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CAPÍTULO 13

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UNA RESPONSABILIDAD CONVENIENTE


—Ay, flaco, si papá Trueno te ve con esa cara de asco, te va a poner a destapar los baños también.

La burla despreocupada de Julien me hizo levantar la mirada del lavabo de la cocina. Traía yo un desatascador, un par de guantes de látex rosa y la frente perlada de sudor, a pesar del notable frío que hacía en el pantano.

Llevaba una hora intentando que el agua dejase de estancarse, pero la tubería, en cambio, tenía ya dos días emanando una terrible peste. Alguno de nosotros había metido allí sus sobras de la fiesta de Año Nuevo y, como resultado, la cañería del lavabo había terminado estropeándose. Padre Trueno estaba tan furioso que al final nos amenazó con que, si nadie confesaba el desastre, como castigo YO destaparía el lavabo.

Nadie dio un maldito paso por mí, así que, con todo y mis quejas sobre lo injusto que era aquello, me enviaron a hacer el maldito trabajo.

Al ver mi cara de profundo odio, se echó a reír.

—Ay, cómo lloras —exclamó—. Ya, ya, te voy a enseñar cómo se hace, pero no le vayas a decir a nadie, ¿de acuerdo?

Julien salió un momento de la cocina, volvió con la caja de herramientas de Tared y con el mandil floreado de mamá Tallulah puesto.

Me apartó con gentileza y, en vez de utilizar el desatascador, abrió las puertitas de la parte inferior del lavabo y procedió a desarmar la tubería. Luego, metió un alambre de metal por el tubo superior y comenzó a rascar.

—Ah… —murmuré, por lo que Julien sonrió.

—Oh, sí. Por suerte aprendí a destapar estas cosas gracias a mis hermanas.

—¿Hermanas? —hasta ese momento, yo me había hecho a la idea de que todos los errantes éramos una especie de huérfanos o hijos únicos, y descubrir que Julien tenía familia, además de nosotros, me tomó desprevenido.

—Sí. Tres menores que yo y todas con el cabello hasta la cintura, así que destapar caños, porque siempre estaban llenos de pelos, era una tarea muy común en casa.

—¿Y ellas son…?

—¿Errantes? No. Tengo entendido que antes, y te hablo de hace más de cien o doscientos años, era muy común que los errantes naciéramos en “camadas”. Mellizos, trillizos, cuatrillizos… algo heredado de los animales, si quieres verlo así. No es ninguna sorpresa que a las mujeres humanas les costase mucho parirnos, por lo que tanto ellas como nosotros teníamos una mortalidad muy elevada al nacer. Con el tiempo, el rasgo genético se fue diluyendo, y empezamos a nacer en menor número y con hermanos no errantes. Hemos disminuido, pero al menos no morimos con tanta frecuencia al nacer, una mejora generosa por parte de la madre naturaleza, si me lo preguntas.

Recuerdo haber puesto cara de alucinación al escuchar lo que me decía. Todo lo relacionado con nuestro mundo me era de lo más fascinante, y tenía un hambre inhumana por saber más de nosotros, de nuestro pasado, de nuestra vida.

Inclusive moría por saber si algún día podría conocer a más de los nuestros.

—Vaya —dijo de pronto—. Está demasiado atascada. Tendremos que probar con otra cosa.

Volvió a armar la tubería y después sacó de la caja de herramientas un frasco que decía “sosa cáustica”. Vertió su contenido dentro de la cañería y un olor repugnante se elevó de inmediato.

—Listo, con eso bastará —Julien sonrió, satisfecho—. Y, por cierto, ese desatascador es sólo para los retretes. Vierte cloro al lavabo cuando me haya ido, por favor.

Enrojecí de vergüenza.

—Perdón… —dije con la cabeza gacha—, es que en el campo de refugiados teníamos letrinas o hacíamos agujeros en el suelo, así que nunca tuve que destapar caños y…

Enmudecía al ver que Julien ya no sonreía. Instantes después siguió contándome sobre su vida en su ciudad de origen, Nueva York; me dijo que provenía de una familia trabajadora que siempre se esforzó por que nada les faltase a sus hijos, tanto en comodidades como en afecto, así que los extrañaba bastante e iba a visitarlos cada vez que le era posible.

