Читать книгу EN LA ZONA 303(MUN2) - Marcelo Nicolás Ubici - Страница 9

Acta de constatación

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«En la ciudad de Mar del Plata, a los 5 días del mes de Junio de 2012, el agente de Aduana Juan Palomino Guzmán, de tez morocha, nacido el cuatro de Enero de 1976, a la hora cuatro, hijo de Doña Josefa Ezcurra, de profesión ella carnicera, profesión que heredara de mi abuelo, e hijo de Don Alejandro Palomino Guzmán, vendedor de perfumes durante el día y casinero durante la noche, con asistencia perfecta a esa sala de juegos, según consta en los tickets de entrada que celosamente mi padre conservara en una carpeta al efecto, con anotaciones al dorso de cada uno que le servían para llevar estadísticas persiguiendo la suerte, haciendo caso a lo que en matemática se denomina la “ley de los grandes números”, que dice que cada número tiene igual probabilidad de salir, por lo que los menos sorteados serán los próximos favorecidos, proviniendo de aquí mi sobrenombre de “Colorado”, ya que en el día y a la hora de mi nacimiento salió felizmente favorecido apostando al colorado el cuatro; me constituyo en la planta perteneciente a la firma “Carga China Arriba y Abajo Concomitantemente SRL”, sita en la calle Calabozo 66 de esta ciudad, a fin de constatar el correcto funcionamiento del acceso a la red de AFIP, equipamiento de PC y del Sistema de CCTV, su visualización y grabación. En esta oportunidad siendo recibido, sin café ni cortado, por el Sr CHIN SISTEMA en su carácter de encargado».

Lo leo una vez más para convencerme de que haya quedado bien redactado y con todo lo absolutamente necesario. Mañana en el lugar redactaré el resto con las novedades.

Es mejor que ahora me vaya a descansar, ya que esta nueva tarea de control, como todo lo nuevo, me preocupa y estresa.

Seis de la mañana, suena el despertador, ese invento que habrá diseñado un traidor, un amigo del apocalipsis.

Intento levantarme, pero siento el cuerpo pesado. Con mucho sacrificio lo logro. Encorvado inicio así otro día más, probablemente calcado al de ayer, igual al de mañana.

Mis piernas dirigen mi cuerpo automáticamente hacia la ducha, sorteando el caos de juguetes tirados en el piso. Luego mis manos preparan unos mates acompañados por esas tortas compradas llamadas «Caseritas». Hace años que no como torta casera, reflexiona mi cerebro que recién ahora despierta.

Pongo en marcha el auto, y sin que nadie me despida ni note mi ausencia, me dirijo hacia la empresa donde se realizará la carga de exportación. Llevo la novedad, mi acta de constatación confeccionada a medias.

Para llegar a destino debo atravesar barrios humildes. Veo a los padres llevando a sus hijos al colegio en el improvisado asiento trasero de sus bicicletas. Me llama la atención la sonrisa de ambos, la felicidad de esos padres con la que empujan cada pedal hacia algo mejor.

Y yo, mientras tanto, en este auto cero kilómetro, con doble airbag, asiento regulable en altura, volante regulable en altura y profundidad, y faros antiniebla que nunca logro disipar, avanzo buscando con desesperación en la radio algo que me entretenga o me haga reír.

Aprovecho el semáforo para enviarle un mensajito a mi hijo mayor, para que lo lea cuando despierte. «Hijo, el sábado vamos a andar en bicicleta para volver a disfrutar como hace tanto no hacemos».

Llego a la planta y tomo los datos del camionero. En medio de una rápida conversación, donde le transmito mis miedos por lo que veo, me dice: «El peor enemigo de uno es uno mismo, mi amigo».

Mi temor es el color de la carga. Están cargando un pescado de carne muy oscura.

Pasa un chino filetero con cuchilla en mano. Mal presagio pienso. Me recuerda a la cuchilla con la que me perseguía mi madre carnicera cuando yo le rompía con la pelota una maseta del patio. El chino me ve serio, preocupado. Habiendo escuchado el motivo de mi preocupación dice sonriente, con una sonrisa que presenta a sus dos grandes dientes incisivos propios de los castores, «que de la “blanca” viene después». Su contestación confieso que no me tranquiliza en absoluto.

Exponiendo mi acta, me acompañan unos orientales a un lugar oscuro y húmedo, en un rincón dentro de la cámara de frío donde se encuentra el gabinete que dice «para uso exclusivo del personal de Aduana». Allí me abandonan.

