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II. Antropología de la muerte a. El primitivo y la muerte

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He de distinguir el hombre primitivo, por un lado, y el pensamiento primitivo, por el otro, perteneciente este al hombre de antaño y muchas veces presente en el hombre moderno como restos inconscientes vinculados con afectos e ideas arcaicas.

Lévy-Bruhl (1922) se ha ocupado de recabar información sobre la mentalidad primitiva. Al leer su obra, uno debe intentar penetrar en formas de pensamiento que nos resultan bizarras en tanto se alejan de los procesos de pensamiento habituales del hombre civilizado y se manejan por un pensamiento mágico que es indiferente a las causas mediatas y que aplica un juicio de máxima certeza fundado en un imaginario bizarro. Indígenas de distintas partes del planeta experimentan a la muerte de la misma manera: no se muere de muerte natural, uno es siempre muerto por una potencia mística invisible. Coexisten para ellos el mundo de la percepción sensible (visible) y el mundo de los espíritus (invisible). El cuerpo se presta como receptáculo para dar entrada o salida a un espíritu en una suerte de circulación sin fronteras. Al soñar, uno se trasforma en un recién muerto y el espíritu visita a los ancestros y dialoga con el otro mundo. Por eso Lévy-Bruhl es taxativo cuando enuncia que (p. 65) “para comprender la mentalidad primitiva es necesario renunciar de antemano a la idea que nosotros tenemos de la muerte y de los muertos...”. Una persona es declarada a veces muerta antes de morir cuando se considera que su espíritu ya ha partido y es enterrada viva; una persona gravemente enferma, de no morir de inmediato, es abandonada a sí misma pues el estado de pre-muerte inminente e incierta inspira terror. El muerto se convierte en malo y daña, castiga, etcétera.

¡Cuán extrañas nos parecen estas formas de pensamiento! Freud (1919) nos enseña que estos mecanismos “superados” en el hombre civilizado no lo están totalmente y retornan adoptando el carácter de lo siniestro en múltiples ocasiones. Impera en esos momentos la omnipotencia de las ideas, el pensamiento mágico, el reinado de lo sobrenatural, el animismo, etc. Los límites entre fantasía y realidad se desdibujan. Los seres civilizados no han desalojado por completo al hombre primitivo con su narcisismo ilimitado y su trato con las fuerzas naturales y sobrenaturales.

Lo siniestro se mezcla con lo espeluznante cuando entra en relación con cadáveres, con el animismo de lo muerto, con espectros, con fantasmas. La vida de los muertos emerge en su doble carácter de invisible y de eficaz. Se juega con prácticas de muerte y resurrección para curar enfermedades (magia homeopática o imitativa). Escribe J. Frazer, (1890, p. 48): “Hay una rama prolífica de la magia homeopática que obra por medio de los muertos; del mismo modo que un muerto no puede ver, oír ni hablar, así se puede, basado en la regla de la magia homeopática, dejar a la gente ciega, sorda y muda por el uso de huesos de difuntos o de cualquier otra cosa que esté contagiada por la corrupción de la muerte: por ejemplo, entre los galeses, cuando un mozo va a galantear por la noche, coge un poco de tierra de una tumba y la esparce sobre el techo de la casa de su novia exactamente sobre el lugar donde los padres duermen. Imagina que así prevendrá que no se despierten mientras él habla con su amada, puesto que la tierra de la tumba les dará un sueño tan profundo como el de la muerte”.

Muerto no quiere decir inexistente o ineficaz. Lo muerto hace. Hace con lo que queda de él, con la materialidad sobrante (huesos, cenizas, restos), y con una parte de sí que no desaparece nunca. Me refiero al espíritu, al “alma” que sigue planeando sobre la superficie de la tierra. Invisible acorporeidad que debe temerse, reverenciarse y llamar a veces en nuestro auxilio.

El pensamiento salvaje (Lévi-Strauss, 1962) está dominado por la ciencia de lo concreto. En los ritos funerarios de los fox, por ejemplo, tienen lugar ceremonias de adopción por medio de las cuales se sustituye un pariente muerto por otro vivo, lo que permite la partida definitiva del alma del difunto. Los ritos funerarios muestran la gran preocupación por deshacerse de los muertos, para asegurarse de que el “fantasma” del muerto no retorne a vengarse o a molestar a los vivos. Los vivos “deben mostrarse firmes ante los muertos: los vivos harán comprender a estos que no han perdido nada al morir, pues recibirán regularmente ofrendas de tabaco y de alimentos. En cambio, se espera de ellos que a título de compensación de esta muerte, cuya realidad recuerdan a los vivos, y del pesar que les causan por su deceso, ellos les garanticen una larga existencia, vestido y algo que comer” (pp. 56-57).

El alma y el cadáver interactúan. Sus poderes deben ser controlados.

También se simboliza a la muerte con propiedades de la naturaleza. En Portugal, a todo lo largo de la costa de Gales y en algunas partes de la costa bretona prevalece la creencia de que los nacimientos se verifican cuando sube la marea y de que la gente muere cuando está bajando (Frazer, p. 53). El fenómeno muerte recibe desplazamientos y concretizaciones en los múltiples sucesos de vida y muerte que ocurren en la vida natural.

Todo en la naturaleza vive, muere, y renace bajo formas metamorfoseadas. El fantasma o espíritu del muerto implica una metamorfosis imaginaria. El cadáver también se trasforma, el alma emigra y se trasmuta.

Los muertos constituyen una suerte de especie oculta: eficaces, eternos, positivos o negativos, omnipresentes...

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