Читать книгу La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo - Mariana Palova - Страница 15
ОглавлениеCAPÍTULO 5
MONSTRUO IMPREDECIBLE
“Como es arriba, es abajo.”
Susurra aquella voz mientras una silueta, tenue y veloz como una sombra, se cierne sobre mi cabeza. Me rodea, me acaricia las mejillas y se enreda en mis cabellos.
Capturo la silueta entre mi puño, y ésta se torna caliente a medida que la estrujo. Una infinita tristeza se apodera de mi interior, como si lo que tuviese entre mis dedos fuese un débil latido a punto de desvanecerse.
Abro la palma y descubro que es ceniza.
Arrastrada por un repentino soplo de viento, la ceniza se desprende de mi mano y se eleva hasta desaparecer en un cielo rosado que empieza a salpicarse de estrellas.
Miro a mi alrededor y me percato de que estoy sobre una colosal meseta, maciza y roja como el ladrillo, tan alta que casi puedo sentir mi cabeza rozar el firmamento. Dos mesetas más se ciernen a mis costados, tan imponentes como titanes acuclillados mientras un camino serpentea entre sus faldas, flanqueado por matorrales y planicies de arena que se extienden kilómetros y kilómetros a lo lejos. El viento me sacude los cabellos, el sol se columpia sobre el extenso horizonte, la tierra se matiza de naranja, rojo y dorado…
Monument Valley se yergue majestuoso ante mí.
Y entonces, esa voz, femenina y suplicante, me llama de nuevo.
“Como es arriba, es abajo.”
Todo comienza a temblar con una fuerza monstruosa, y el lamento se convierte en un gemido doloroso que retumba entre las rocas. En un instante, el cielo se torna oscuro y lleno de nubes negras; los truenos rompen y la lluvia cae como un manto de lágrimas sobre el inmenso valle.
Ante mi asombro, el cielo se parte; una grieta enorme surge de él, y de sus entrañas se deslizan tierra roja, matorrales, arena y mesetas gigantescas que fluyen como el agua de un arroyo.
En un instante, el cielo desaparece y deja a su paso un paisaje igual al que hay aquí abajo, como si fuese un reflejo en un estanque.
Y, aun así, aun sin un cielo sobre mi cabeza, sigue lloviendo.
“¡Eran cuatro y ahora son tres! ¡Eran cuatro y ahora son tres!”
Me sobresalto al escuchar esa voz, muy distinta de la mujer que me ha llamado. Miro a mis espaldas y justo en medio de la meseta me encuentro con una puerta. La madera es de un brillante color esmeralda y emana un calor tan intenso que la lluvia se evapora a su alrededor. Tiene cuatro cadenas negras que la envuelven de arriba abajo, pero una de ellas yace suelta y lánguida a un costado, como si la hubiesen quebrado para tratar de abrir el umbral.
Y en medio de esa puerta, como si hubiese sido tallado con fuego, hay un símbolo grabado:
“¡Eran cuatro y ahora son tres! ¡Eran cuatro y ahora son tres!”
A los pies de la puerta hay un zorro que parece haber sido desollado con inusitada violencia. Tajos de piel y pelo yacen a su alrededor y sus miembros parecen descoyuntados.
Es él quien grita.
El peligro late con ferocidad, pero aun así me acerco y dejo que el calor empiece a sofocarme.
—¿Qué es lo que quieres? —pregunto, pero la criatura se limita a gritar aún más y a encogerse contra la puerta, al parecer, aterrada por mi presencia.
—Eran cuatro y ahora son tres —gime el zorro con dolor y locura.
Miro aquella puerta esmeraldina, y en tan sólo un instante, ese terror que durante tanto tiempo me esforcé por sepultar, vuelve a salir a la superficie. Los relámpagos rugen, la lluvia me empapa con furia. Todo empieza a dar vueltas a mi alrededor.
Y entonces, algo golpea la puerta desde dentro.
Despierto e inhalo una enorme bocanada de aire entremezclada con tierra. Abro los ojos como platos, pero cuando otra corriente de viento encuentra de inmediato mi cara, comienzo a toser sin control.
Sacudo la cabeza y trato de espabilarme. Y cuando al fin puedo calmar mis agitados pulmones, distingo la incandescente silueta del sol en medio del despejado cielo azul, junto con la sombra de un cuervo que vuela en lo alto. Siento la piel de mi rostro hervir de escozor.
—¿Otra vez? —susurro desconcertado al ser consciente de que una vez más he tenido esa visión.
Intento levantarme, pero el peso de mi cansado cuerpo me lo impide debido a esa fatal resaca que aparece siempre al dormir muy mal.
Restriego una mano por mi cara para retirar el sudor y mascullo un “carajo” al sentir la picazón del polvo colarse por el cuello de mi camiseta. ¿Cómo se pudo romper el cierre?, pienso ya que, si por algo me encierro en mi bolsa de dormir, es para evitar amanecer embadurnado de tierra por las ventiscas del desierto.
Le echo un vistazo al cierre y veo que, para mi estupefacción, no está roto, sino perfectamente deslizado hasta mis hombros.
