Читать книгу La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo - Mariana Palova - Страница 14
CAPÍTULO 4
ОглавлениеTIERRA DE NINGÚN HOMBRE
(ENVENENAMIENTO)
¿Cuándo fue la última vez que percibimos el hedor a podredumbre con semejante intensidad? ¿Fue cuando penetramos las vísceras de aquella última cabeza de ganado? ¿Cuando olimos el vientre abierto de Alannah?
No. La peste de la comisaría del condado de San Juan es muy, muy diferente; un hedor que no se borra con agua y lejía, porque viene impregnado en algo mucho más trascendental que la carne podrida.
Y a pesar de la repugnancia, el viento, caliente como el sol que abrasa nuestras debilitadas cenizas, pronto nos empuja contra las ventanas del edificio.
El agua, o al menos las fuentes naturales, siempre nos da la fuerza necesaria para tomar forma y cuerpo, pero mientras el desierto contenga sus nubes, no nos quedará más que arrastrarnos como polvo.
Regresamos nuestra atención hacia la comisaría, y a través de los cristales observamos a un joven sudoroso que no hace más que mirar idiotizado un monitor.
No recordamos mucho de lo que fue nuestro mundo antes de que nos despertasen de los recuerdos, siendo nuestra hambre y crueldad unas de las pocas cosas que han quedado intactas de nuestro pasado, pero a pesar de los veinte años que hemos reptado en esta tierra tan nueva, tan diferente, seguimos sin concebir que los humanos, aquellos seres que alguna vez fuimos y fueron un vínculo sagrado entre lo divino y lo vivo, no encuentren hoy en día un placer mayor que sentarse a aburrirse frente a sus pantallas.
Pero este novato, más que a aburrimiento, huele a humillación. A depresión y lodo de pantano, porque a pesar de que lleva en este condado más de tres meses, no ha podido ganarse el respeto de nadie en la oficina de corruptos donde trabaja. Y eso nos complace sobremanera, porque sin ilusiones, sin esperanzas, los humanos somos, son, tan sencillos de manipular…
Estamos a punto de traspasar el cristal, cuando el sonido de unos neumáticos sobre el asfalto hacen al joven pararse de un salto. Se asoma por la persiana para ver cómo una camioneta, envejecida por el óxido, se estaciona frente a la comisaría.
—¿Otra vez? —susurra nervioso al reconocer a los recién llegados.
Las puertas del vehículo se abren de par en par. Del lado del conductor se baja una hembra blanca, una devorapieles con el cabello rubio y los ojos azules. La portadora de Ojo de Arena, Irina Hatahle, se sacude las ropas y va hacia la parte trasera de la camioneta, la zona de carga, la cual hiede de forma casi tan penetrante como la misma comisaría. Con un solo brazo saca un hinchado cadáver de ternero que ya lleva dos días pudriéndose bajo el sol. Se lo echa a los hombros y su fino rostro no se inmuta cuando los fluidos calientes que la carcasa aún conserva se desparraman sobre su cuerpo.
Ah, flor de carroña. La hermosura y la podredumbre nunca habían sido tan balanceadas, tan perfectas.
Pero al mirar al otro ser que se apea del lado opuesto de la camioneta, nuestra tenue admiración se transforma en burla.
Es otro devorapieles, un hombre negro cuya estatura logra cubrir el sol al erguirse por completo; su cabello en rastas le cubre todo el largo de la espalda y su musculatura resalta como si no estuviera bajo ropaje alguno.
No obstante, a pesar de la impenetrable rectitud en sus ojos dorados, nosotros sabemos que todo en Calen Wells hiede a bastardo.
Nos cuesta cien soles mantener nuestra excitación quieta, pero al ver la caja de cartón que sostiene el devorapieles entre sus manos, nos vemos obligados a apaciguarnos.
Los dos errantes se miran por un instante y entran en la oficina. El tufo del animal muerto se impregna con rapidez en el ambiente.
—¿Pero qué es…?
—Agente Clarks —saluda el devorapieles sin gentileza.
El chico, en respuesta, se encoge en su silla.
—¿E-en qué puedo ayudarlos? —tartamudea como un imbécil mientras sendas gotas de sudor, que poco tienen que ver con el calor, bajan por sus sienes.
Irina, condescendiente, sonríe y levanta un poco las pezuñas del ternero.
—Trajimos evidencia para el señor Tate, jovencito.
—Ah, él… sí. Me ha dicho que hoy no puede recibir a nadie sin previa cita, dice que e-está ocupado.
Ante la obvia mentira, el ancestro de Calen, Crepúsculo de Hierro, se revuelve como una bestia enjaulada dentro de su cuerpo. Da un paso decidido hacia el joven y deja caer la caja sobre el escritorio, y el retumbar del metal de lo que lleva dentro hace saltar al chico de su asiento.