Julien adoraba a sus padres y a sus hermanas tanto como a nosotros, y en vez de sentir celos o envidia, me sentí muy tranquilo al saber que él jamás tuvo que pasar por mayor sufrimiento.

Ver lo mucho que me alegraba saber que mi hermano había tenido una vida feliz me hizo comprender lo mucho que yo lo adoraba. Pero, de pronto, hizo algo que me desconcertó: me rodeó con los brazos y me apretó contra su pecho. Me prometió en voz baja que no le diría a nadie que él mismo me había visto echar la comida en el lavabo en la cena de Año Nuevo. Y que no me preocupase, que ya nunca tendría que volver a lamentarme por un techo, un baño o algo que llevar a la boca.

Que mientras él y Comus Bayou viviesen, nunca iba a faltarme algo.

Y en ese momento, no sé qué me sonrojó más: el haber sido atrapado, o la forma en la que su tierno corazón latía contra mi oído.


Miro con pesadez los libros viejos sobre la mesa, con unas ganas demenciales de echar a dormir sobre alguno de ellos, porque pasar la noche fregando los rastros de carne y sangre de la bañera —con la sosa que encontré en uno de los tantos anaqueles de la sala— no ha sido la actividad más placentera para antes de ir a la cama.

Y el hecho de saber que en esta casa hay un cuarto repleto de quimeras tampoco ha ayudado mucho, que digamos.

Me balanceo sobre el banquillo, incapaz de olvidar ese montón de animales bicéfalos, deformados hasta la atrocidad. ¿De dónde carajos habrán sacado los Blake esas cosas tan horrendas, y cómo diablos puede la señora Jocelyn tenerlas en su casa? Pero, aun cuando la colección familiar de los Blake ha resultado ser más retorcida de lo que pensé, lo contenido en esa habitación no es lo más horrible que vi anoche.

La figura de aquella chica parpadea en mi cabeza de nuevo, y el sólo pensar en su carne quemada hace que se me erice la piel.

—Rebis…

Ese mensaje en la pared es un auténtico enigma para mí porque, desde que tengo la lengua del señor del Sabbath, es la primera vez que no comprendo el significado de una palabra. ¿Qué diablos quiere decir? ¿Será una palabra compuesta? ¿Unas iniciales?

Adam dijo que esta casa se había incendiado en el pasado, y lo más lógico sería deducir que esa chica tuvo algo que ver con aquello, pero no quiero sacar conclusiones apresuradas. Debido a las quemaduras en el rostro no pude adivinar su edad, y la falta de ropa tampoco me ayudó a hacerme una idea de la época a la que perteneció en vida, así que no sé qué tan antiguo es su fantasma o de dónde proviene.

Sé que no es mi problema, que no debería meterme en lo que no me corresponde, pero ¡diablos! Parece ser que esta casa sí escondía algo raro, después de todo.

—Qué sorpresivo encontrarte aquí tan temprano.

Casi me caigo del banquillo al escuchar aquello a mis espaldas.

Miro hacia atrás y me encuentro a la señora Jocelyn apenas a unos pasos de mí, con una colcha blanca doblada bajo un brazo y una caja de madera en el otro.

Dioses, ¡ni siquiera pude sentirla cuando se acercó!

—B-buenos días, señora —saludo con torpeza.

La señora Blake va hacia una de las mesas y deja la colcha a un lado. Despeja el lugar para colocar la caja y, con toda la tranquilidad del mundo, enciende un mechero, el cual usa tanto para poner un recipiente de cristal sobre él como para encender un cigarrillo.

Absorta, saca tres frascos medianos de la caja y dos huevos de… ¿gallina? Después, va hacia una de sus tantas vitrinas, de la cual saca una botella llena de líquido transparente.

Vierte el líquido en el recipiente, mete los dos huevos y luego, procede a destapar los frascos y verter sus contenidos. Uno es rojo y espeso, el otro es blanco y semitransparente, y el último… dioses. Es de color marrón, y el olor que desprende es tan asqueroso que, a pesar de estar a un par de metros lejos de ella, puedo percibirlo con claridad.

