción.

—¿Por qué no? —dijo Kollberg.

—Porque todo parece demasiado elaborado. Un asesino en masa enajenado no actúa siguiendo un plan tan minucioso.

—Bueno... —intervino Gunvald Larsson—. El asesino que en América disparó el verano pasado a más de treinta personas desde lo alto de un campanario lo había planificado todo de cojones. Llevaba incluso comida encima.

—Sí —dijo Hammar—. Pero había una cosa con la que no había contado.

—¿Qué?

Fue Martin Beck quien respondió:

—Cómo salir de allí.

El policía que ríe

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