Читать книгу EN LA ZONA 303(MUN2) - Marcelo Nicolás Ubici - Страница 13
El delegado
ОглавлениеNada me producía mayor desesperación que perder algo, por más que el objeto perdido sea insignificante. Podía ser que se tratara sólo de una lapicera, pero mi descontrol era mayúsculo. Debía de tener una explicación psicológica. Quizás se trataba de que no me permitía en ningún momento perder lo que creía ser el control de las cosas.
Ahora, el haber perdido las llaves del auto estando en la oficina, justo el día en que iniciaba mis vacaciones, fue terrible. Recordaba haberlas llevado en el bolsillo del pantalón cuando salí caminando desde mi lugar habitual de trabajo hacia un café donde suelo almorzar. Me maldije muchas veces. «¿Para qué llevar las llaves del auto si tenía planeado ir caminando?», me recriminaba sin piedad. Para colmo de males, el trayecto había sido sinuoso. «¿Dónde había cruzado?, ¿en qué lugar de esa interminable cuadra de ese abrasador fin de Diciembre?».
Salí desesperado a la calle mirando hacia el piso como perro rastreador. No aparecían por ningún lado y mi desesperación aumentaba al punto de querer llorar. En mi casa tenía una copia, pero mi billetera para tomar un taxi estaba dentro del auto, y las llaves de mi hogar también. Era un problema serio. Mi mundo bajo control se estaba derrumbando en mil pedazos. Se me había hecho una laguna que no me permitía recordar si la llave la tenía cuando regresé de mi periplo o no. Además, ese día, tenía planeado salir con mi auto de viaje y toda mi familia estaría aguardándome en lo de mis suegros.
Después de muchos recorridos perrunos, regresé a la oficina. Revolví nuevamente los cajones de mi escritorio y todos los papeles que estaban sobre él. Ya exhausto, me senté en la silla y miré abatido, perdido, el armario. «En aquel lugar no he buscado», me dije, y poniéndome de pie, comencé a tirar con desesperación todos los biblioratos al piso, hasta que al agarrar uno que estaba caído, vi que por debajo aparecía el objeto más hermoso que había visto en años: «las preciosas llaves de mi auto».
«¡Aquí están!» grité con fuerza, aunque con una voz ahogada, rara. Pronto comenzó a invadirme una alegría y paz desconocida. Esa paz que sólo se siente cuando se remedia un terrible sufrimiento, como si se tratara de una prueba de ensayo de aquello de «bienaventurados los que sufren, porque de ellos será el reino de los cielos». Se ponía fin a semejante desventura, y esto se veía acompañado a que en diez minutos estaría afuera, iniciando mis largas vacaciones de un mes.
Lo demás fue de rutina, pasar por mi casa, tomar mi bolso que estaba listo hace una semana, pasar a buscar a mi familia, e irnos todos juntos a Villa Gesell a descansar.
Al llegar a la Villa pregunté en la secretaría de turismo por un hotel que estuviera bien ubicado y no muy caro. De eso se trataba, de ser un buen economista, de asignar recursos escasos al cumplimiento de fines múltiples. Por lo menos eso rezaban todos los libros de economía que me habían hecho leer en la facultad como a la Biblia misma.
Los puntos marcados en el mapa por la señorita de turismo eran demasiados para mi gusto, ya que lo único que quería era llegar de una vez, sacar todos los petates del auto y salir a caminar por la orilla del mar pensando en la nada misma, esa nada que es placentera, aunque por desgracia, dura muy poco. Pronto se interrumpe cuando sale la luna, momento en que tu señora comienza a impacientarse y quiere salir a ver vidrieras, y tus hijos quieren ir a jugar a los ruidosos juegos electrónicos.
Tenía entonces que decidir el hotel rápidamente, para extender lo más posible, la «nada» que mi mente había estado esperando hace tanto tiempo. El esfuerzo de todo un año en el loquero de la gran ciudad, para tener el placer de tener, al menos una hora parecida a la inteligente vida de nuestros «incivilizados» hermanos los indios.
Así fue como elegí el hotel, rápido y al tanteo. El parque del frente parecía lindo. Al tocar el timbre, desde el fondo, comenzó a aproximarse entre la tupida vegetación, quien seguramente sería el encargado o el dueño.
Tenía larga cabellera y barba. Ambas eran blancas. Como nada sabía este hidalgo caballero sobre mi apuro por la nada, su caminar era lento, acompasado. Parecía envuelto en una parsimonia, en una tranquilidad incomprensible para alguien acelerado y ansioso como yo.
Al acercarse vi que sonreía y abría sus brazos como para abrazarme. Yo no sabía de quien se trataba, y sin esperar a que abra las rejas, también estiré mis brazos para abrazarlo reja de por medio. Quise acelerar el trámite para poder salir desesperado en busca de esos escasos minutos restantes del día.
