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Alicia

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Allí viene Alicia. Caminando lento como todas las mañanas la cuadra que dista desde la parada donde la deja el colectivo hasta la puerta de ingreso a la Aduana.

Trae como de costumbre, la cartera y una carpeta con papeles de trabajo en una mano, y en la otra, un bolso lleno de galletitas, servilletas de papel, manzana, pera, saquitos de té y mate cocido. Es que tiene un largo día de trabajo por delante y es bueno tener provisiones.

Haciendo equilibrio acaricia con el pie a su amiga Úrsula, la gata que la espera en la puerta.

Tiene planeado hacer todo lo que ha hecho siempre. Tampoco quiere llamar la atención con una vestimenta distinta a la habitual.

Entra sonriente saludando con un «¿qué hacés nene?».

Su cabello, algo rebelde, lo luce como anticipando su personalidad. Sin nada especial para la ocasión.

Trae blusa blanca impecable, pulóver azul, y su característica pollera gris calzada en su cintura a distinta altura del lado derecho que del izquierdo, con su cierre corrido a un lado. Al fin de cuentas piensa que nadie se va a fijar tanto en ella como para notar que no está centrado.

Ingresa a su oficina y arregla las flores que tiene en su escritorio. Les cambia el agua y agrega alguna que a la pasada ha arrancado con cariño y picardía del jardín, con el espacio de la mano que entre tantos bultos deja siempre libre para ese propósito. Una vez que han quedado a su gusto, las acerca para oler su perfume con notorios gestos de placer.

Luego ordena los sellos por orden de su tamaño en el porta sellos. Todos quedan mirando para el mismo lado. Los utiliza muchas veces al día y así los encuentra fácil, ya casi sin mirarlos, al igual que ejecuta un pianista.

Un papelito en el bolsillo de su blusa que dice «broches», le recuerda que debe guardarlos en su cartera para llevarlos a su hogar. Son broches de madera liviana, desarmados, ya que les ha quitado el resorte central. Los trajo hace mucho tiempo para utilizarlos si es necesario como inofensiva arma voladora. Pero los deja un tiempo más. Presume que pronto pueden llegar a ser útiles. Efectivamente eso ocurre. Alguien graciosamente pasa y la llama «¡turca!».

Así se desata una nueva batalla.

«¡No entres a la oficina administrativa que Alicia te tira con los broches!», esas son las voces de advertencia.

Desde su escritorio, con un ojo cerrado para mejorar su puntería, y detrás de unos biblioratos que hacen de escudo para resguardarse de una posible contraofensiva, sonríe ante cada uno de los ocasionales blancos.

Por encima de su improvisado escudo, aparecen algunas canas de su abultada cabellera que apuntan al cielo haciendo la suerte de antenas sensibles al peligro. También asoman, por momentos, la mitad de sus ojos, para enterarse de los últimos movimientos en el teatro de operaciones.

Está convencida que con cada golpe hace justicia, venga a sus antepasados armenios, y también nos hace escapar a todos un rato de la rutina diaria.

La tristeza que la historia inyectó en su alma no le impide tener humor.

A pesar que la batalla es desigual en número, ya que abrió varios frentes de ataque, la armenia mantiene una ofensiva encarnizada, sostenida, y amenaza con utilizar munición pesada comenzando a deslizar su mano hacia los sellos. Arma que no utiliza aún para no hacer dispendio de los recursos estatales.

Ante ese comportamiento hostil y malicioso, planeamos un ataque envolvente en forma de tenaza, mientras que otro combatiente sorprende a la insurrecta por la ventana, e inicia la ofensiva carapintada por la retaguardia con su rostro tiznado con tinta de carbónicos.

Aún nos reservamos la posibilidad de usar un grupo de mercenarios, chicos sucios que no conocen el jabón o el enjuague bucal, con quienes confiamos sofocar al foco rebelde en la lucha cuerpo a cuerpo, pero las armas químicas de olor, por decoro, quedan para ser utilizadas sólo como último y desesperado recurso.

Llama el teléfono y se inicia una tregua. Es un compañero de trabajo notificando su ausencia. «Cuídate mucho de tu enfermedad y espero que pronto te sientas bien», se escucha que le dice.

Observa a otro compañero que se dirige hacia la calle y le grita: «¡Abrigate nene!, ¡llevá campera que es temprano y afuera hace frío!». Sus sentimientos de madre protectora no puede dejarlos en su casa y los trae siempre junto a sus petates.

Mas tarde acomoda unos papeles. Es que hoy quiere dejar todo prolijo. Va a llevar a su casa todas esas carpetas con apuntes de las materias que estudió, siendo ya mayor, para tener el secundario completo. Entre tantas cosas encuentra una foto del momento en que le entregaron el diploma y otra de cuando logró el ascenso.

Llega la hora de su mate cocido con galletitas. Se la ve tranquila. Sabe que su deber está cumplido. Es un cumplido conforme utilizando términos aduaneros.

Mira el reloj. Sus ojos la traicionan. Se le escapa una lágrima. Falta media hora y aunque quiera negarlo son sus últimos minutos de trabajo. Ha llegado el momento de jubilarse.

Todos nos reunimos para darle un beso. La abrazamos. Alguien tímidamente inicia un aplauso. Lo acompañamos. Nos sumamos.

Alicia mira hacia afuera buscando a Úrsula y la ve en la ventana. Ella también está y también la mira. Ambas se despiden a través del vidrio tan sólo con la mirada.

Ahora sí. Es tiempo de ir a casa.

Se pone su campera, pero duda. Se la quita y la deja acomodada, acariciándola, en el respaldo de su silla. Hoy no es necesario que lleve su campera de abrigo con el logo de la Administración Federal de Ingresos Públicos. Afuera también está bueno.

EN LA ZONA 303(MUN2)

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