Con una larga varilla de cristal, comienza a revolver las sustancias, y la peste empeora hasta el punto de que tengo que cubrirme la nariz con la mayor discreción posible. Transcurren unos cuantos minutos hasta que, de forma casi milagrosa, el olor desaparece por completo, como si nunca hubiese estado allí.

Jocelyn Blake permanece en silencio y sus movimientos son precisos, casi mecánicos. Parece tan ajena a mi presencia, tan concentrada, que es como si estuviese sola en la habitación. Y a pesar del extravagante experimento, lo que más me desconcierta es que tengo que parpadear un par de veces para asegurarme de que ella esté realmente allí.

Diablos, nunca había conocido a una humana con una esencia tan insípida, tan poco relevante. Jocelyn Blake se parece tanto a esta casa, tan inusual y a la vez tan… vacía.

De pronto, la tela de la colcha se desdobla bajo su propio peso, y un olor ácido y desagradable acude de inmediato hasta mi nariz. Distingo, entre el blanco inmaculado de la tela, una enorme mancha amarilla que me hace arrugar el entrecejo.

¿Orina?

—¿Te sirvo el desayuno, Ezra? —la voz de la madre de Adam hace que me yerga en el banquillo. Ella me mira ahora con esos fríos ojos negros sin intentar siquiera ocultar la cuestionable mancha.

—Eh, gracias —carraspeo—, pero esperaré a que Adam baje.

—Para entonces será la hora del almuerzo —dice tajante—. Adam duerme mucho y no suele levantarse temprano, ni siquiera para limpiar sus propios orines.

Sus ojos señalan hacia la colcha. Una abrumadora incomodidad me invade, no por enterarme de que Adam, a su edad, moje la cama, sino por escuchar a esta mujer avergonzar así a su hijo.

—Esperaré —insisto de forma cortante—. Quiero despedirme.

De pronto ella entrecierra los ojos, tan despacio que podría jurar que sus párpados rechinan.

—¿Te marchas? ¿Tan pronto? —el cigarro se dobla entre sus dedos—. Vaya, Adam tenía la ilusión de que te quedaras un poco más. ¿Te ha parecido desagradable mi hijo?

—¡No, no, para nada! Lo que pasa es que…

—Tener más gente por aquí suele ayudarle con su condición, ¿sabes?

¿Su condición?

Miro de nuevo la colcha, y mi cabeza empieza a unir el rompecabezas.

Esa chica de anoche, ese fantasma tan perturbador… no hace falta tener magia para poder ver espíritus, muchos humanos pueden hacerlo cuando se manifiestan con el suficiente poder, así que tal vez Adam también haya visto a ese fantasma. Quizá desde que era un niño, y si a eso le sumas una casa tan aterradora como ésta…

—Adam necesita un psicólogo, señora Blake, no compañía —concluyo, muy a pesar de que tal vez eso no sea del todo cierto. Ningún doctor puede curarte de ver espíritus, eso lo sé bastante bien.

—No requiero que resuelvas sus problemas, Ezra —insiste—. Sólo digo que he observado cuánto le agradas, y eso hace que se sienta menos solo en esta casa.

Un repentino silencio se instala en medio de nosotros, porque Jocelyn Blake ha logrado decir las palabras mágicas.

Bajo la barbilla y miro mi mano enguantada. Mi ansiedad desaparece cuando algo más peligroso palpita dentro de mí, algo que me hace apretar ambos puños bajo la mesa.

No es el monstruo de hueso, no son sus voces terribles… es empatía, porque parece ser que esta casa, esta familia, ha afectado a Adam de una forma que su madre no parece ser capaz de comprender. Y si una cosa he aprendido, es que para mí no existe algo más peligroso en este mundo que el hecho de empezar a sentir empatía por alguien.

De pronto, Jocelyn se levanta y se acerca hacia mí con ese semblante inescrutable.

—Si decides quedarte un poco más, Adam te lo agradecería. Yo te lo agradecería.

Ella levanta la mano, me roza muy apenas la mejilla. Después regresa hacia la colcha. Toma unas tijeras y, sin guantes, sin recelos, corta un trozo de la tela empapada en orina.