—Habríamos concertado una cita si ustedes se tomaran la molestia de contestar el teléfono —dice despacio, pero en un tono tan grave que parece un gruñido—. Y si usted no le dice a su jefe que nos atienda, me veré obligado a entrar a esa oficina por la fuerza.
—Y no queremos eso, ¿verdad, joven Ronald? —añade Irina con un intento de sonrisa.
La mirada del chiquillo se torna acuosa.
—Y-yo…
—¡Muchacho! ¿Qué demonios está pasando? ¡Ven aquí en este preciso instante!
Una peste, todavía más demencial que la del propio ternero, se desprende cuando nuestro solo oído escucha aquellos gritos desde la oficina al fondo de la comisaría.
El centro de podredumbre que invade todo el edificio late desde allí, oculto entre papeles y burocracia. No es algo muerto ni restos de carne podrida. No es un espíritu ni un demonio.
Es algo mucho peor.
El novato se pone en pie con dificultad.
—Denme un segundo… —murmura para internarse de inmediato en el cubículo. Después de unos asfixiantes murmullos y berreos, el chico asoma su cabeza pelirroja por la puerta entreabierta.
—Pasen, pero dejen eso afuera, por favor —pide y señala el ternero con la cabeza.
Irina se encoge de hombros, avanza a zancadas hacia la salida y, sin mucho esfuerzo, arroja el cadáver al asfalto, del cual rezuma un líquido verduzco al chocar contra el suelo.
El acobardado novato les pasa de largo y entra en una de las patrullas del estacionamiento. Arranca, tembloroso, pero no sin antes enviarles una última mirada nerviosa a los visitantes.
Momentos después, los dos errantes son recibidos por el sheriff del condado de San Juan, quien los mira atentamente mientras ellos toman asiento frente a él.
—Perdonen la inutilidad de mi asistente —dice el hombre mientras sonríe con dientes amarillentos—. Debía irse esta mañana a tomar notas de un caso, pero el pobre lo ha olvidado por completo.
Ante su innecesaria verborrea, los devorapieles no dicen palabra. El cerdo carraspea con un fastidio bien disimulado.
—¡En fin! ¿En qué puedo servirles esta vez, señores? No hace ni tres días que los recibí. ¿Todo en orden?
El cinismo del hombre hace que Crepúsculo de Hierro contenga la tentación de romper la mesa de un puñetazo.
—Cuando acompañaba a su padre a juntar el ganado esta mañana, uno de mis hijos encontró muerto a otro de nuestros animales —comienza Irina con prudencia—. Además, tenía esto metido en la garganta.
Calen saca de la caja un aparato que deja caer sin miramientos sobre el escritorio de madera. Es un alambre de púas engranado a una trampa metálica. De uno de los extremos cuelga un enorme gancho, cuya punta curvada todavía está recubierta por carne muerta: trozos de una lengua cercenada. En el otro extremo hay un clavo largo y oxidado, destinado para clavarse en la tierra y sostener con crueldad a su presa.
—Es el quinto, sheriff. El quinto animal que perdemos en dos meses —dice serena la devorapieles.
El hombre mira el brutal artefacto y se rasca con discreción una axila sudada, indeciso entre la sorpresa y la frustración. Sabe que aún si se cagara sobre su propia silla, nadie levantaría un dedo para reclamárselo, pero ellos, esta gente tan extraña, llevan meses complicándole la vida.
El cerdo duda, y nosotros deslizamos nuestras cenizas sobre su hombro. Lo hacemos arrugar la nariz y, despacio, pegamos nuestra sola boca sobre su oído tapado por el cerumen.
Lo envenenamos. Le susurramos el gozo de la brillante joya nueva que lleva en el dedo anular. Le inyectamos el placer de pagar su reluciente auto nuevo sin tener que sudar una sola gota de trabajo honesto. De las mujeres que ha comprado con la sangre de ese becerro.
No hay espíritu más inmundo que la codicia, y este hombre y su comisaría están repletos de ella, casi tanto como nosotros lo estamos de nuestra propia maldad.
Él, complacido, sonríe.
—¿Y se puede saber qué hacía su hijo con el ganado en vez de estar en la escuela, señora Hatahle?
Ojo de Arena se yergue sobre la silla.
—Disculpe, pero ¿a qué viene eso? —pregunta con aparente calma.
—Quiero decir, señora, que siempre me ha interesado el bienestar de la gente de este condado, y por lo mismo, no logro comprender cómo es que sus niños no van a la escuela. Me parece… preocupante.
—Mis hijos estudian en casa —dice ella con los dientes apretados—. Usted ya lo sabe.
—Bueno, bueno, pero aun así —exclama el sheriff con una mano en el pecho—, ¿acaso no es consciente del peligro que correría el niño si lo atacase una serpiente o se cayera de uno de los acantilados? ¿Qué clase de madre es usted?