«¡Cómo andas tanto tiempo pibe!», fueron sus primeras palabras con una voz mezcla de grave y serena. «¿Te acuerdas de mí?», me dijo apretándome contra la reja que mi torpeza había dejado en medio de ambos cuerpos.
«¡Claro!», le dije sin tener la más pálida idea de quien se trataba. «Trabajamos juntos», arriesgué.
«¡Qué memoria pibe! ¡Te felicito!», dijo abriendo por fin los fríos, incómodos y punzantes barrotes de metal. «Pensé que no te ibas a acordar de mí, ya que yo renuncié a la Aduana al poco tiempo que vos habías entrado. Además, mírame como estoy ahora, mucho más gordo, con el pelo largo, con barba. Nada que ver a quien era», agregó sin abandonar en ningún momento su sonrisa.
Y fue justamente el brillo de sus ojos, su amigable mirada, la que me hizo recordar de quien se trataba. Era Hernán. Ahora no tenía dudas. Era aquel que me había dado la bienvenida y la confianza necesaria en mis temerosos primeros días de trabajo. Entonces agregué el clásico y mentiroso «¡pero si estás igual!». Mis fríos cálculos contables arrojaban el resultado de que, con estas mágicas y reconfortantes palabras, me haría al final un buen precio por mi estadía.
«¡Pero pasen che, no se queden allí!, por lo que veo vienen a mi hotel a pasar unos días, así que como estarán cansados ya mismo los llevo a una habitación. Este hotel lo compré con el dinero de la venta de mi casa en Mar del Plata. El comienzo fue difícil. Con decirles que no teníamos casi plata para pagar la luz y el gas, pero de a poco fue repuntando el negocio y lo fui equipando, TV en cada habitación, aire acondicionado, etc., etc. Todavía faltan servicios, pero creo que estarán bien. Recientemente le incorporé Wifi, ya que la gente quiere estar siempre comunicada con alguien distante, aunque no hablen y no conozcan a quienes tienen a su lado, o a sí mismos. En fin. Aquí tienen, su cuarto. Cuando puedas seguimos charlando pibe, ¿sí?».
«Con gusto» le dije, dando palmadas cortas en su hombro que me permitían apartarlo un poco para cerrar por fin la puerta de la habitación. Pronto me puse las ojotas, la malla, una remera y salimos todos por la costa.
Lo siguiente fue lo planeado, caminar con la mente en blanco por la orilla, luego un cafecito y ver esas malditas vidrieras por las que las damas te pasean queriendo comprarse lo primero que ven diciendo: «¡mirá qué lindo!», sonriendo, buscando también tu sonrisa, y cuando lo hacés, te ves obligado a comprarlo porque pareciera que sin ese objeto su vida ya no tendrá sentido. Y ves que su felicidad es infinita, o crees eso, pero no, porque dura hasta la vidriera de al lado donde ve otra cosa «imprescindible» y te vuelve a sonreír, para hacerte nuevamente sentir el macho proveedor, y vuelves a comprar, entrando en un mundo capitalista que no es el tuyo, porque con la malla, la remera y las ojotas eras feliz.
Por último, la cena y los juegos electrónicos, donde comienzas a gritarle a los chicos «¡dale!, ¡manejá!, ¡prendé las luces!, ¡tocá bocina!», pero ellos sólo miran para un costado buscando otro juego en donde poder subirse cuando acabe en el que están, porque a ellos la gran variedad de la oferta los hace entrar también en el insaciable y desenfrenado consumo.
Al volver al hotel, cansado después de semejante día, lo único que más deseaba era dormir, pero para mi sorpresa, en un sillón del inevitable jardín que no podía sortear, porque era camino obligado entre la calle y las habitaciones, me esperaba mi antiguo compañero, y por lo visto, muy dispuesto a charlar.
Por suerte la noche era agradable. El aire parecía acariciar suavemente mi rostro, y nobleza obliga, acepté de Hernán una copa. Saludé a mi familia para ser yo el único mártir de la noche que se inmole en la ineludible conversación que avenimos celebrar entre él, el alcohol y yo.
«¿Tu nombre era…?»
«Juan, mi nombre es Juan», apuré la contestación para que no se vea en aprietos.
«¿Te acuerdas Juan que yo era delegado gremial? Siempre me gustó ayudar a los demás, tratar de que la gente se sienta bien, que se sienta valorizado. Y ella era mi lucha. Tenía ideales muy fuertes, y los compañeros me eligieron durante años porque los compartían. Yo entonces, me debía a ellos. Sentía que tenía que ser fiel a mi palabra. A mi espíritu transformador. Pero a veces eso no se entiende. Cuando uno es fiel a las ideas iniciales te vuelves algo inflexible y corres el riesgo de que te tilden de traidor. Y eso fue lo que me pasó. Yo trataba de que comprendan mis colegas delegados, que hay cambios necesarios, y que debíamos tener la fortaleza ante presiones de llevarlas a cabo. Que no podíamos seguir siendo plantas acuáticas que acompañen la corriente para pasarla más relajados. Yo exponía mis principios abierto al diálogo. Pero hay gente más cerrada, que consideraba que tenía enemistad con quienes no compartían mis pensamientos. Nada de eso era cierto Juan, te lo juro. Jamás he odiado a nadie, no sé de qué se trata eso. ¿Otro vinito?», me dijo sonriente señalando mi vaso. Acepté.
