Читать книгу La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo - Mariana Palova - Страница 20

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CAPÍTULO 9

SIN RASTRO



El pequeño coche de la contemplasombras, con su puerta del conductor aún abierta de par en par, ha empezado a cubrirse de arena. Lleva varios soles quieto entre el sendero y la maleza mientras nuestras cenizas aguardan sobre el capote del color del ladrillo.

El sonido de unos pasos perturba la quietud de los árboles, y el olor que se abre paso entre la hierba hace que nos encojamos contra el metal.

Un demonio con piel de hombre se aproxima despacio hacia el vehículo. Lleva en la mano un teléfono con la pantalla estrellada bajo su puño, en señal de que alguien, del otro lado de la línea, ha estado ignorando sus llamadas.

El bidón que carga en la otra mano pesa más que la pistola que cuelga abotonada a su cintura, pero a pesar de la rabia que desborda su fría mirada azul, él sonríe con dientes amarillentos.

Mira el interior del coche. Plásticos, latas, viejos recipientes de comida, bolsas de basura; la depresión tapiza el suelo del coche con la pulcritud digna de una cerda.

El hombre aplasta con la rodilla el asiento y se inclina hacia la guantera. Rebusca entre servilletas, pañuelos y recibos de compras, hasta que halla un grueso sobre de piel negra.

La violenta sonrisa de su rostro se ensancha cuando pone los documentos del coche frente a sus narices.

—Alannah Murphy. Valley of the Gods 508 —susurra, y nuestro polvo se retuerce ante la crueldad de su voz.

De pronto el sonido de alerta de la pequeña radio sobre su hombro le hace chasquear la lengua. El hombre presiona un botón.

—¿Qué quieres? —pregunta con sequedad.

—Jefe Dallas —contesta una voz sumisa del otro lado—, disculpe, pero el maldito novato de Clarks no ha dejado de insistir desde que lo mandamos al caso del mirador. Quiere saber si usted ya revisó el perfil de la persona desaparecida que le envió, y como nos dijo que ningún caso de búsqueda debe pasar a otro agente sin su autorización, nosotros no hemos hablado con nadie má…

El hombre no escucha el resto del mensaje, concentrado en la voz de su propia cabeza. Sonríe de nuevo, se guarda el sobre de cuero bajo la pretina del pantalón y recoge el bidón. Un silbido alegre brota de sus labios mientras recorre el automóvil empapándolo de gasolina. La alerta vuelve a sonar, pero el hombre no contesta.

Arroja el bidón al suelo y se aleja silbando aún.

Hasta el punto en el que el coche se vuelve una mancha marrón en el paisaje, lo seguimos, pegados a su carne sudorosa.

Él saca un papel arrugado del bolsillo y deja los fríos ojos azules quietos en la criatura que le devuelve la mirada desde el papel, con el enorme letrero de “¿Has visto a esta persona?” sobre su cabeza.

Sus pupilas se dilatan, nuestro polvo se asienta en sus hombros y le cantamos una canción perversa que hemos entonado en sus oídos durante veinte años.

“La amas. La deseas. Y debes protegerla a toda costa.”

En un instante, el olor de una obsesión natural que hemos vuelto obscena se desprende con violencia de su cuerpo, tan penetrante que la certeza de que este demonio blanco haya sido elegido por el destino y no sólo por nuestra conveniencia se hace innegable.

La alerta de la radio resuena una vez más, pero esta vez no cae en oídos sordos.

—¿Jefe? ¿Me escuchó?

—Sí. Por supuesto…

Y con esa misma sonrisa de dientes amarillos, saca su arma y dispara hacia el vehículo.

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo

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