Trato de entrar y no puedo. Forcejeo el picaporte y es imposible abrir. Prendo la linterna de mi celular, y detrás del vidrio empañando, constato con asombro la presencia de un masculino con su campera de aduana puesta, sentado en su silla, y recostado sobre la mesa. En el extremo de su puño, algo amarillo parece ser un precinto botella con el que nunca nada alcanzó a cerrar.

Intento en vano una vez más abrir el gabinete. Le grito y no responde. Parece un cuerpo helado, frío. Me intriga saber de quién se trata, qué compañero es para llamarlo por su nombre. En el vidrio parece que intentó dejar un desesperado y macabro mensaje que no puedo revelar. Pienso cuántos serán los sueños truncos e inconclusos de este compañero ahora caído en el cumplimiento de su deber. Me pregunto: «¿Que habrá visto para ser encerrado aquí? ¿Será quizás alguien que yo quería? ¿Me habré permitido decírselo?»

Puede que sea el negro Hernán, el compañero, el querido por todos, quien hace pocos días almorzando en un bar me preguntaba a los gritos, y en presencia de otros compañeros, si lo quería o no. «¡Sí o no!, decime, ¡sí o no!», fueron sus súplicas. Y mi machismo, mi dura educación, impidió responderle. Ahora comprendo esos gritos desesperados, propios de alguien que seguramente se sentía amenazado.

«¡Si negro!, ¡te quiero!», le grito detrás del vidrio gélido de mis sentimientos, como tratando de lavar mi conciencia, intentando engañarla sabiendo que ahora era tarde.

Presiento, por todo lo que veo y constato, que estoy transitando mis últimas horas. Que se acerca inexorablemente mi fin. Le envío un mensaje rápido a mi esposa con mi celular a modo de despedida. Tiemblan mis manos cuando escribo palabras que hace mucho no decía: «te amo».

Ahora sí. Se acercan. Son tres chinos. Vienen por mí. Es el fin. Mi fin. De eso estoy seguro. El negro Guzmán, apodado el Colorado al nacer, morirá irónicamente en manos amarillas.

«¡Entre allí!, ¡entre allí!», me dicen con un amenazante español poco claro, señalando el gabinete que será mi segura y desafortunada morada final.

Me trato de consolar pensando que finalmente tendré compañía, y mi egoísta deseo es que ella sea Hernán.

Un oriental forcejea uno de ellos el picaporte y la puerta finalmente se abre. Entregado a mi destino entro. No opongo resistencia. Constato aliviado, y con manos sudadas vuelco en al acta, que lo que se veía desde afuera era una campera azul olvidada por un compañero en el respaldo de una silla, con sus mangas sobre el escritorio, que lo amarillo era un caramelo masticable, y que en el vidrio puedo leer, ahora al derecho, un desagradable texto que tiene mucho de macabro: «Boca campeón».

Cuando llega el verificador de la mercadería, me aclara que la carga se había iniciado con aleta de Raya, y que luego continuarían con la blanca carne del filete de Merluza.

Al fin de la jornada laboral, y habiendo cumplido mi tarea, regreso por fin a mi casa, recordando las sabias palabras del camionero. Sabiduría que seguramente le diera la larga ruta de la vida.

Al abrir la puerta, mi señora me recibe sonriente como hace mucho no lo hacía, y con un beso me dice que ella también me ama, y se retira veloz como quien esconde algo.

Veo al mayor de mis hijos limpiando contento su bicicleta. Hace mucho que no lo veía tan feliz. Me saluda con sus pulgares en alto.

Allí es cuando recibo un pelotazo del chiquito, celoso, en medio de mi estómago. Caigo en la silla y me recuesto sobre la mesa haciéndome el muerto, quizás imitando al compañero helado, frío, solitario, que creí ver esta tarde encerrado en aquel gabinete.

Con mi cara oculta entre mis brazos pienso y me pregunto si ese no sería el «yo» que hoy quiero abandonar.

Se acercan asustados mis hijos, y cuando se dan cuenta de que me río, ellos también ríen. Y así, riendo los tres, me pongo de pie, y sacando pecho, propio de los que están orgullosos, los alzo y los llevo feliz uno en cada brazo hacia la cocina, atraído por un rico olor que sale del horno e invade nuevamente el hogar. Olor a torta casera.

EN LA ZONA 303(MUN2)

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