Luego prosiguió: «Después venían todas esas palabras armadas, vacías de real contenido, que cuestionaban mi fidelidad, mi entrega, mi lealtad, mi acompañamiento en los difíciles tiempos políticos que corren, mi incondicionalidad. Todos obstáculos, todas luces de semáforo en rojo en esa avenida en la que quería avanzar.
» El desgaste fue grande y yo me sentí tironeado por todos lados. El trabajo requería cada vez más tiempo y era más riesgoso y estresante. Mi familia, mis hijos, también necesitaban más de mí, de mi presencia. Mi tarea gremial también. Así es que un día me hice un replanteo: ¿por qué seguir así?, ¿por qué no cambiar, quemar las naves e iniciar una nueva vida? Si mi misión sentía que era ayudar al prójimo. ¿Por qué no hacerlo desde otro lugar más simple?
» Estando aquí, vi que tenía más ratos libres para dedicarlo a los míos y a mí. Y comencé a estudiar actuación. Esto me gustó porque me ayudaba a dar batalla a mi timidez. Y luego me dieron la oportunidad de actuar en el teatro local, teniendo yo algún papel secundario. Veía como la gente se divertía, reía, aplaudía. ¡Qué felicidad! Y más sabiendo que el precio de la entrada era un alimento no perecedero que luego llevábamos a hogares carenciados.
» Recobré así, de a poco, mi equilibrio. Ya el año pasado, para esta época, tuve un papel protagónico, y la semana pasada vinieron de la sociedad de fomento a pedirme que repita este año mi papel. ¡Imagínate!, cuadras y cuadras repletas de gente queriendo aproximarse a vos. Yo ya dije que no estoy para esos trotes, pero que aceptaba hasta que ellos me necesiten y el cuerpo aguante. Aunque créeme que no añoro la juventud, ya que esta presenta desafíos, incertidumbres, miedos. Estoy feliz, no con lo que tengo, sino con lo que soy y con el camino recorrido.
» A propósito, mañana es el gran día. Te espero Juan para que veas lo que hago a las cinco de la tarde en la calle Tres, la del centro. ¿Podrás venir? Porque esto hay que verlo, sentirlo, no se puede contar».
«Sí, allí estaré Pablo. Te dejo para que sigas preparando todo, ensayando, además supongo que estarás nervioso», le dije poniéndome de pie.
«Algo, pero vale la pena. Está todo bajo control pibe. ¡Hasta mañana Juan!».
A las cinco en punto de la tarde estuve allí. Eran cuatro cuadras adornadas con banderines y había gran cantidad de público.
El actor no aparecía y los presentes comenzaron a aplaudir. De pronto muchos gritaron: «¡Allí viene! ¡Allí viene!».
Con un traje rojo y gorro rojo con pompón blanco, alguien se acercaba con su voluminoso cuerpo rollizo cargando una pesada bolsa. Los niños se le abalanzaban, y luego felices corrían con sus nuevos juguetes.
Se escuchaba la risa cada vez más nítida, y teniéndolo frente a mí, «Papá Noel» me guiñó el ojo. Se aproximó, y yo lo abracé en forma sincera, conmovido como quien abraza al Papa. Sentía que ese hombre había asumido ahora como delegado de Dios en la tierra. Fue el primer abrazo de mi vida sin sentir frías rejas de por medio.
También emocionado, entusiasta, gritando para superar el bullicio y asegurarse así de que yo escuchara, tomando mis brazos y sacudiendo, desempolvando mi cuerpo en medio de una gran alegría colectiva, me dijo: «¿Entendés de que se trata pibe?».
«Sí, ahora entiendo», le respondí. Y poniendo fuerza de voluntad, abandonando por fin mi egoísmo, lo dejé seguir su glorioso y heroico camino.
Me fui a la playa en busca de mi señora esposa que se había quedado allí comprando bijouterie a un vendedor ambulante africano. Caminaba con un pensamiento que era mucho más placentero que la nada misma. Contuve en lo que pude la emoción. Mis hijos, alegres con sus flamantes juguetes, y orgullosos de que su padre fuera amigo de Papá Noel, no entendían el porqué de mis delatoras y traicioneras lágrimas.
Sentía la misma paz y felicidad que había experimentado el día anterior cuando encontré las llaves de mi vehículo. Pero eran sentimientos multiplicados, aumentados, potenciados. Una llave mucho más importante que las de un auto había acabado de encontrar.