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PRÓLOGO

(El libro rojo de Laurele Elisse)


Es muy difícil aprender a caminar. Cuando sentimos el dolor de nuestros huesos al abrirse, escuchamos nuestras articulaciones crujir y percibimos el inevitable vértigo en el estómago al tratar de elevarnos sobre nuestros pies, llegamos a tener la sensación de que nuestro cuerpo es demasiado pesado y, perdida en algún punto de nuestra memoria, nos queda la nostalgia de cuando gatear nos era suficiente.

Pero todo esto lo olvidamos al ponernos en pie, al entender que podemos ser como nuestros padres; que podemos erguirnos y deambular en dos patas, como ellos. Nos volvemos conscientes de que dejamos de ser bestias cuadrúpedas y, tras pasar por tanto sufrimiento, comenzamos a caminar sobre la tierra.

Asimilamos la idea de que todo aquel duro proceso es algo natural, de que ese dolor es sólo el grito de la adaptación del humano hacia la civilización. Pero lo único que hacemos, en realidad, es crecer, envejecer y morir sin saber que aquel peso que nos empuja hacia el suelo no es más que la desesperada raíz invisible que nos ataba a nuestro origen salvaje, a la conexión que teníamos con la tierra desde tiempos inmemoriales. Y nosotros, torpes e ilusos, ignorábamos que a cada paso con el que aprendíamos a erguirnos, negábamos nuestra naturaleza primigenia.

Lo olvidamos. Olvidamos que nacemos siendo bestias, seres desnudos que gimen y lloran, que sienten hambre y frío, tan parte de la tierra como cualquier otro animal. Olvidamos que somos humildes e indefensos. Olvidamos nuestro instinto y nos volvemos… humanos.

Pero hay seres que no estamos destinados a olvidar.

Criaturas cuya humanidad no ha podido corrompernos y que, sin saberlo, llevamos la semilla de las bestias palpitando debajo de nuestra piel, a la espera del momento adecuado para resucitar tal como somos.

Hay quienes pertenecemos a una raza de seres que guardan la certeza de que nuestra fuerza proviene de aquella primigenia brutalidad, que la inteligencia nace del más antiguo instinto y que, por lo tanto, somos capaces de ser al tiempo humanos y bestias.

Todo eso a ojos de nuestra propia raza de tierra, estrellas y sangre, es la más grande de las virtudes: la bendición dada por una madre de ríos, árboles, cielos y montañas.

Alguna vez, en un rincón escondido de Nueva Orleans, yo me sentí bendecido. Me sentí un hijo de tierra, estrellas y sangre; miembro de una verdadera familia, tan antigua y poderosa que los lazos que nos unían superaban cualquier lógica, natural o impuesta, habida y por haber. Y sentí que, al fin, mi existencia tenía un sentido, y una verdad.

Me sentí un errante.

Una criatura mística, mezcla de hombre y bestia, capaz de mirar los abismos de frente, de escuchar a los muertos y de susurrar entre las estrellas. Un ser de colmillos y astas, con el corazón palpitante de un hombre.

Pero de la forma más dolorosa posible tuve que despertar de ese sueño efímero, cuando todos los tipos de amor se manifestaron en mí gracias a aquellos errantes que conocí en esa ciudad sepultada por la niebla, para después ser poseído por un monstruo incomprensible. Entonces pude por fin entender que estaba maldito y, por ello, destinado a condenar todo lo que estuviera a mi alrededor. Tuve que entender que debía, una vez más, quedarme solo.

Y ya he estado solo el tiempo suficiente para comprender tres cosas a la perfección.

La primera, y la más útil: para llegar al plano medio hay que cruzar una puerta, una ventana, un puente, un arco, una grieta o una cueva. Algo que marque una diferencia entre el aquí y el allá, el interior y el exterior… un vínculo. Vínculo que después de mucho tiempo, y gracias a una lengua maldita que repta en el fondo de mi garganta, he aprendido a sentir y manipular. Pero no todo vínculo puede ser un portal, no toda puerta o ventana pueden llevarte al plano medio y, de dónde vienen, cómo se han formado o por qué están allí, aún es un profundo misterio para mí.

La segunda revelación, y la más inquietante: no soy más un errante, o al menos no uno normal. Los errantes son uno con su ancestro, una entidad conformada por dos partes, una armonía extraordinaria de la naturaleza. Pero yo tengo a un monstruo dentro de mí, uno que vive en medio de mis huesos, que se alimenta de mis miedos, bebe de mis furias y que, a pesar de haber aprendido a empujar sus cientos de voces detrás de mis oídos, aún es capaz de despertarme en plena noche, mientras grita desde el abismo de mi locura, de mi propia bestialidad.

Finalmente, la tercera certeza, y la más peligrosa: hay algo, un ente que clama por mi cabeza. Una criatura a la que he bautizado “Mara”,* la cual, incluso dos años antes de mi nacimiento, ha estado planeando mi muerte. Un ser que, si pudo comprar a un Loa, tendrá el poder suficiente para manipular a muchas criaturas más que no descansarán hasta aniquilarme.

Pero, sobre todo, es algo que me obligó a dar la espalda a todo lo que amaba.

Porque en aquella monstruosa noche en la cabaña de Muata sólo bastó un chasquido, un crujido que resonaba en la oscuridad, para saber que debía marcharme de Nueva Orleans; para comprender por fin que ese algo, poderoso e imparable, acechaba en las sombras decidido a hacerme pedazos.

Así que, herido y con el corazón destrozado, tomé un dinero que no era mío y me marché a través del plano medio a sabiendas de que nada ni nadie serían capaces de encontrarme. De que mi familia jamás podría siquiera adivinar qué había ocurrido en esa habitación vacía.

Porque si tres errantes habían sido asesinados para alcanzarme, permanecer al lado de mi familia con la esperanza de que sólo la suerte nos mantendría vivos, no hubiera sido más que un acto egoísta de mi parte.

Después de esa noche, todos los misterios de mi vida dejaron de asustarme, porque encontré cosas mucho peores que la más horrible de mis pesadillas; cosas que hoy veo ocultas, no en la penumbra, sino en mi espantosa soledad, y en la culpa que ahora cargo sobre los hombros. Pero, así como una bestia herida bate sus garras a diestra y siniestra cuando yace boca arriba, el miedo se ha vuelto mi gran aliado. Me ha hecho resistente, fuerte, hábil… peligroso.

Por ello, en el momento en el que mi Mara decida por fin dar la cara, estaré esperándolo, dispuesto a enfrentarlo. Y con la terrible certeza de que el monstruo de hueso será lo único que podrá ayudarme a detenerlo. Al menos hasta que encuentre la forma de deshacerme de él también.

Tal vez así pueda tener la oportunidad de algún día volver a casa.

** En la religión budista, Mara es tanto un espíritu maligno que intentó impedir la iluminación del Buda Shakyamuni como la denominación general que se le otorga a los demonios personales.

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo

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