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III. La vejez como pre-muerte (una marca de ser mortal fisiológica)

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«Alta edad mentíais, carretera de brasas y no de cenizas…»,

Saint John-Perse (Crónica, 1961).

El rechazo por la vejez no solamente se explica por causas estéticas que ponen a determinada persona fuera del circuito de deseo de lo joven; las señales de vejez apuntan en dirección a un cuerpo profundamente repelente, temido, causa de espanto. Trátase del cuerpo-cadáver. En lo viejo asoman los indicios tempranos de la futura descomposición, en una suerte de preaviso de la podredumbre futura del cuerpo. La muerte de la célula, la muerte de la tersura de la piel, la muerte de la firmeza muscular, la muerte de la agilidad, la muerte de la agudeza de los sentidos (en especial, la vista y el oído), la menopausia, metaforizan «pequeñas muertes» irreversibles que anuncian, desde el deterioro del cuerpo vivo, el advenimiento inexorable del cuerpo muerto. En la juventud puede proyectarse imaginariamente la inmortalidad, en la vejez no puede dejar de «concretarse» la marca sobre la carne de la certeza de la mortalidad. Gabriela Mistral lo pone así en poesía: «en mis sienes jaspea la ceniza precoz de la muerte».

La desesperación por mantenerse joven que se observa con tanta frecuencia en nuestra civilización occidental obedece al furioso rechazo narcisista (dolor mediante) a aceptar sobre sí las marcas de la castración que escriben sobre una arruga o sobre la elasticidad de la carne la ley de la castración. El espejo deja asomar el incipiente perfil de la degradación corporal. La «opinión pública» desde el superyó (Freud, 1914) observa con susto y rechazo a ese cuerpo que empieza a denominarse «viejo». La representación intolerable evocada remite siempre a una exigencia de trabajo de elaboración. La madurez biológica es un buen tiempo para el advenimiento de la madurez psíquica.

La vejez se dirige alternativamente hacia el campo de lo abyecto y hacia el de la sabiduría. Es un tiempo fértil, rico en la aventura de la vida, que indica el final y permite poner en juego una cosmovisión nueva.

Saber vivencialmente acerca de las limitadas posibilidades de gozar de la vida la tornan todavía más preciosa al convertirse entonces la muerte en la sabia compañera de la vida. Habla de la instantaneidad y fugacidad de los días y susurra consejos para disfrutarlos, alejados de ideales superyoicos, expectativas narcisistas y querellas estériles. Enseña a mirar de frente un destino de olvido, despojados de ropajes empobrecedores. Los representantes narcisistas se yerguen y caen en este trabajo de elaboración por donde asoma la condición mortal del ser. La energía ocupada en sostener la representación de His o Her Majesty the Baby (Freud, 1914) es drenada hacia una mayor exogamia, delegación narcisista, excentración del sujeto y consiguiente trabajo en la cultura.

El sujeto puede asimismo preguntarse acerca de su supervivencia simbólica, a través de los hijos, de las creaciones, todas formas de pensar en una prolongación de la vida en la memoria de los hombres por un tiempo más. Es lo que P. Aulagnier (1979) conceptualiza como «una pequeña parte separable de la muerte». Las religiones ocupan un lugar primordial al proponer el prolongamiento de la vida en una vida eterna.

El levantamiento de la desmentida respecto de la muerte, ese «ya lo sé... pero aun así» (Grinberg de Ekboir, 1982), con que se suele transitar los días invita a atreverse a profundos cambios. Por de pronto implica atreverse a escuchar y a sentir repercutir en uno el solitario grito en el vacío de ser humano herido en la fibra narcisista más íntima, la inmortalidad del yo. Aquí se abre la dimensión del hombre desgarrado en las incógnitas de lo real de su cuerpo, atravesado por el saber de un destino que lo conduce a una segura disolución.

Escribe Portella Nunes (1988): «Creemos que la perspectiva más importante abierta por Freud con la introducción del instinto de muerte ha sido poco utilizada en el sentido del trabajo clínico. No se acostumbra aprovechar el material de la muerte, que casi diariamente nos llega. El verdadero trauma del nacimiento consiste en lanzar al ser humano a la muerte». Las bastardillas son mías. Esta frase puede servir de introducción al abordaje de las temáticas clínicas, con la muerte. El autor echa una mirada a la perspectiva del tiempo futuro en un análisis, integrando pasado, presente, futuro. En el mañana podrá estar la dicha, el cumplimiento de ideales, lo nuevo, la continuación de la aventura de vivir, así como también, y con certeza, la muerte.

Esta certeza es a veces una idea, otras veces un afecto, una sensación, un extraño sentimiento.

Clínica con la muerte

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