Читать книгу EN LA ZONA 303(MUN2) - Marcelo Nicolás Ubici - Страница 10
Vida
ОглавлениеIndicadores señalaban que ese podía ser el escenario del génesis, el momento del origen.
El medio era hostil, distinto, aparentemente sin oxígeno de la manera conocida, con regulares volcanes que en el pasado sólo habían dejado tristeza y desolación. Hacía pocos días se había manifestado uno, y era nuestro deseo que esa fuera la última erupción por un largo período.
La calma era aparente. Quedaban algunos ríos de lava roja que amenazaban todo intento de vida. Los pronósticos traían malos presagios.
Allí a lo lejos, muy profundo, en medio de tanta adversidad, en medio de tanta soledad, se divisaba algo que abrigaba esperanzas a nuestra búsqueda: un lago de agua tibia.
Era un lago muy pequeño, pero su hallazgo nos llenó de gozo. Sabíamos que allí se podía albergar vida, o por lo menos eso decían los expertos. Aún debíamos ser cautelosos.
Los fuertes y arremolinados ríos, últimos guerreros del reinado del volcán, amenazantes, celosos custodios de un territorio que sólo concebían arrasado, prometían avanzar sin piedad. Y cumplieron. Lo encontraron. Lo invadieron. Lo desplazaron de su lugar. El lago, cuna de agua, se tiñó de rojo. Ya no parecía cuna. Ya no era agua.
Un milagro y sólo eso permitiría allí encontrar vida. Teníamos fe. Nos habíamos aferrado a ella. Le rezamos a la Virgen de Luján de quien siempre fuimos fervientes devotos. No era casualidad para nosotros que el posible hallazgo del génesis, haya coincidido con el día anual de la Virgen: Un ocho de mayo.
Tanto mi compañera de esta misión de búsqueda, como yo, no nos dimos por vencidos, y volvimos días más tarde a analizar el lugar, siempre con la ayuda de un experto, sobrevolándolo una vez más con cámaras especiales, con tecnología robada a los delfines, a los murciélagos.
«¡Milagro!», fue el grito antecesor de abrazos y besos. El agua del lago estaba otra vez limpia, tanto como el agua de nuestras lágrimas.
Las condiciones para encontrar vida ahora estaban dadas. Buscamos y buscamos en su interior, en sus profundidades. Revisamos todo. No había nada. Era un lago y solamente eso. La decepción trajo más lágrimas, tantas que parecieron ampliar el tamaño del lago.
Días después, la sensible cámara ahora detectó movimientos en el escenario, detectó leves cambios. Cada novedad era motivo de festejos, de divinos agradecimientos.
Fue más adelante en el tiempo cuando sobrevino un hallazgo. Un gran hallazgo. Se constataron latidos. Eran latidos positivos dijeron los avezados en este tipo de búsquedas. Un pequeño punto titilaba al igual que titilan las estrellas. La misión vida se convertía ahora en todo un éxito.
Nos llevó varios días poder ver formas. Estas parecían al principio sólo cercanas a las humanas. El feliz hallazgo tenía una cabeza desproporcionada con respecto al cuerpo, y ampliando la imagen, su rostro presentaba grandes cavidades oculares propias de los extraterrestres.
Pasaron días y meses de más estudios y comenzaron a constatarse formas iguales a las humanas.
Hallamos un ser divino. La delicadeza en sus movimientos, su gracia angelical, nos hicieron suponer que hasta podía tener sexo, y nuestra convicción, nuestro sentimiento, aseguraba que este era femenino. La denominamos entonces Angelina.
Con cada observación yo sentía que se acrecentaba mi enamoramiento. Me sentía como un adolescente. No hacía otra cosa más que pensar en ella. Hasta mis palabras hacia Angelina eran las de un enamoradizo. Mi compañera, en cambio, utilizaba palabras maternales. Ella le decía, antes de cada observación, que era lo que debía hacer. Como jugando se creaba un diálogo que parecía existir: «¡Saludá mami, saludá!», le decía. Entonces, con débil energía, la criatura extendía sus brazos, y permitiendo vérsele cinco dedos desplegados, respondía dócilmente a lo solicitado. Así, saludando, le sacamos fotos que guardamos como el más preciado de nuestros tesoros.
Un día estaba muy pícara Angelina y quiso hacerme rabiar, jugar con mis deseos de querer verla, y en todo momento me dio la espalda. Se la persiguió desde varios ángulos y ella no dejó ver su delicado rostro. Simulaba jugar a las escondidas. La imaginé reírse de mí.
También la vimos nadar. La vimos sumergirse y darse vuelta con gracia sobre su eje. Bailaba en el agua como una atleta olímpica haciendo piruetas de nado sincronizado.
En otra oportunidad estaba muy coqueta, parecía tocarse la cabeza para arreglar su cabello. Yo supuse que seguramente lo hacía por mí. Para verse linda ante mis ojos. Intuí que quería cautivarme, seducirme. Confieso que lo lograba.
Yo quería, casi desesperado, traerla ya mismo a mi lado. Conocí la ansiedad. Mi corazón se aceleraba cada vez que la veía, y hasta me autoengañaba pensando que el suyo hacía lo mismo al verme. No quería atender la razón que me decía que no era el momento. Me dominaban los sentimientos. Fui esclavo de ellos y de ella.
Finalmente comprendí que Angelina estaba aún aprendiendo, que estaba creciendo y que yo también debía hacerlo a su lado. No sería en vano el paso del tiempo. Debía prepararme para el encuentro.
Me aliviaba el saber que finalmente caería rendida en mis brazos. Que dormiríamos juntos. Que amanecería viéndola recostada sobre mi pecho. Que le gustarían mis caricias y que hasta dejaría que le dé un beso y que le diga que la amaba.
Por ahora sólo restaba esperarla, como hay que saber esperar a una dama. Había que aguardar que ella, sintiéndose más segura, elija el día para abandonar su cuna de agua que dulcemente la cobijaba.
Sabía que llegaría el día que iba a querer abandonar el vientre de su madre, de mi querida esposa, mi compañera en este viaje de búsqueda, para venir a mis brazos, a nuestros brazos.
Mientras tanto yo ensayaba mi presentación para ese momento. Solía vérseme por entonces vagar feliz hablándole al viento, repitiendo una y otra vez: «Soy papá. Aquí estoy amada Angelina. Hija».
Dibujos de la hija del autor, a la edad de tres años, luego de que le leyeran el cuento titulado Vida.