—¿Pero quién diablos se ha creído? —la mujer intenta ponerse en pie de un tirón, pero la firme palma de su hermano en su hombro la retiene.
—No evada el tema, sheriff —dice el bastardo—. ¿Se imagina lo que habría pasado si la trampa no hubiese sido activada por el ternero? El hijo de Irina tenía más probabilidades de matarse si esta cosa llegara a enterrarse en alguna parte de su cuerpo que por algún otro accidente. Y usted lo sabe.
Aun cuando la voz del devorapieles ha retumbado más de lo habitual, el sheriff tan sólo se inclina sobre su silla, confiado de nuevo en su poder.
—Entiendo su intranquilidad, señor Wells, y le aseguro que la comisaría de San Juan está poniendo todo de su parte para resolver este problema, pero esta ¿trampa? —dice, apuntando al artefacto—, a mí nada me revela. ¿Cómo sabe usted que no fue dejada allí hace mucho tiempo o que no la tiró algún cazador debidamente regulado?
—¡No puede hablar en serio! ¡Cazan nuestro ganado dentro de nuestro propio terreno! Hemos levantado denuncias y no veo ninguna patrulla en nuestros alrededores, puede haber gente peligrosa deambulando por nuestras tierras, ¡y usted sólo se sienta ahí a darnos excusas estúpidas!
La gigantesca mano de Crepúsculo de Hierro aplasta por fin el escritorio. Y, de manera casi imperceptible, la punta de sus colmillos empiezan a afilarse.
Sonreímos de hondo placer, porque no podemos esperar a ver cómo se quiebra por completo.
—Que yo sepa —susurra el sheriff Tate con la barbilla en alto—, esas tierras le pertenecían al anciano Begaye. Y usted, señor Wells, no está emparentado con él; además, ¿quién le da potestad para venir a gritarme en mi propio despacho?
—¿Pero qué mierda le pasa? —sisea Irina.
—Cuide su lengua, señora —responde el hombre, sonrojado por la soberbia—, está hablándole a un representante de la ley. Le recuerdo que estamos siendo muy benevolentes al permitirles vivir allí, a pesar de que no poseen derecho legal alguno sobre esas tierras. No me hagan cambiar de opinión.
—A usted le importa una mierda la ley —gruñe Calen con los labios apretados, en un intento de ocultar sus colmillos—. Larguémonos de aquí, Irina. Ya encontraremos a alguien que quiera ayudarnos, así tengamos que llevar esto hasta otro maldito condado.
El errante toma la caja con la trampa y da media vuelta. Nos las arreglamos para impregnarnos en su piel mientras Irina nos sigue de cerca.
Invasores. Mala madre.
Qué fácil ha sido quebrarlos.
Ambos se suben a la camioneta en completo silencio, sin siquiera tomarse la molestia de cargar de vuelta el cadáver del ternero, y emprenden la marcha en dirección a la carretera estatal. La tensión rasguña la piel de ambos y nuestra presencia no hace más que empeorar la pesadez dentro de la cabina.
—No nos conviene pagar un abogado ahora, tardarían años en arreglar el asunto de las tierras —dice Ojo de Arena después de un largo, largo silencio—. Nadie nos escucha y nadie va a querer ayudarnos.
—Lo sé, Irina, lo sé —responde el bastardo entre dientes—. Ese cabrón trae algo sucio entre manos. ¿Por qué proteger tanto a un montón de cazadores furtivos, en primer lugar?
—No son sólo un montón de cazadores, Calen. Y lo sabes.
Al escuchar a su hermana, el devorapieles busca su teléfono móvil dentro de sus bolsillos. Mira la pantalla, y un surco de tensión parte su frente.
La hembra se percata de inmediato de su ansiedad.
—¿Aún no ha llamado? —un gruñido del errante es respuesta suficiente, por lo que ella suspira—. No te preocupes. Sabes bien que Alannah tiende a aislarse de vez en cuando, y más si va en coche. Te aseguro que sólo debe estar practicando alguno de sus rituales. Ya verás que volverá pronto a casa.
Calen mira hacia el frente, y sus labios se cierran con absoluto hermetismo.
No piensa hablar. Sabe que, si lo hace, escupirá la verdad como vómito.
Pronto, la camioneta sube una colina empinada y un acantilado se asoma a un costado del camino.
¡Ah! Qué fácil sería subirnos al oído de Calen e insinuarle que torciera el volante del vehículo y lo arrojara al vacío para terminar por fin con esta parte de nuestra sagrada encomienda.
Pero la ironía prevalece: su sangre de errante ahora los salvaguarda de nuestra influencia, pero su sangre también será la que los conduzca a su propio abismo.
Con una corriente de viento, nos desprendemos de la cabina de la camioneta. Dejamos que el soplo del desierto nos guíe, porque la Bestia Revestida de Luna está a punto de despertar.
Y es nuestro deber darle los buenos días.