Ante mi estupefacción, ella arroja el trozo en el recipiente y el líquido negruzco se torna rojo como la sangre.

Nos quedamos en silencio hasta que la señora Blake me avisa que tiene que ir al pueblo. Apaga el mechero, guarda el líquido que ha creado en un frasco que después coloca en la caja y se marcha sin siquiera despedirse.

La sensación del roce de sus dedos sigue impregnada en mi mejilla como una hendidura.

En otra faceta de mi vida, aquella muestra tan extraña de calidez me habría provocado un sentimiento muy agradable; me habría hecho considerar que tal vez juzgué con mucha severidad a Jocelyn Blake y que sólo es una madre que nunca ha sabido muy bien cómo expresar lo que siente hacia su hijo.

Pero esa frialdad, esa falta de tacto, esa incapacidad para demostrar una pizca de afecto convencional por su hijo… y, sobre todo, aquel tacto de sus dedos helados recorriendo mi piel, no han hecho otra cosa que despertar en mí una ineludible y desagradable sensación de escalofríos.


—Maldita sea, ¿dónde está? —gruño, mientras rebusco en los libreros, casi desesperado.

Debo encontrar el libro de Laurele lo más pronto posible para poder largarme de aquí. Ya buscaré la forma de conseguir algo de dinero, me volveré un adivino, faquir o mendigo, ¿qué más me da? Pero necesito alejarme de estas personas, de Adam, antes de que…

Mi mano se detiene cuando empiezo a percibir un intenso olor a alcohol y putrefacción a mis espaldas. Doy media vuelta y veo a Barón Samedi encima de uno de los estantes con un grueso habano interrumpiendo su sonrisa.

—¿Qué carajos te pasa? —gruño al Loa de la Muerte. Él levanta la mano y me muestra el libro de Laurele atrapado entre sus asquerosos dedos, por lo que pongo los ojos en blanco—. Dámelo.

Samedi ladea la cabeza y lo arroja a mis pies. Con un bufido me agacho para recogerlo y sacudirle el polvo. Le lanzo una mirada amenazante, pero el muy bastardo aún sonríe como un demente.

Lo juro. Un día de éstos, cuando consiga la forma de arrancarle las almas de los bebés de Louisa y de Hoffman, voy a matar a este cabrón sin importarme las malditas consecuencias.

Le doy la espalda al Loa y voy por mi morral para largarme de aquí de una vez por todas.

Ni siquiera considero ya la idea de despedirme de Adam.

Pero antes de que dé otro paso, algo pesado y grueso me roza el brazo a gran velocidad. Estupefacto, veo cómo un enorme libro vuela contra una de las mesas.

Mi vida pasa frente a mis narices cuando éste derriba la caja de madera de Jocelyn.

—¡HIJO DE PUTA!

Me olvido del libro de Laurele y corro hacia la mesa para agacharme con el corazón desbocado. Para mi suerte, encuentro las botellas intactas gracias a la gruesa alfombra.

Giro furioso hacia Barón Samedi, pero el cabrón ha desaparecido, dejándome con el gran anhelo de arrancarle un par de dientes.

Maldigo en voz baja y me arrodillo para recoger el desastre con la esperanza de que Adam no se haya despertado con mi grito. Sostengo la botella con el líquido rojo, el que acaba de mezclar la señora Blake, y descubro que en su interior nada una pequeña esfera dorada.

Estoy a punto de acercarla a mi rostro para examinarla cuando un resplandor verdoso me hace mirar hacia el libro que me arrojó el Loa de la Muerte

—¿Pero qué…?

Dejo caer el frasco de nuevo en el tapete.

El libro desprende un fuerte olor a quemado, y su gruesa cubierta, aunque desgastada, es de un intenso color esmeralda. Pero lo más llamativo es que la tapa frontal ostenta un único símbolo que parece haber sido grabado con fuego. Un símbolo que, como una truculenta jugada del destino, termina de atarme a este lugar, a esta casa que, aun sin planos medios, aun sin hechicería… pareciera estar irremediablemente maldita.


La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo

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