Alguien ha abierto la bolsa desde fuera.
—¿Qué dem…?
Y de pronto, escucho un chasquido.
Un chasquido y nada más, porque me percato de que el viento, el cuervo, el crujir de la hierba seca… Todo se sume en un completo mutismo, como si el desierto contuviese el aliento.
Su magia llega hasta mí con una fuerza tan aplastante que las náuseas me obligan a llevar una mano a la boca. Me yergo muy despacio sobre mi codo y miro hacia mis pies, de donde proviene el ruido.
Salgo de la bolsa de dormir de un salto, porque el monstruo que me atacó en la cabaña de Muata aquella noche que escapé de Nueva Orleans se alza frente a mí.
Su alargado cuerpo está envuelto hasta el suelo por un manto siniestro, hecho de cientos de tiras de piel cosidas y salpicadas de sangre seca; la forma de su cráneo es ovalada y completamente calva, mientras que su cuello es largo y raquítico, amoratado en cada una de sus pronunciadas vértebras. El único orificio que hay en su espantoso rostro es una enorme y asquerosa ranura, un intento de boca que casi le atraviesa el rostro de oreja a oreja, porque el resto de la cara no es más que una capa de epidermis blanquecina y delgada, como una membrana que envuelve un cráneo carente de tejido graso y músculos.
Pero lo más desconcertante es el agujero en su pecho, negro y repleto de costras, como si algo hubiese penetrado su corazón hace mucho, mucho tiempo.
—¿De dónde diablos has salido? —aquella pregunta va más dirigida a mí que al monstruo, pues sé bien que no va a responderme.
Despacio, como si estuviese ante una bomba, me agacho hasta alcanzar mi morral de cuero, lo único que me queda a la mano en estos momentos, porque mi mochila con mis provisiones yace justo a los pies del abominable ente.
Aquella cosa permanece inmóvil, pero en cuanto levanto el morral, algo dentro de ella comienza a romperse.
Se le convulsionan los hombros y el cuello como si se partiese por dentro, y ese chasquido, ese infernal crujido de hueso contra hueso rompe el silencio que este demonio ha traído consigo. La tierra comienza a temblar y las piedrecillas saltan a mi alrededor.
De pronto, el crujido de los huesos del monstruo se detiene junto con los temblores que lo sacuden todo. Mi instinto me hace saltar hacia atrás.
¡PUM!
Algo brota con violencia de la tierra. Caigo de espaldas y una barrera de polvo se eleva varios metros sobre el suelo y deja tras de sí un profundo y grueso agujero. No alcanzo a levantarme cuando más barreras comienzan a estallar a mi alrededor. Una tras otra me bañan de arena mientras ruedo de un lado al otro para tratar de huir de los estallidos.
Las potentes explosiones se encadenan hasta que una revienta justo al lado de mi brazo y me hace lanzar un grito de dolor. Veo que la tela de mi parka se abre, y una fina y larga línea escarlata se dibuja desde mi hombro hasta el codo, la cual comienza a sangrar.
No alcanzo ni a tocarme la herida cuando algo brota del agujero de la explosión, algo que se alza sobre mí y me cubre con su letal sombra: es una larga y gruesa columna vertebral que se estrecha en la última cadena de huesos hasta asemejarse a una aguja, tosca pero afilada como una maldita navaja.
En un parpadear aquella cosa se dobla y cae en picada hacia mí.
—¡MIERDA! —grito a la par que me lanzo hacia un lado para evitar que me atraviese. La aguja golpea una y otra vez contra el suelo, buscando perforarme.
Ruedo, me arrastro y brinco hasta que por fin consigo levantarme.
Echo a correr dejando atrás la bolsa de dormir y mi valiosa mochila. Más explosiones se suceden a mi espalda y costados como si me hubiese metido en un campo minado, llenando mi mirada de muros de arena que me impiden ver más allá de mi nariz.
La persecución me hace ir cuesta arriba, hacia la montaña más cercana, ya que tratar de volver hacia donde está la carretera sería un suicidio. Con las piernas fortalecidas por mi sangre de errante, consigo abrirme paso con rapidez; trepo piedras bastante grandes de un solo salto y doy largas zancadas a través de cortinas de tierra sin perder velocidad. Pero aun así no puedo alejarme demasiado de aquella mortífera aguja que perfora el suelo rocoso como si de barro húmedo se tratase.
Para mi horror, pierdo terreno, porque el cansancio empieza a hacer mella en mis agitados pulmones que ya sólo pueden inhalar polvo y aire caliente.
Al alcanzar la cima de la montaña me detengo al entender que he llegado a un callejón sin salida. El desnivel se eleva casi quince metros y bajo éste corre Dirty Devil River, salpicado de enormes piedras que sobresalen de la violenta corriente.
Miro a mis espaldas y abro los ojos de par en par al ver que ahora el monstruo está justo a unos metros de mí, con su cuerpo chasqueando sin cesar.
La tierra tiembla de nuevo y no lo pienso dos veces; enredo las correas del morral a mi cuerpo y me aferro a él con todas mis fuerzas para luego saltar del acantilado.