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Los idearios de la muerte I. Introducción
ОглавлениеEn este primer capítulo se enriquece el psicoanálisis con aportes de otras disciplinas que destacan la complejidad fenoménica que rodea al suceso “muerte”.
La antropología de la muerte pone sobre el tapete el entramado entre vertientes intrapsíquicas y socioculturales. En sus avatares constitutivos se entrecruzan la filogenia y la ontogenia.
Los idearios de la muerte comprenden las ideas y los afectos que determinado contexto sociocultural engendra respecto de ella. La manera de considerar a la muerte depende enormemente de los aspectos sociales del superyó determinado por las creencias sociales y “la opinión pública” (Freud, 1914).
En estas páginas se tomarán en cuenta el pasaje entre la vida y la muerte, la manipulación del cadáver, los ritos funerarios y la categoría de ex viviente.
La tipología de las muertes muestra cuánto depende el hombre de su entorno tanto para vivir como para morir. Cuesta pensar, inmersos en el trajín de una vida de Occidente de fines del siglo XX, que morir pudiera haber constituido alguna vez una experiencia de máxima trascendencia, manejada en gran medida voluntariamente, con un mínimo de angustia y un máximo de cortesía en un ámbito de natural familiaridad.
La demarcación entre vida y muerte no es siempre demasiado precisa. Los que se van influyen sobre los que quedan y los que quedan dialogan imaginariamente con los que ya han partido. Se constituyen territorios psíquicos intermedios donde vivos y muertos interactúan y se comunican. Las religiones y las creencias primitivas facilitan esta circulación. Los rituales del luto y el proceso de duelo están impregnados de un intercambio necesario con el muerto como presencia psíquica con quien deben llevarse a cabo determinadas ceremonias en el mundo externo y en el mundo interno. El muerto está activo y “vive” desde su lugar de muerto.
La inmortalidad, privilegio de los dioses, es considerada un máximo bien desde una fantasía que inventa un lugar sin sufrimiento alguno. Es interesante al respecto consignar lo que en nuestro medio ha investigado Cordeu (1983) en sus trabajos de campo con los ishir y chamacocos, quien concluye que la condición edénica resaltada por Mircea Eliade como la “nostalgia del paraíso” no es en el fondo tal pues –a la manera del retorno de lo reprimido–, en los mitos paradisíacos, “la inmovilidad primordial es semejante en todo a la de la muerte”. La muerte vuelve a aparecer allí donde la creíamos destituida para siempre. La vida edénica, libre, plena, donde no hay pesares ni esfuerzos, resulta una vida no-humana, aburrida y carente de interés, ya que no favorece el despliegue de las fuerzas vitales. En la vida terrena, con sus obstáculos y luchas, la muerte emerge como “una experiencia extrema fundante de sentido” y adquiere valor en su contrapunto existencial con la vida.
Muerte y vida constituyen un par dialéctico en interacción permanente; cada uno de estos términos obtiene su riqueza semántica en su vinculación con el otro.
La historia da pruebas de la circulación entre vivos y muertos. En la lengua medieval, la palabra “iglesia” comprendía “la nave, el campanario y el cementerio”. Estos lugares se fueron convirtiendo en lugares públicos. El cementerio era también un lugar de asilo que con el tiempo se convirtió en lugar de encuentros y reuniones, como el foro de los romanos. Pegados a los osarios, se instalaban a veces mercachifles y tenderetes. En 1231 el concilio de Ruán prohíbe que se baile en el cementerio o en la iglesia so pena de excomunión. En 1647, un texto expresa el malestar generado por la coexistencia en un mismo lugar de sepulcros y de “las quinientas diversiones que abundan bajo estas galerías [...]. En medio de tanto barullo (escritores públicos, lenceras, libreros y merceras) había que proceder a una inhumación, abrir una tumba y sacar cadáveres que aún no se habían consumido, dándose el caso de que, aun en época de mucho frío, el suelo del cementerio exhalara olores mefíticos” (Aries, p. 30).
Durante un milenio la gente había tolerado perfectamente lo que Aries denomina “la promiscuidad entre vivos y muertos”. Y lo que es más importante aún es que “el espectáculo de los muertos, cuyos huesos afloraban a la superficie de los cementerios, como la calavera de Hamlet, no despertaba entre los vivos más sobresalto que la idea de su propia muerte. Tan familiares les eran los muertos como familiarizados estaban con su propia muerte”.